CINE / MADELEINE COLLINS, DE ANTOINE BARRAUD
En el impactante
prólogo inicial de Madeleine Collins,
rodado en un solo plano secuencia, una mujer atractiva entra en una tienda de
ropa a comprarse un vestido y sufre, en el probador, un repentino desmayo que
vuelve a repetirse cuando sale a la calle, tras rechazar amablemente los
cuidados de los empleados de la tienda, y allí padece una grave caída, fuera de
plano. Esta secuencia que, a continuación, parece desubicada por la siguiente,
tiene sin embargo una importancia capital para entender toda la película, pero
el director, Antoine Barraud, no
pone las cosas fáciles al espectador y lo mantiene en ascuas hasta el final.
De cómo una doble
vida se le va complicando a su protagonista se podría subtitular esta
espléndida coproducción entre Francia, Bélgica y Suiza que nos llega de la mano
de un realizador francés prácticamente desconocido en España aunque esta no sea
su primera película. El espectador asiste con una cierta perplejidad a dos
secuencias consecutivas; en la primera Judith Fauvet (una extraordinaria Virginie Efira que interpreta con
miradas y gestos y muy pocas palabras) cuida de una niña pequeña, aparentemente
su hija, y es cariñosa con su, también aparentemente, joven marido Abdel Soriano (el español Quim Gutiérrez) que ha perdido su empleo; a continuación, la vemos
también muy amorosa, y mucho más glamurosa y con otro nombre, en compañía del
destacado director de orquesta francés Melvil (Bruno Salomones) y con dos hijos preadolescentes, y entonces se
empiezan a atar cabos de que Judith Fauvet es una mujer que mantiene una doble
relación. ¿Por qué? Y ahí radica el misterio que se va descubriendo a medida
que avanza la historia siguiendo un guion sin trampas que consigue cuadrarlo
todo hasta el final.
Casos así han
existido, personas que son capaces de
mantener con igual intensidad dos o más relaciones al mismo tiempo y darles una
apariencia de seriedad y compromiso a ambas, y no tener la sensación de que
están engañando a sus compañeros sentimentales porque simplemente quieren por
igual a sus parejas, y eso se reflejaba en una película estadounidense
interpretada, si mal no recuerdo, por Richard
Dreyfuss e inspirada en un hecho real en el que un viajante de comercio
tenía hasta cuatro familias “legales” a lo largo y ancho del país y trataba de
cumplir con sus cuatro esposas y con los hijos que tenía con ellas: estar en
Navidad con la primera, Año Nuevo con la segunda, Reyes con la tercera, Acción
de Gracias con la cuarta, y ser capaz de celebrar los cumpleaños de su numerosa
prole sin que le traicionaran fechas ni nombres. El personaje en cuestión, que se pasaba la vida volando de una
punta a otra del país, murió de un infarto cuando fue sobrepasado por su
abultada y compleja agenda sentimental.
La película de Antoine Barraud no es exactamente lo
mismo, porque hacia el final el director aporta un dato que hasta el momento ha
ocultado al espectador y da, todavía más, una impronta de inquietud a esta
historia que la acerca al cine de Alfred
Hitchcock. Aquí la que tiene una doble vida, y una doble identidad, puesto que utiliza un documento falsificado,
es una mujer, atractiva, joven, inteligente y, en apariencia, segura de sí
misma, con dos parejas que viven en
países distintos (Abdel Soriano en Suiza y el director de orquesta Melvil en
Francia) y lleva, relativamente bien, esa dualidad emocional hasta que las dos
relaciones se tensan porque sus compañeros sentimentales empieza a ser más
exigentes, le piden que viaje menos y
esté más tiempo con ellos, y a partir de ahí todo se derrumba alrededor de
Judith: pierde el empleo de traductora simultanea que le permitía ausentarse y
mantener esos dos hogares y familias, tiene que enfrentarse a las sospechas de
uno de sus hijos adolescentes que la pilla en una conversación sospechosa con
su otra familia y arrostra el drama de
que la pequeña, de la que cuida como si fuera una hija, sin serlo, le diga
abiertamente que no la reconoce como madre y acabe rechazándola.
Antoine Barraud desliza este drama humano de una mujer que pierde
el control sobre su vida hacia el thriller angustioso y atmosférico en su
último tramo, cuando se desencadenan una serie de episodios de enajenación
mental de la protagonista y estallan de la forma más virulenta posible haciendo
prever un final dramático.
Rodada con
austeridad y elegancia, sin perder en ningún momento su intensidad, y con la complicidad de esa actriz tan
magnífica como es la belga Virginie
Efira, la Benedetta de Paul Verhoeven (al tanto como transmuta la expresión del
rostro en uno de los recitales de su marido), Madeleine Collins es un relato cinematográfico sobre los trastornos
de personalidad y las imposturas tan bien rodado que consigue que el espectador
haga suyo el drama y el infierno que pasa la protagonista femenina cuando su
vida se empieza a torcer sin remisión y solo encuentra el apoyo y la
comprensión de Kurt (Nadav Lapid),
el enamorado falsificador de sus documentos de identidad que finalmente toma la
decisión de que ella sea Madeleine Collins, nueva identidad, la tercera, para
empezar de cero y sin esas dos familias a las que ha querido sinceramente y de
las que se ha ocupado hasta el último momento.
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