CINE / EL BAÑO DEL DIABLO, DE SEVERIN FIALA Y VERONIKA FRANZ
La que recibió el premio
a la mejor película en el pasado festival de Sitges no es ni fantástica
ni terrorífica al uso, no hay sustos, ni subrayados sonoros, ni tormentas ni
oscuridades amenazadoras, aunque sí inquietante, sino una reconstrucción
dramática, más próxima al cine histórico, de determinados usos y costumbres del
agro austriaco en el siglo XVII.
El film empieza, no es
spoiler, con una mujer que arroja por una catarata a su bebé recién nacido, se
acusa de su crimen, se confiesa ante la iglesia y es ajusticiada mediante
decapitación. Al parecer era una práctica bastante común en esa época, hasta cuatrocientos
casos documentados, entre las mujeres que querían suicidarse y creían que por
su condición de suicidas estarían toda la eternidad vagando en el infierno,
pero si asesinaban a niños, y a continuación pedían confesar su atroz crimen,
conseguirían el perdón eterno.
El baño del diablo,
codirigida por Severin Fiala (Horn, 1985) y Veronika Franz (Viena, 1965), que
es la cuarta vez que codirigen una película —La cabaña siniestra, Kern y Buenas
noches, mama—sigue los pasos de Agnes (una impactante interpretación de
Anja Plaschg), una aldeana profundamente religiosa que se casa con el campesino
Wolf (David Scheid) con la esperanza de tener un hijo varón pero no consigue
que su marido consume el matrimonio, quizá porque su orientación sexual (hay un
plano fugaz en el que tontea con otro hombre) sea otra. La muchacha, que tiene
una tensa relación con la madre de su marido (Maria Hofstäter) entrará
progresivamente en un proceso de melancolía aguda y enajenación mientras en la
aldea un joven se cuelga en su granero y no recibe sepultura, y será tratada
con unos métodos heterodoxos por el barbero del pueblo que también ejerce de
curandero.
Los dos directores
austriacos reconstruyen esa vida del agro que nada tiene de idílica y sí de una
enorme dureza (las escenas de pesca en el lago). La vida miserable y
paupérrima, la ignorancia y el fanatismo de unos habitantes profundamente
supersticiosos es retratada con rigor en un film que convierte ese paisaje
idílico de ríos en donde lavan la ropa las mujeres, bosques inmensos que
parecen laberintos y prados en algo hostil al ser humano, salvaje y amenazador.
Hay alguna escena que
impacta, por paradójica, como esa celebración a la vida con sus excesos
gastronómicos y etílicos tras una ejecución con el cadáver presente como
convidado de piedra a esa fiesta en su honor. Ulrich Seidi, uno de esos
directores austriacos más provocadores, es uno de los productores del film y se
nota su impronta ácida y su apuesta por el feísmo tras las bambalinas y,
además, la codirectora Veronika Franz ha sido guionista del director austriaco
y actualmente es su esposa. Quizá le sobren minutos a una larga película de
casi dos horas y haya un cierto alargamiento de las escenas y el ritmo sea
demasiado moroso, pero lo que sí consiguen los directores es envolvernos en un
ambiente malsano y enfermizo que demoniza esa vida rural que tantas veces se
idealiza. Un buen fresco histórico rigurosamente reconstruido ante nuestros
ojos para que viajemos al siglo XVII y deseemos salir de él cuanto antes.
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