CINE / THE BRUTALIST, DE BRADY CORBET
Lo mejor que se puede
decir de The Brutalist es que es un clásico moderno recién salido del
huevo. Huele a él desde el minuto uno. Sí, como lo oyen. Su joven director
Brady Corbet (Scottsdale, 1988), el psicópata gordito de Funny Games de
Michael Haneke, rueda como los directores de antaño, los que hicieron grande el
cine estadounidense, y construye una historia épica en torno a su personaje
principal, el arquitecto húngaro László Toth (un superlativo Adrian Brody que
huele a Oscar) que llega al Nuevo Mundo en busca de construir una vida que la
vieja Europa le niega tras haber masacrado a buena parte de su etnia, la judía,
en los campos del exterminio del III Reich. Pero no es una película sobre el
Holocausto ahora que se cumplen el ochenta aniversario de la liberación de
Auschwitz por el ejército soviético, aunque sobrevuela por sus casi ciento
ochenta minutos.
The Brutalist
es también una historia de arquitectura (László Toth, que podría ser un
personaje real, se educó en la Bauhaus, dejó escuelas y bibliotecas en su
Budapest natal) y de un proyecto faraónico que le encarga el tiránico y
caprichoso multimillonario Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce, otro actor que
suena para Oscar), su mecenas que lo saca de picar carbón en Pensilvania tras
haberlo despedido con cajas destempladas de su casa palaciega cuando remodelaba
su librería por capricho de su hijo Harry Lee (Joe Alwyn): la edificación de un
complejo arquitectónico que incluye oratorio, gimnasio, sala de convenciones y
biblioteca en la cima de una colina y en honor a la madre fallecida del magnate.
La construcción de ese proyecto, inacabable y megalómano, se verá plagado de
dificultades —un tren que lleva enormes vigas de hormigón descarrila en una de
las impactantes secuencias del film— por la tacañería de su promotor y mecenas (hay
que abaratar costes) y una serie de incidentes que jalonan su tortuoso camino:
László Toth enfrentado al jefe de obras.
The Brutalist,
entre líneas, habla de la falsedad del sueño americano, de esa sociedad
despiadada y competitiva, racista, clasista, insolidaria, de la emigración,
tema tan candente en esta era del cesarismo trumpista (la imagen que
recibe al emigrante húngaro a su llegada a Nueva York es la estatua de la
libertad invertida) y del valor de la arquitectura —los volúmenes, los
espacios, los vacíos, los materiales— como reflejo de la sociedad y su momento.
Y está presente, aunque no haya ninguna imagen de él, el Holocausto y la
tortura de seres humanos a manos de ese racionalismo alemán supremacista que
degeneró en el nazismo, porque tanto László Toth como su frágil y enferma
esposa Erzsébet (Felicity Jones), a la que consigue traer a Estados Unidos después
de muchos años de acabada la guerra, sobrevivieron a los campos de exterminio
del III Reich aunque con heridas físicas y mentales importantes.
La película es larga,
pero no lo parece, vuela ante los ojos del espectador. Brady Corbet, que
resucita después de sesenta años en desuso la VistaVisión con efectos visuales
sorprendentes, consigue que empaticemos desde el minuto cero con su historia y
su protagonista, rueda muy bien metiendo al espectador en escena —ese baile
turbio y triangular entre Attila (Alessandro Nivola), el amigo que lo acoge y
lo aloja en la trastienda de su almacén de muebles a su llegada, y su esposa
(Emma Laird) que remite a la promiscuidad sexual de las películas de Bernardo
Bertolucci de Novecento o Soñadores—, crea atmósferas, a veces
malsanas —la fiesta en las canteras de Carrara, neorrealismo italiano trufado
con onirismo felliniano—, saca un partido extraordinario a los efectos sonoros,
sencillamente extraordinarios, mantiene el pulso narrativo durante esas tres
horas de proyección aunque en la segunda parte baje el tono, cuando arquitecto
y mecenas viajan a Italia para seleccionar un bloque de mármol blanco y meta
con fórceps allí una de las escenas más controvertidas de la película, quizá
innecesaria por su subrayado.
Adrian Brody vuelve al
personaje torturado de El pianista (confiesa el actor no haber podido
volver a ver la película de Roman Polanski), a hacer gala de intensidad
dramática cuando grita y llora, convincente impostando un acento eslavo en toda
la película, que nos hace estremecer con su fragilidad y dolor porque se intuye
que en el campo de Mauthausen, en donde estuvo recluido, fue humillado y
mutilado.
Recién llegado a Nueva
York, cuando es un emigrante sin futuro y vive de la caridad de su amigo
Attila, visita un prostíbulo, y la chica que lo atiende no logra excitarle
suficientemente. ¿Quizá quieras un chico?, le pregunta la madame cuando
sale a la calle, cigarrillo en la boca. Vemos
al visionario arquitecto sufriendo en las esporádicas y complicadas intimidades
sexuales con su esposa enferma, que se rompe de dolor por la fragilidad de sus
huesos atacados por la osteoporosis provocada por un hambre torturante.
Asistimos a su adicción a la heroína que le calma un dolor constante físico y
mental y que consigue en las catacumbas del jazz gracias a su amigo negro
Gordon (Isaach de Bankolé) que sí consigue desengancharse de la adicción.
The Brutalist tiene
mucho del cine épico de Paul Thomas Anderson, de sus mejores películas (hay
insertos de documentales de la época con voz en off, una película porno mudas,
secuencias aceleradas en la construcción de esa obra faraónica además de esos
planos vertiginosos de coches que devoran el asfalto). La película, que
seguramente será la gran triunfadora en la gala de los Oscar, es una pieza
sinfónica que guarda una armonía perfecta en casi todos sus tramos por la
ejecución ejemplar de su director de orquesta que cuida imagen (Lol Crawley,
suficientemente oscura casi siempre, que saca partido extraordinario en esos
planos en la cantera de Carrara, claustrofóbicos, que destaca la pequeñez
humana ante la grandeza arquitectónica) y sonido (la música de Daniel Blumberg,
envolvente, sincopada). The Brutalist es un homenaje a ese cine
enloquecido en sus aspiraciones artísticas que tanto se echaba en falta desde La
puerta del cielo de Michel Cimino o Érase una vez América de Sergio
Leone, la clase de películas que tratan de describir un país tan complejo e
incomprensible muchas veces (ahora mismo), como es Estados Unidos, sueño que se
convierte en pesadilla para muchos de los que llegan a él y se aferran como
tabla de salvación.
Apabullante e hipnótica
este The Brutalist, puro cine del bueno, el que sigue estando en tu
cabeza una vez se levanta el espectador de la butaca, al que no te importaría
volver para captar lo que se escapa en una primera visión. Un edificio
arquitectónico de altura.
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