CINE / ALMAS EN PENA EN INISHERIN, DE MARTIN MCDONAGH
De
cómo con poquísimos elementos se pueda hacer una muy buena película nos da una
clase magistral el angloirlandés Martín McDonagh (Camberwell, 1970) en Almas en pena en Inisherin que reincide
con la pareja protagonista de Escondidos
en Brujas. Dos personajes solitarios arrastran una monótona existencia en
Inisherin, una pequeña isla próxima a Irlanda en donde no ocurre nada relevante
y la vida de sus escasos habitantes discurre de forma monótona. Colm Doherty
(un extraordinario Brendan Gleeson) es un viejo gruñón que consume sus largos
días en encender el fuego de su solitaria casa de la playa, escuchar ópera en
un viejo gramófono, pasear con su perro e ir a la taberna de Jonjo Devine (Par
Shortt), bordeando el mar, en donde se bebe una pinta o toca el violín cuando
coincide con un grupo de músicos locales. Pádraic Súilleabhain (un aún mejor
Colin Farrell) es un granjero que pasea sus vacas, vive con su hermana, cuida a
su asno y bebe pintas de cerveza negra en la taberna de la isla. Durante muchos años esos dos hombres
solitarios y asociales han sido amigos hasta que un día Colm, aduciendo que la
amistad con Pádraic no le aporta nada en absoluto y le aburren sus
conversaciones, decide romper bruscamente esa larga relación y estalla el
conflicto cuando su hasta ahora amigo quiere saber las razones de dicha ruptura
y el viejo gruñón le espeta que si no lo deja tranquilo se irá cortando todos
los dedos de la mano.
Película
minimalista de exquisita factura esta del cineasta y dramaturgo Martín
McDonagh, en las antípodas de la impostada Tres
anuncios en las afueras. Sin más escenarios que esa Inisherin, barrida por
el viento y próxima a Irlanda (los lugareños escuchan, sin inmutarse, las
explosiones que tienen lugar en la isla grande como consecuencia del conflicto
civil) y la taberna en donde todos los habitantes se reúnen a socializar, tiene
la película un espíritu muy fordiano
(Inisherin puede muy bien ser un homenaje a la Inisfree de El hombre tranquilo), el John Ford de las películas que el maestro
del western rodara en las tierras de sus ancestros, y un elenco de personajes
secundarios brillantes como el cura (David Pearse), que escucha en confesión a
Colm y lo manda al diablo cuando pierde los papeles; Dominic Kearney (Barry
Keoghan), el chico con retraso mental acosado por su padre, el detestable
policía Peadar (Gary Lidon), que se hace amigo de Pádraic y confirma una
siniestra profecía de la bruja del lugar (Sheila Flitton); Siobhán Súilleabhain
(Kerry Condon), su hermana que, asfixiada por el ambiente y el nulo futuro que
le espera, decide emigrar a la isla mayor para abrirse horizontes.
Diálogos
lacónicos, cotidianos e intrascendentes, pero con una carga de humor
subterránea, muchos silencios suplidos con gestos, suspiros y miradas, una
fotografía exquisita de Ben Davis que traslada al espectador a ese ambiente
rural y marino apenas poblado por unas decenas de seres humanos y unos actores
en estado de gracia hacen que esta pequeña joya sobre la amistad, la soledad y
el paso del tiempo tenga nueve nominaciones a los Oscar, entre ellas a la mejor
película y al mejor actor principal para Colin Farrell. Antológicas las escenas
en las que los dos protagonistas de la cinta se cruzan forzosamente cada día
por el único camino que va a la taberna y ni se miran ni se saludan.
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