EL ARTÍCULO

ELOGIO DEL LIBRO
José Luis Muñoz

El rito se produce año tras año, con precisión y puntualidad. Las librerías vacían sus anaqueles y sacan sus puestos a la calle y Catalunya celebra con una encomiable disciplina, año tras año, el Sant Jordi mientras en otros lugares se asocia la fecha a Miguel de Cervantes y William Shakespeare. Es un día de júbilo literario que esconde la miseria de los 364 días restantes. En poco menos de 12 horas las librerías facturan más que durante todo el año, los editores se frotan las manos y algunos escritores, tras hacer números, suspiran al comprobar que van a poder pagar su hipoteca. Se compra un libro - de quién o de qué trate muchas veces poco importa - y se hace cola pacientemente para que el autor escriba una dedicatoria. Muchos compradores acuden a ciegas, demandando la encomiable ayuda del librero que, tras escucharle e interesarse por quién va a ser el receptor del regalo, opta por un título u otro. Otros se guían por las listas de los libros de más éxito: se vende, luego es bueno. Los hay que se fían de las sesudas revistas de literatura, de los suplementos literarios de los diarios y hasta de los críticos. Hay quien se deja guiar por el instinto, quien se enamora de la portada, de la contraportada y de lo que se explica en ella como resumen del argumento, de la foto del autor o la autora, o pertenece a un club de fans de un escritor y se decidirá por cualquier cosa que surja de su pluma. Luego están los que se decantan por los escritores mediáticos, que escriben un libro al año y precisamente por Sant Jordi, y son la versión literaria de los chicos de Operación Triunfo que relegan al paro a los cantautores de toda la vida.
Probablemente no se lea el libro que se ha comprado, o sea el único que se lea en todo el año hasta el próximo 23 de abril si es cierta la afirmación de Manuel Longares – y me temo que sí – de que en España apenas se cuentan cinco mil lectores. Es Sant Jordi, sin duda, un hermoso día que haría creer a alguien ajeno a la fiesta que en este país se lee y se compran libros. Pero sólo es un espejismo. Después de la batalla, cuando se apaga el fragor de las cajas facturadoras, las librerías retoman su austera normalidad y se vacían mientras los libros vendidos quedan, en su inmensa mayoría, alineados en las librerías de las casas – un mueble que no falta nunca pese a que se lee tan poco – y no se vuelven a abrir.

Se compran pocos libros y se leen menos, pero el libro aguanta, pese a los más negros augurios, y proliferan las editoriales y los autores. Cierran librerías de toda la vida, cargadas de historia cívica, pero aparecen otras en los supermercados culturales que recogen el testigo. Cincuenta mil títulos compiten cada año por hacerse un hueco, realmente imposible, en las mesas expositoras. Muchos están una semana, otros días, hay quien ni siquiera es desembalado. El libro es caro, es el argumento recurrente de los que no lo compran. El libro es baratísimo, es la realidad. Por quince euros gozas, te instruyes, compartes, viajas, imaginas, regalas, te comunicas... Pero el libro requiere tiempo - un verdadero lujo en esta época de televisión basura, videojuegos y cine idiota - y dedicación, un concepto demodé desde que nos hemos instalado en la cultura del mínimo esfuerzo.
Hubo cierto temor, cuando apareció Internet, de que se dejara de leer en papel. No ha sido así. El libro no solo es contenido, también es continente, y hay que reconocer que cada vez su diseño es más esmerado y que las editoriales españolas, en general, cuidan con esmero la presencia física de sus productos. La mesa expositora de una buena librería tiene a veces el atractivo colorido de un puesto de frutas de un mercado. El libro también entra por los ojos, por el olfato – la maravillosa fragancia vegetal que desprende el noble papel del que están hechos los libros en cuanto se hojean – y el tacto. Nunca el frío ordenador suplirá al libro (Bill Gates dixit). El libro se acaricia, se huele, se lo lleva uno de viaje, hasta a la cama.
Los libros forman parte de nuestro equipaje vital y hablan de nosotros como los de las grandes bibliotecas de la antigüedad, que llegaron a nuestros días, nos hablan de la historia de la humanidad. Son libros que heredamos de nuestros padres, que compramos en nuestra época de estudiantes, que nos regaló tal o cual amigo, que nos salvaron de una crisis, que nos sedujeron, excitaron, conmovieron, dolieron, detrás de los que suele haber siempre una anécdota sentimental.
Cada libro tiene su momento o su época de lectura. Robert Louis Stevenson se lee en la adolescencia, pero se disfruta de nuevo pasados treinta años; una convalecencia es una buena ocasión para leer “La montaña mágica” de Thomas Mann; se puede coger el sueño con “Sabor a muerte” de P.D. James; las apreturas del metro son ideales para disfrutar de Bukowski; a Cortázar se le debe leer en una ahumada cafetería de las que ya no quedan en nuestra ciudad; a Antonio Machado bajo la sombra de una encina, con la vista perdida en tierras ocres roturadas.
Hay centenares, miles de libros, que nos hubieran gustado leer y quedarán pendientes para una próxima reencarnación dada la brevedad de nuestra existencia, incluidos muchos de los que esperan en vano, alineados en los anaqueles de nuestra librería, a que los descubramos algún día. Los hemos ido comprando con entusiasmo sin prever que no viviremos tanto para poderlos leer. Acertó Borges cuando dijo que con cada libro debiera venderse el tiempo para leerlo. Esa sería la panacea de los libreros, de los editores, de los autores, de los lectores, de la humanidad. Leer para ser eternos. Es, en cierto modo, lo que persigue el autor al escribirlos.

*Este artículo fue publicado en las páginas de opinión de El Periódico con motivo de la festividad de Sant Jordi hace unos años

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