CINE / MARÍA, DE PABLO LARRAÍN
El chileno Pablo Larraín
(Santiago de Chile, 1976) se está convirtiendo en un especialista en biopics,
subgénero en el que se siente extraordinariamente cómodo al poder mezclar
realidad documental (que no lo es realmente) y ficción cinematográfica. Tras El
club, ese sórdido repaso a la corrupción eclesiástica con curas ladrones y
pederastas encerrados en una cárcel convento que resultó una película muy
rompedora y feísta, vino (Pablo) Neruda, Jackie (Kennedy),
(Diana) Spencer y ahora María (Callas).
Pablo Larraín abandonó
esa forma de hacer cine un tanto desabrida de sus principios, como su colega el
griego Yorgos Lanthimos, para sofisticarse en cuanto saltó al cine
internacional de grandes producciones, pero sin perder sus señas de identidad,
sin dejar de ser Pablo Larraín, un director reconocible por su forma de rodar y
sobre todo montar sus películas.
María
es un canto de amor a la ópera y a uno de sus iconos indiscutibles, la diva de
divas, la irrepetible María Callas. Pablo Larraín aborda en este film no
hagiográfico de algo más de dos horas, que pasan volando ante la retina, los
últimos días de la soprano griega en París, cuando ya ha perdido al gran amor
de su vida, Aristóteles Onassis (excelente el actor turco Haluk Bilginier que
se mimetiza con su personaje), no consigue recuperar su voz y se va hundiendo
cada vez más en una profunda depresión que le quita las ganas de vivir y la
convierte en una adicta a los ansiolíticos. A través de sus vivencias
domésticas, y este es el punto de vista más original del realizador chileno, de
esos momentos compartidos de la diva en caída libre con su fiel mayordomo
Ferruccio Mezza (Pierfrancesco Favino), a quien ordena caprichosamente cada
mañana que mueva su inmenso piano por su lujoso apartamento parisino, y su
sirvienta Bruna (Alba Rohrwacher) que admira los gorgoritos de su ama mientras
voltea una tortilla en la cocina, se reconstruye la vida llena de glamour de la
diva con continuos saltos al pasado al hilo de las canciones que María Callas
(una soberbia Angeline Jolie que lo da todo por su personaje, incluida la
delgadez extrema) ensaya en ese petit comité hogareño —el servicio es su
familia: esa partida de cartas al final de la que desea que mayordomo y
sirvienta permanezcan juntos cuando ella no esté— o en un teatro vacío alentada
por el fiel pianista Jeffrey Tate (Stephen Ashfield) que calibra su voz.
María
(Callas) es un film funerario, habla de la decadencia y de la muerte, de ese
deseo del artista, sea cantante de ópera, escultor, actor, escritor o
compositor, cuando se sabe agotado, de desaparecer de este mundo al que ya solo
le ata el recuerdo y la nostalgia de lo que fue y no volverá a ser. Pablo
Larraín mete el dedo en la llaga de un personaje atormentado por su pasado —el flash
back con los oficiales nazis ante los que canta cuando es joven (Aggelina
Papadopoulou) y se supone que se prostituye junto a su hermana Yakinthi (Erofili
Panagiotarea de joven, Valeria Golino, de adulta)—, sin padre conocido, de cuna
miserable y con el mundo a sus pies en cuanto triunfa en la ópera y se
convierte en la amante de Onassis —y ahí aparecen un John Kennedy (Caspar
Phillipson) bastante creíble que le tira los tejos, sin fortuna, y una sosias
de Marilyn Monroe (Suzie Kennedy, atentos al apellido de la actriz) que canta
el famoso Happy Birthday Mister President— y que se hunde emocional y
físicamente en cuanto pierde a su amante / padre del que se despide cuando agoniza
en una clínica de París.
María
es una de esas películas que va creciendo durante su visionado, en la que
cuesta entrar en su tramo inicial, irregular —en uno de los momentos del film
la soprano estalla contra la perfección, se niega a escuchar las grabaciones de
sus discos— y fría en sus comienzos, pero que va subiendo en escalas musicales a
medida que avanza hasta convertirse en un gran drama operístico.
El director chileno
utiliza un sinfín de texturas cinematográficas para su mosaico biográfico,
desde pantalla cuadrada a panorámica, suntuosamente coloreada esta, a en blanco
y negro, con apariencia de video doméstico o de falso documental, sin que
ninguna de esas decisiones estéticas sea puro capricho, sino que estén
justificadas por ese hilo narrativo discontinuo que recoge entrevistas, escenas
domésticas, flash backs de fiestas glamurosas, escenas domésticas, números
musicales y actuaciones operísticas. ¿Y qué decir de la banda sonora? No cabe
otra palabra que sublime, hasta el punto de que uno aguanta los interminables
títulos de crédito finales para seguir escuchando la música y la voz de la
Callas solapada con la de la propia Angelina Jolie en un complejo proceso de
posproducción y que requirió que la actriz norteamericana ensayara durante los
seis meses previos al rodaje.
La frase clave del film
la pronuncia esa Angelina Jolie muy metida en su papel, de rostro de tragedia
griega que arrastra una infinita tristeza: Nada bueno se puede crear desde
la felicidad. Las óperas son, mayoritariamente, grandes tragedias.
Esplendido homenaje el que hace el realizador chileno a María Callas.
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