CINE / EL TRIÁNGULO DE LA TRISTEZA, DE RUBEN ÖSTLUND
Fábula
nihilista sobre la humanidad, película irreverente, divertida, cruel, gamberra
e inteligente la que nos ofrece el cineasta sueco Ruben Östlund (Styrsö, 1974) en El triángulo de la tristeza, hablada en inglés, coproducción entre
Dinamarca, Francia, Alemania, Grecia, México, Suecia, Turquía, Reino Unido y
Estados Unidos (ahí es nada lo multinacional que es), que obtuvo la Palma de
Oro en el festival de Cannes y tiene posibilidades
de hacerse con el Oscar a la mejor película extranjera si la coreana Parásitos lo obtuvo hace un par de años.
¿Y por qué nombro a la película de Bong Joon-ho? Pues porque ambas, hijas de
Luis Buñuel, se centran en demostrarnos, con el humor negro por bandera, lo
inútiles, estúpidos y torpes que son, cuando el dinero ya no tiene ningún
valor, los potentados. Los nativos de Papúa Nueva Guinea se comieron al hijo de
Rockefeller sin tener en cuenta los millones de su padre que les podría haber
comprado un centenar de lofts en
Manhattan. En un mundo salvaje el dinero es simple papel para encender una
fogata, no tiene más valor, o tiene su justo valor, precisamente.
Yaya
(Charibi Dean, la actriz y modelo sudafricana fatalmente fallecida después del
rodaje) y Carl (Harris Dickinson), modelos e influencers guapos y glamurosos, son invitados a un yate de lujo en
el que viajan seres absolutamente podridos de dinero como el magnate ruso
Dimitry (Zlatko Buríc), que comercia con abono que contamina el planeta, (Soy el rey de la mierda, ironiza) y su
explosiva esposa Ludmila (Carolina Gynning); un matrimonio octogenario cuyo
negocio son los misiles (Para preservar
la democracia, dicen, sonriendo), banqueros y una serie de estereotipos de
esa calaña, sin saber que el capitán del barco Thomas Smith (Woody Harrelson),
a quien todos quieren conocer para vestirse de gala en la cena del capitán, es
un dipsómano marxista y que dispone que esa cena de lujo, que se inscribe en
las tradiciones estúpidas de ese tipo de viajes exclusivos, se produzca en
medio de un temporal. ¿Cuándo vamos a
ofrecer la gala de la cena del capitán?, le pregunta la jefa de personal
del barco Paula (Vicki Berlin) mientras
oye en el camarote cerrado de su jefe el ruido de las botellas vacías rodando. El jueves, contesta desde dentro, sin
abrir la puerta. Pero el jueves anuncian
temporal, capitán. Pues por eso. El
jueves.
Construida
en tres partes, sin sucesión de continuidad, por lo que la narración es
elíptica, El triángulo de la tristeza
en su primera se centra en el evanescente mundo de la moda en donde todo es
fashion, glamour y belleza física, y la
discusión a costa del pago de la factura de un restaurante entre Yaya y Carl
(este le reprocha a la primera que, pese a ser tan extraordinariamente rica por
su trabajo de influencer, le cueste tanto sacar la tarjeta VISA del bolso),
para pasar, a continuación, a ese yate de lujo en donde el director se despacha
a gusto en ridiculizar a sus asquerosamente ricos personajes en su plácida
travesía, tomando el sol, bebiendo y comiendo, y en lo que vendrá luego, tras
el anunciado temporal.
Hay
secuencias memorables, desternillantes, hijas del mejor cine mudo, como esa
cena chapliniana del capitán, con el
barco dando bandazos, en la que los comensales acaban vomitando todas las
exquisiteces que han devorado, cayendo por las escaleras, deslizándose por sus
baños; la conversación marxista (Marx Brothers), que escuchan todos los huéspedes por megafonía del yate, entre
el capitán norteamericano marxista (Karl Marx) encarnado por Woody Harrelson y
el ruso capitalista Dimitry, en la que cruzan mensajes y citas de uno y otro
sistema político; o como, en los últimos capítulos, en esa isla que parece de
Robinson Crusoe y no lo es (penúltima sorpresa del film que parece parodiar la
serie Perdidos o es una sátira de los
reality de famosillos desenvolviéndose en situaciones precarias tipo La isla de los famosos), toma las
riendas del grupo, porque es la que sabe encender el fuego y pescar, Abigail
(Dolly de Leon), la filipina que se encargaba de limpiar los retretes del
barco, y a la que los ricachones y la jefa de personal deben rendir pleitesía:
es paradójico ver a los insolidarios por sistema reclamando solidaridad,
palabra que aprenden a marchas forzadas, a la proletaria limpiadora de váteres
cuando esta se reserva más y mejores partes del pescado que captura.
Podría ser el film la rebelión del Titanic, la de los de abajo, los que
trabajan en el barco en la limpieza, en la sala de máquinas, en las cocinas,
los invisibles y subterráneos que hacen la vida fácil a los de arriba, los
podridos de dinero que no producen nada, que no se enteran de lo necesarios que
son los productores frente a los especuladores, y eso parece apuntarse cuando
la limpiadora Abigail se nombra capitana del grupo (y, como tiene el poder de
hacerlo, compra los favores sexuales del modelo Carl ante la irritación de su
novia Yaya), pero un último quiebro del director, la última pirueta de esta
fábula alegórica y sorprendente que rezuma mala bilis, conduce al puro
nihilismo: los de abajo, cuando tienen el poder, son tan malos y perversos como
los que siempre lo han detentado, el intercambio de roles no sirve, así es que
el problema de fondo es el poder, y frente al poder solo cabe la anarquía. La
humanidad está perdida. Riamos, mientras tanto.
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