DIARIO DE UN ESCRITOR
En el
aire, 3 de abril de 2013
En el aire, buena comedia interpretada por George
Clooney, que me sirve para encabezar el primer día del diario de este largo viaje
de tres meses, y ahora a diez mil metros sobre el mar que, a esa altura, no se
puede ver, lo cubren las nubes, y a, aproximadamente, tres mil kilómetros de
Arán y a ocho mil de mi destino: L.A. En tierra de nadie, o debería decir en aire de nadie, fuera de todo territorio,
en un espacio libre sin fronteras, suspendido en la nada, sin más futuro que el
presente, sin más realidad que el instante.
No sé
muy bien la razón de este viaje. Fue planeado hace ya tiempo y pospuesto año
tras año, con diversas excusas, hasta que llegó su momento, Aquí y ahora, AusterCoetze. Tengo la
sensación de que quizá sea éste mi último gran viaje en mucho años, y no por
motivos de salud necesariamente, que los tengo, fruto de los años inexorables, que
no hay peor enfermedad que hacerse mayor, contra la que no hay cura posible, sino
por necesidad vital. Estoy de viaje interior, para adentro.
He
arrastrado, durante las últimas veinticuatro horas, una maleta enorme y
extraordinariamente pesada que compré en mi vida anterior en Yangoon, antes
Rangoon, cuando la que llevaba perdió, en su aeropuerto y ante la sonrisa de
sus incontables funcionarios, las tres últimas ruedas que le quedaban y ya era
imposible arrastrarla. No he hecho un equipaje razonable, me di cuenta de ello
cuando intenté subir la macromaleta Samsonite al AVE que paraba en la estación
Lleida/Pirineus y hube de hacer un esfuerzo considerable para salvar con ella a
rastras el obstáculo de los dos tramos de escalones (¿cuesta mucho, pregunto,
poner al mismo nivel el suelo del AVE y el andén?). Había metido,
anteriormente, en aquella maleta en la que bien podría caber un cadáver
descuartizado de una película de Scorsese, y que seguramente deben de haber
inspeccionado hoy antes de subirla a la bodega del avión, más cosas de las necesarias
porque la hice muy precipitadamente. No metí en ella un muerto sino ropa de
invierno y de verano, que pesaban como un muerto. Esa es la desventaja de ir,
en el mismo viaje, a California, Nevada, Las Vegas, y también a Vancouver y
Alaska. Lo que más pesaba era el calzado: botas, zapatos de vestir, zapatillas
de deporte y sandalias, de mi séptima vida. Y los libros. Como si fuera a tener
muchas horas libres, había metido en la maleta, comportándome de forma
inconsciente, una buena colección de novelas atrasadas que me comprometí a leer
y no he hecho por falta de tiempo, algunas muy pesadas, por número de páginas:
no prejuzgo. Y ante el incordio de seleccionar qué ropa debería llevar (de
verano e invierno, desde el traje de baño, por si ya se han ido las focas que
infestan las playas de la Jolla, o los tiburones que les han tomado el relevo,
al forro polar y los guantes para andar caminando por los glaciares de Alaska)
he cogido toda la que tenía en el armario y la he apretujado en la macromaleta
birmana de la séptima vida. Y luego las medicinas (las del catarro, las
píldoras Voltarén, la crema para el lumbago, el jarabe Bisolvón, las pastillas
de Couldina, el Nodotil, por si me da un dolor de muelas…), la rasuradora de la
barba, los adaptadores de enchufes, la faja lumbálgica, la esterilla
térmica…así hasta llegar a esos treinta kilos que calculo debía pesar esa
maleta que podía romperse o romperme.
En mi
parada en Madrid, aprovechando la hospitalidad de Peter Brother que me acogió
por una noche, descargué cinco kilos de peso, dos en ropa y tres en libros, uno
de ellos Robespierre de Javier García
Sánchez, con la ilusión que me hacía leer esa novela histórica y la garantía
que me ofrece uno de los pocos escritores de raza que hay en este país.
No me
mentalizo a los largos viajes, últimamente. Tomo la decisión final en el último
momento; éste, en quince días. No me mentalizo a que me voy hasta que no abro
la maleta y la lleno de cosas y empiezo a arrastrarla por las calles empedradas
del pueblo y desciendo con ella, el ordenador portátil y la cámara de fotos colgados
de los dos hombros, hasta la fuente del pueblo de piedra que nunca tuvo agua,
una escultura absurda y espantosa que se alza justo donde se detiene el autobús
que me ha de dejar en la estación del AVE de Lleida y espero se lleve algún día
por delante, cuando le falle el freno al conductor de la ALSA y libre al pueblo
de semejante esperpento.
Esta
mañana, cuando estaba en tierra, en Madrid, por el suburbano cuyo precio, en
algunos trayectos, por ejemplo el que hago desde la Plaza Castilla a la T4, se
ha triplicado, arrastrando esa enorme maleta aligerada en cinco kilos de peso
he empezado a gruñir para mis adentros y a preguntarme si valía la pena todas
esas molestias que suponen bajar y subir
escaleras mecánicas, utilizar ascensores, transbordar en Nuevos Ministerios
para coger la línea del aeropuerto tras haber tomado el día anterior el autocar
de la ALSA y el AVE y haber hecho previamente el equipaje y haberme comido todo
lo que contenía la nevera, y sufrir ahora todo ese calor que se experimenta en
el metro, bastante lleno a esas horas, las 8 de la mañana, y más calor con el
atuendo de montañero que llevo: anorak, pantalón de pana, camiseta negra,
camisa, botas de montaña puestas que sustituyen a los zapatos para aligerar el
peso de la maleta obsesiva, me pregunto,
me repito, si no sería mejor, y desde luego más barato y cómodo, sentarse ante
el televisor de plasma y ver un programa de naturaleza sobre Yosemite, Monument
Valley, Vancouver y Alaska que andar somnoliento por los metros de Madrid en
dirección a la T4, y me acordé, entonces, mientras hacía esa reflexión vulgar en
el andén de Nuevos Ministerios, cuando faltaba un minuto para que entrara en la
estación el próximo convoy, de mi examigo de la infancia, al que hace pocos
días vi en un viaje al pasado, a mi segunda o tercera vida, que a lo más lejos
que llegó en su vida, porque no creo que en el futuro se atreva a ir a paraísos
ignotos, fue a La Toja y sigue habitando la misma casa que le vio nacer, como
ejemplo de inmovilismo, conservadurismo y vida tirada por la borda, y entonces
me digo que no, que yo hacía bien pasando todas esas pequeñas incomodidades de
ir tirando de esa maleta por los andenes e ir sudando por el exceso de ropa que
llevaba encima, que quería quedarme con la boca seca y la piel quemada en
Monument Valley rojizo al atardecer junto a la reserva de indios navajos, que
prefería marearme por un mar embravecido las cuarenta y ocho horas que dure mi
viaje marino a Alaska atado a la litera, que me apetecía sufrir el viento
gélido y cortante de la parte más austral de EE.UU o ir con cascabeles por los
tupidos bosques de montaña para ahuyentar a los osos pardos y negros, estos
últimos los peores con mucho si se tiene la desgracia de toparse con uno de
ellos, y además, ha sido viendo en el cine Monument Valley, presente en todas
las películas del gran John Ford, o programas sobre Alaska, cuando se me ha
abierto el apetito de pisar estas dos zonas de las que volveré si no acabo en
el estómago de un oso, 100 posibilidades más que en el valle de Arán en un
lugar en donde hay muchos más osos que personas, o ahogado por una tempestad de
olas que saltan por encima de los barcos, los envuelven y los zarandean como
cáscaras de nuez, porque eso es vivir, la belleza de los momentos, el placer de
las visiones y las sensaciones, también sus incomodidades y miedos necesarios
para llegar a ellos, y mientras uno tenga ganas de vivir, conserve la ilusión,
no muere.
La cola
en el mostrador de Iberia de la T4, cuando llego a él, es monstruosa, da
vueltas y revueltas, pero tengo la suerte de que una empleada de la compañía me
lleve, a mí y a media docena de privilegiados, al mostrador de bussines class vacío. Me atiende una
chica de rostro afilado y sonrisa radiante, doble mérito tratándose de Iberia,
compañía que algunos se empeñan en hacer desaparecer, buque insignia de nuestra
navegación aérea que cayó en picado desde que fue privatizada, para que luego
hablen bien de lo privado en detrimento de lo público. La empleada, además de
joven y bien parecida, es un dechado de amabilidad. Mientras expide mi billete
le comento mi estupor por la incongruencia de las tarifas áreas, que se salen
de toda lógica (mi billete ida/vuelta Madrid-Los Ángeles cuesta 780 €; el billete
ida en el mismo avión y día cuesta 2.000 €), de los extraños nombres de las
poblaciones californianas que lindan con la frontera mexicana (leyó que iba a
Escondido, le hizo gracia, y yo le comenté que había ciudades con nombres más
extraños todavía como Chulavista o Salsipuedes, o Boca Ratón en Florida) y creo
que hace la vista gorda al sobrepeso de mi maleta no encendiendo la báscula
(pesaba, a pesar del aligeramiento de libros y ropa, bastante más de los
permitidos 23 kilos) y me da, o cree darme, cuando se lo pido, un asiento de
ventanilla. Buena y eficiente empleada, me digo. No le pagan por ser simpática
y eso es un plus a valorar.
Debo de
tener cara de sospechoso puesto que me han cacheado un par de veces. He pasado
el preceptivo control general, descalzo, sin cinturón, sin una pulsera, de la
que nunca me separo y bregué por desanudarme de la muñeca, y luego he sufrido
otro que es aleatorio y hacen en los vuelos con destino a EE.UU., bastante más
exhaustivo, descalzo, con manoseo del equipaje de mano, tras pasarlo por el
escáner, y manoseo tipo policial (brazos en cruz, piernas separadas) de mi
persona en un cuarto lóbrego que es parecido a esos que hay en todos los
aeropuertos y a los que conducen a los sospechosos de llevar sustancias
prohibidas en el cuerpo. Entrar en la primera potencia del mundo es una especie
de ginkana que ya empieza en el país de origen.
El
avión, un Airbus enorme de nombre literario, Jacinto Benavente, uno de nuestros pocos premios Nobel, no va muy lleno, pero la simpática empleada de
tierra de Iberia no me ha dado un asiento de ventanilla, como me prometió, sino
de pasillo, por el medio del avión, por donde se suele partir en caso de
aterrizaje forzoso.
Me
pregunto, mientras por los pasillos circulan niños judíos tocados con su kipa,
una joven, menuda y atractiva madre de pelo rojo con sus retoños mulatos y mi
compañera de pasillo, que se ha apropiado de una ventanilla vacía antes de que
yo hiciera amago de hacerlo, lee una novela en francés a pesar de ser yanqui,
el porqué de mi viaje a Alaska. ¿Está Jack London en este destino? Seguramente.
Del mismo modo que estuvo Faulkner en mis viajes por el medio Oeste por Nueva
Orleans y Charleston, Sommerseth Maughan en mis destinos orientales y Paul
Bowles en Tánger. Mucho antes de que viajara físicamente a todos esos lugares
mágicos (y escribo con dificultad en medio de una pequeña turbulencia atlántica
que dura medio minuto aquí y ahora) había estado en ellos a través de las
novelas de algunos de mis maestros literarios.
Y
hablando de maestros: Cortázar. No he estado en Argentina, pero sí en París.
¿Es argentino Cortázar o es franco/argentino propiamente dicho? Ayer estuve
hablando de Cortázar en la capital del reino con una cortazariana entusiasta,
una chica que subraya párrafos de sus libros y los llena de anotaciones, algo
que yo nunca me atreví a hacer porque soy bibliófilo y para mí un libro es un
fetiche que no se puede mancillar. La chica, de la edad de mi hija, me estuvo
haciendo compañía hasta que llegó Peter Brother que venía de las Islas
Afortunadas. Me asombró su erudición literaria y cinéfila, poco corrientes en
los tiempos que corren. Me pregunté de dónde le debía venir ese conocimiento
extraordinario, y apasionado, de literatura y cine (repasamos, en una hora de
conversación, buena parte de la historia del Séptimo Arte y hubo tantas
coincidencias como desencuentros en algunos títulos y directores fundamentales:
le produce tanta grima Haneke como a mí admiración); de alguien común, sin duda
alguna: de mi padre y su abuelo, al que no conoció pero, de alguna forma, vive
dentro de ella como vive dentro de mí. Eso debe de ser la eternidad, las
virtudes, o los defectos, la sensibilidad, o la brutalidad, que nos pasamos de
unos a otros.
No sé
cuánto tiempo llevamos volando, pero el viaje no me agobia como me había estado
temiendo los días anteriores. No sé lo que queda de trayecto. Proyectan en las
minipantallas del avión una película sobre el Cirque de Soleil tras haber
terminado El Hobbit de Peter Jackson,
que no quise ver cuando se estrenó y no he visto ahora. Hace tres horas comí, y
se produjo, como siempre, la expulsión a chorro a presión de su contenido cuando abrí
el recipiente de la crema de leche para echarla al café (ya no me mancha porque
tomo medidas para ello, me alejo lo que me permite mi brazo); luego dormí, con
las gafas de sol puestas, y después seguí leyendo Perdida de Gillian Flynn que empieza a atraparme mediada la novela,
sobre la página 250. Seguimos sobre el Atlántico que no puedo ver, porque la
simpática empleada de tierra me dio pasillo en vez de ventanilla, pero intuyo
diez mil metros más abajo y me produce un pequeño escalofrío recordarlo, aunque
ya exorcicé ese miedo en Vuelo a Orly,
el que nunca llegó a su aeropuerto. Cruzo el charco después de cuatro años (la
última para ir a Nueva York y saludar a una amiga judía cuya pareja era un
albanokosovar, reunión que acabo en borrachera y dio a luz al relato Última cena en Sofía del libro colectivo
El hilo de Sofía). Me he sacado las
pesadas botas y contemplo el ir y venir incesante de los pasajeros de este
avión medianamente lleno que se dirige a L.A., ciudad personaje de La Frontera Sur que comparte
protagonismo con Mike Demmon, alter ego
de lo peor de mí mismo, mi parte oscura de la que me libro literaturalizandola. Pasa por mi lado la chica del pelo rojo (quizá
haya personas que pasen con más frecuencia, pero yo no me fijo) que lleva un
vestido azul con tirantes y estratégicamente escotado porque puede permitírselo.
Mi vecina yanqui ha dejado de leer la novela francesa y se ha animado a abrir
su ordenador en un acto reflejo cuando me ha visto escribiendo. Yo me tomo un
zumo de naranja y dos paquetes de frutos secos que pido a un sobrecargo calvo y
con cuidada barba. Ya he rellenado el cuestionario de inmigración con alguna
pequeña mentira. ¿Traigo tierra o he
visitado rancho pradera? Y he contestado que no cuando mis botas llevan rastros, hierbajos y tierra, de mi querido
Arán que ya debe de estar a 5.000 kms de distancia.
Apagan
las luces. Será que toca dormir. Aunque nunca se hace de noche porque rotamos
en dirección opuesta al día. Así es que apago la luz del techo, cierro el
ordenador y duermo un rato. El día en el aire tiene una duración de 11 horas,
las que tarde este vuelo IB6171 Madrid Los Ángeles al que le falta una hora
para tocar a su fin. Vuelo y no sé si existo.
Comentarios
(El sí de las niñas es de Moratín, jeje).