LA VIDA INVENTADA DE M
CAPITULO
III
No
te crees tan desdichado. Al menos no cómo aparentas y quieres creerte. No has
vivido mal. Vives, cuando muchos otros que conocías yacen bajo tierra. Has llegado
hasta aquí, lo que ya es mucho. Y seguramente seguirás viviendo, porque en este
mundo se llega a una edad muy avanzada y encima nos quejamos de que lo hacemos
en mal estado. Has sido muy feliz. Claro. Pero te angustia el tiempo pasado del
verbo. Has sido, repites, mientras
buscas el café por la casa y no lo encuentras, fruto de tu desorden mental.
Llevaste una vida convencional, como suele llevar el ochenta por ciento de la
humanidad, es decir, que creaste una familia, tuviste descendencia y a ellos,
aunque estén ahora alejados de ti, no les ha ido nada mal. Además, hubo una época,
veinte años atrás, en la que incluso los libros que publicabas se vendían, y lo
hacían bien, y te invitaban a aparecer en televisión concediendo entrevistas, y
te salían un sinfín de colaboraciones en diarios, revistas de viajes, de
literatura, de todo tipo. Así es que llegaste a vivir bien, en un momento
determinado de tu vida, durante diez años, de lo que realmente te gustaba, de
escribir. Luego las cosas se torcieron, claro, porque la felicidad dilatada en
el tiempo es aburrimiento, y todo empezó a ir mal. Fue mal tu matrimonio, pero
tuviste la culpa de ello; fueron mal las relaciones con tus hijos, pero también
tú fuiste el culpable; fue mal la literatura, dejaron de hablar de ti para
fijar el foco en los jóvenes valores porque tu literatura había pasado de moda,
ya no se escribía cómo tú lo hacías que era escribir lo que te daba la gana y
cómo te daba la gana. Así es que no te quejes, M. Y además has cumplido ese
sueño que siempre quisiste cumplir, ¿recuerdas?, no morirte sin ver a tu nieta
con dieciocho años, y tu nieta estuvo en esta casa, con su tímido novio, el
verano pasado, aquella pequeñaja de cabello rubio y dorado y enormes ojos
azules que se abrazaba a tu pierna se había hecho una chica guapísima y tú,
mientras la tuviste en esta casa por dónde te sigues moviendo torpemente
buscando el maldito café, estabas orgulloso de ella, se la presentaste a B, el
vecino, fuiste con ella y su tímido novio de excursión a aquellos lagos que
estaban detrás de las montañas, ahora nevadas e infranqueables, a pasar el día
tumbados sobre la hierba rala y disfrutar del sol, así es que no te quejes y
hazte ya el café, que el paquete está en donde lo dejaste ayer, detrás de esos
frascos de especias de la alacena.
No
tienes televisor, pero tienes ordenador y una conexión a internet que te
mantiene más o menos unido a lo que pasa a tu alrededor, aunque haya dejado de
interesarte mucho todo lo que sucede en el mundanal ruido. Lo enciendes y te
conectas mientras bebes a sorbos el café caliente y mordisqueas la tostada con
aceite. Tienes un correo de tu hija. Lo abres y lo lees y te emocionas. Se
interesa por ti, por tu estado, y te anima a que dejes la montaña, al menos en
invierno, y bajes a la ciudad. No te ves con ánimos de contestarla. No te ves
con ánimos de dar alguna razón de tu voluntario aislamiento. No puedes razonar
por qué no quieres ver absolutamente a nadie salvo al vecino que es tan huraño
como tú y te rehúye. Suspiras y miras de reojo el fuego que hoy se ha resistido
más de la cuenta en prender, porque la leña estaba húmeda. Abres el segundo
correo. Añoras aquel tiempo en que las cartas llegaban al buzón, rasgabas el
sobre, desplegabas el papel doblado, leías palabras manuscritas y hasta podías
oler a la persona que las había escrito. Es la carta de un editor al que no
conoces, un estrambótico que ha reunido sus ahorros y decide quemarlos
publicando libros. Te dora la píldora, te dice que te leyó en su pasada
juventud, que algunas de tus novelas son libros de cabecera, y te pide, para el
prestigio de su naciente editorial, una novela, una novela después de veinte
años de silencio.
¿Una
novela?, te preguntas. ¿Una novela sobre qué, si ya lo he dicho todo en esta
vida, si ya no me quedan temas? ¿Sobre qué quiere ese tipo desconocido que
escriba una novela? ¿Sobre mi aburrida existencia actual? ¿Quiere que le relate
lo que hago cada día, cómo me levanto, me aseo, me preparo el desayuno, salgo a
dar un paseo, leo y escribo alguna reseña de algún libro que me guste, no sé si
de ese de Auster que no me parece lo mejor de él?, te preguntas, y das
cabezazos en la oscuridad del comedor, en donde todavía la luz del día no ha
entrado, mientras miras el paisaje lejano, esas cumbres colmadas de nieve que
levanta la ventisca formando nubes blancas.
Estás
en el bosque. Has llegado con tus raquetas de nieve. Tu boca exhala vaho por la
baja temperatura. Quizá estés rozando los diez bajo cero, porque el cielo se ha
despejado hoy y la nieve ha dejado de caer, así es que sin esa cobertura
celestial, sin esa techumbre gaseosa, la tierra se enfría bajo tus pies, la
nieve se endurece rápidamente, lo que te permite andar con tus raquetas sin
apenas hundirte en ella. Has salido del pueblo y has cogido el camino del
bosque de gigantescos abetos que gimen de dolor por el peso de la nieve. Puedes
adivinar, con la mirada, qué ramas se partirán por el peso excesivo, qué
arboles no sobrevivirán a las inclemencias del invierno: los más viejos; los
que tienen las raíces más descarnadas; los más altos y, por altos,
excesivamente espigados; los que fueron invadidos en otoño por las plantas
parásitas que poco a poco, como un carcinoma, perforan su corteza, los pudren
por dentro, los ahuecan, y entonces caerán, como caen infinidad de árboles,
cómo caen sus ramas mutiladas que no pueden soportar el peso de la nieve, con
chasquidos, con esos gemidos que oyes cuando detienes tus pasos a escuchar,
porque el bosque habla, te habla, está vivo, y los árboles también mueren, y
entre las plantas, como entre los mamíferos, también hay asesinos, aunque sean
lentos, que reptan como serpientes, que estrangulan a los árboles, que los
succionan durante años hasta que literalmente los vacían y entonces los
árboles, tú lo has visto, caen, y tú haces leña, literalmente, del árbol caído,
porque en la naturaleza no se puede detener ese ciclo de vida y muerte, de vida
que se alimenta de la muerte, de árboles, de ciervos, de jabalíes, de conejos.
Y
entonces escuchas un disparo. Un disparo que resuena en el silencio del bosque.
Un disparo que trunca esa belleza espectral de la nieve y retumba en el valle,
multiplicando su eco hasta el infinito. Un cazador, piensas. B que está
cazando, pero has escuchado alguna vez, porque en la montaña tus sentidos se
agudizan, el sonido de la escopeta de B disparando y es más agudo que este
sordo estampido disparado no muy lejos de dónde estás. Y es entonces, M, que te
fijas que hay huellas impresas en la nieve, de un ciervo, sin duda, por la
profundidad de la pisada, de un macho, que son más grandes que las hembras, un
solitario macho que debe de andar buscando desesperado la hierba debajo de la
nieve y no la encuentra, así es que sigues ese rastro de pisadas cuando un
nuevo sonido, este más siniestro, te inquieta, el de una motosierra, alguien
que está talando árboles nevados, una actividad absurda, porque la madera
húmeda no le va a servir para calentar la casa, no le va a servir para nada,
habrá de secarla, no te imaginas a B cazando y serrando, no puede ser B sino un intruso que ha entrado
en el valle a cazar, pero no has visto su pickup por ninguna parte, no has
visto coche alguno aparcado cuando has bajado del pueblo a la carretera y la
has cruzado.
Ya
no oyes la motosierra. Ya no escuchas nada. Reina de nuevo el silencio. Y
sigues las huellas del ciervo macho impresas con precisión en la nieve
endurecida, en esos dos metros de nieve que se acumulan en esa senda que
utilizan los cazadores en otoño. De un momento a otro, te dices, me cruzaré con
el tipo que ha disparado y que ha manejado la motosierra, veré si le conozco,
le saludaré mientras arrastra la pieza cazada o simplemente se va de vacío,
porque su disparo no ha sido certero. Pero eso te inquieta, sí, curiosamente
siempre te inquieta cruzarte en el bosque con un desconocido, porque la foresta
impone sus leyes de territorialidad y, en cierto modo, ese camino de nieve por
el que andas lo consideras tuyo, tuyo y de B, tuyo, de B y del guarda del
refugio. Y cuando te has cruzado con desconocidos, la reacción de los dos
siempre ha sido la misma, un breve saludo, apenas mirarse a los ojos y volverse
ambos, una vez os habéis cruzado, al cabo de un rato, por si él, o tú, le sigue.
Lo
que encuentras, M, en una revuelta del camino te paraliza. ¿Es sorpresa o es
miedo? No cazas, pero podrías cazar, podrías cazar hasta humanos. Y lo que ves,
a dos pasos, es el ciervo. O una parte del ciervo. Su cabeza cercenada encima
de una roca cubierta de nieve y ahora, también, de sangre. La cabeza cortada
del ciervo que te mira directamente a ti, con angustia, mientras te acercas
despacio, incrédulo por lo que estás viendo. Y hay una gran mancha de sangre en
la nieve, un surco de sangre por donde ha sido arrastrado el cadáver del ciervo
abatido y descabezado que sigue por el interior del bosque, fuera del camino,
hacia el río, pero tú estás mirando esa cabeza de ciervo imponente, bien
astado, que te sigue mirando con ojos aterrorizados desde esa roca, y respiras
hondo, y miras a tu alrededor, y miras a lo lejos, en todos los sentidos,
girando ciento ochenta grados, por si el que ha hecho esa carnicería permanece
escondido detrás de un árbol y te está observando en silencio, sin moverse, que
es lo que tienen siempre los bosques, que detrás de cada árbol, y hay miles,
millones, siempre te imaginas que pueda haber alguien, y por eso los talaron
tus ancestros, hace millones de años, por eso huyeron del bosque y elevaron las
ciudades, horrorizados por lo que los bosques les deparaban.
No
sabes cuánto tiempo permaneces así, quieto, junto a esa hermosa cabeza de cuyo
cuello ya ha dejado de brotar la sangre porque se ha congelado. Luego, despacio,
vuelves sobre tus pasos; luego, al cabo de un rato, los aceleras, y finalmente corres
por la nieve, a punto de caer, porque correr con las raquetas es tarea harto
complicada, hasta llegar a la carretera. No hay rodadas de coche en la nieve.
No las hay ni al norte ni al sur. Así es que te diriges, furioso, al pueblo,
subes la pendiente jadeando por el cansancio y la excitación, vas directamente
a casa de B, aporreas su puerta, lo insultas a voz en grito, miras hacia la
ventana de su dormitorio por si descubres un ligero movimiento que te indique
que está escondido detrás de la cortina mirándote, y nada, nada, silencio, y
entonces tomas distancia de la casa de tu vecino, te alejas hasta tener una
clara perspectiva de su chimenea y compruebas que no sale humo de ella.
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