LA VIDA INVENTADA DE M
CAPÍTULO V
Has
salido de buena mañana, a pesar del día oscuro y gélido, a pesar de la resaca
de la noche anterior, pues te bebiste casi la mitad de la botella de whisky Jack
Daniels a la salud de J El Cazalla,
camarada de juergas y luchas, y con un simple café solo flotando en tu
estómago, porque no cabe nada más en él, y el zumo de un par de naranjas
exprimidas, por tus necesidades vitamínicas que aumentan con la edad, has
tomado el camino del otro día, la senda sepultada bajo la nieve por donde
anduvo aquel cazador que serró la cabeza del ciervo y tan inquieto te ha tenido.
Llevas dos bastones, dos pares de pantalones, las botas de nieve, dos pares de
calcetines, las raquetas, la camiseta, el forro polar, el anorak que te
compraste en Alaska, el gorro ruso de astracán que un amigo te trajo de Moscú, y
guantes de lana, porque así, aunque te sientas pesado al andar, no vas a pasar
frío. Sigues, para no errar en el camino, las mismas huellas que hiciste hace
dos días, que todavía permanecen, esculpidas en el hielo, porque no nevó ayer,
y te adentras en ese tupido bosque de abetos cuyas ramas se vencen por el peso
de la nieve y acarician el suelo. Buscas, ansioso e inquieto, la cabeza de
ciervo en el lugar que creíste encontrarla. No la está, pero si esa roca
cubierta por la nieve desde que la que jurarías que el imponente ciervo macho
te observaba con mirada dolorida. Crees estar en el mismo lugar del otro día,
pero ni rastro de ese macabro trofeo, ni rastro de sangre en la nieve, por lo
que empiezas a dudar de ti mismo y maldecirte.
Avanzas
un poco más por la senda nevada y helada, que, por helada, no te permite
hundirte. Cruje la nieve bajo las pisadas de tus raquetas amarillas. Sigues ese
camino ascendente, cada vez más estrecho, que bordea rocas y árboles, puede que
abedules ahora, que trepa montaña arriba, sin saber qué estás haciendo ni qué
estás buscando. No hace excesivo frío, porque las nubes están bajas, y no sopla
el viento, así es que sigues abriéndote camino con tus bastones y tus raquetas por esa montaña blanca que es como
un enorme helado de nata congelada que se prolonga hasta el horizonte.
Haces
este ejercicio matutino, ahora lo justificas, para no oxidarte en tu encierro,
para moverte y entonar los músculos, a pesar de que esa maldita pierna
izquierda, sobre la que caíste hace seis años, te sigue doliendo, te da
pinchazos, estuviste a un paso de perderla después de aquella brutal hemorragia
interna que la oscureció y la convirtió en leño carbonizado, pero no puedes,
por esa razón, permanecer en la cama, inmóvil, como un vegetal, y por eso
sales, siempre que el tiempo lo permite y tu estado de ánimo no lo impide a dar
esos paseos sin rumbo por los alrededores de la aldea. Oyes tus pasos al andar,
amortiguados por la nieve, más amortiguados por las raquetas sobre la nieve; das
cien, y te detienes, a respirar y a mirar a tu espalda. Siempre tienes, en la
soledad de la montaña, la sensación de que alguien te observa sin que tú te des
cuenta de ello, la imagen de un individuo escondido tras el árbol, un cazador
furtivo, un enloquecido habitante de esas tierras duras y altas en donde la
locura es habitual, y ese temor infundado te hace aguzar los sentidos, ser
precavido. Piensas, mientras das otros cien pasos monte arriba, en el cazador
loco, en la cabeza que ha desaparecido quizá porque el cazador loco, después de
que tu huyeras del escenario, horrorizado, optó por cogerla y llevársela para
adornar su sala de estar mientras arde el fuego en su chimenea y devora el
ciervo fileteado en adobo que tiene colgado de un garfio en su garaje,
mantenido por el frío. Y das cien pasos más por ese bosque majestuoso de
abedules desnudos de hojas, ya estás seguro de ello, que forman un pasadizo
vegetal por el que caminas a buen paso. Ya estás coronando la cima de ese monte
en donde nunca habías estado antes, o al menos no lo recuerdas, porque el
paisaje cambia tanto por la nieve que no es el mismo, que no lo reconoces, y
entonces, en una de las revueltas del camino, cuando ya vislumbras una
explanada que podría servir para tierra de cultivo, aunque no sabes qué podría
cultivarse a mil ochocientos metros de altura, vislumbras el tejado de pizarra
de una solitaria casa en ruinas.
Siempre,
desde que llegaste al valle, te asombran esas casas perdidas a las que se llega
por caminos recónditos, que permanecen ocultas en el bosque, y curioseas en su
interior para saber qué clase de tipo vivía allí dentro, imaginar, a través de
las ruinas y los despojos que dejó en su huida, qué clase de vida tuvo. El
lugar que uno habita habla siempre de su habitante. La casa, ya que la tienes
muy cerca, tiene el tejado hundido, seguramente por el peso de la nieve que durante
tantos años la fue socavando, y su interior no es más que un conglomerado de
piedras en desorden que cayeron del techo y las paredes. Las posibles vigas de
madera ya han desaparecido, devoradas por los elementos, y de los marcos de las
ventanas, cegadas por piedras y una provisión de leña, la última que no llegó a
quemar el último inquilino, no queda nada absolutamente. Pero lo que llama tu
atención, en tu inspección de esa ruina, es la cantidad de botellas que
aparecen por los alrededores, en un número desacostumbrado. Muchas las ha
cubierto la nieve, pero otras resplandecen fuera de ella con sus cristales
verdes, negro oscuro, transparentes. Son botellas grandes, de tres cuartos de
litro, de las de vino, aunque las etiquetas hayan desaparecido después de
tantos años allí abandonadas, y los tapones de corcho se hayan fundido con la
naturaleza. Son los alrededores de la casa, al menos hasta cien metros de ella,
un verdadero basurero, un vertedero de cascos de cristal, y te asombra que
todas las botellas, quizá doscientas, trescientas, una enormidad, estén
enteras, no se hayan roto, lo que sólo puede tener una explicación, que el
borracho que se tragó todo ese vino, un tipo solitario que ha vivido oculto en
la espesura de la foresta, lanzó las botellas en invierno y éstas cayeron sobre
el manto de la nieve y por esa razón no se hicieron trizas. Tratas de imaginar
qué clase de sujeto debió de habitar en aquel paraje, un escondite oculto a las
miradas de los hombres en medio de un camino que nadie transitaba, un hombre
semibestializado, seguramente solo, porque ninguna mujer podría compartir su
vida, que guardaba su fiero perro bajo una cubierta metálica hecha con hojas de
lata de tomate en conserva que se mantiene intacta junto a la puerta principal.
El perro, quizá un mastín, debió ser su única compañía. Quizá fuera esa extrema
soledad la que le hizo beber tanto, lanzar con rabia las botellas después de
absurdos monólogos sin sentido consigo mismo, lanzarlas incluso contra algún
curioso que se acercara a la vivienda para interesarse por su suerte. Tratas de
imaginar cómo debió pasar ese ser sucio y desgreñado, aunque compruebas que la
casa tiene agua corriente, que el agua, cogida de algún manantial superior, aún
corre por una manguera reventada por cuyo agujero sale borboteando para, a
continuación, helarse, los últimos años de su vida, si aún tuvo los reflejos,
cuando alcanzase tu edad, de abandonar esa casa y descender a otro pueblo, o
murió en uno de esos inviernos muerto de frío cuando terminó la leña, o murió
sepultado por el derrumbe del techo y aún yace momificado bajo esa masa de
piedras y tejas de pizarra. Pero hay provisión de leña, la que dejó en su
huida. Quizá huyó del lugar por alguna presencia extraña en la zona, por el
horror que en invierno, cuando todo el paisaje se tornaba blanco, como ahora, y
gélido, cómo ahora, el silbido del viento, el crujido de los troncos de los
árboles, el estallido de las ramas cayendo por su peso, el lamento del
solitario lobo hambriento que se acercaba a su casa, le producía. Vuelves los
ojos y diez metros más arriba, en la misma senda, pero al otro lado, con vistas
a una sierra perfecta de roca cubierta de nieve, descubres la cabaña de los
animales que parece estar en perfecto estado, te acercas a ella, abres la
puerta, que está en buenas condiciones atada a los muros con una cuerda de
esparto que aflojas, y husmeas en su interior. Huele todavía al ganado que hubo
allí dentro, a ovejas, seguramente, aunque ellas hayan marchado hace cincuenta
o más años con su dueño; hueles también a esos hatillos de paja, perfectamente
atados y ordenados, que hay en su suelo y con los que, si por ejemplo,
sobreviniera una ventisca asesina, podrías disponer como cama y manta para
pasar la noche al abrigo. Te llama la atención el orden y limpieza de esa
cuadra en comparación con el desorden y suciedad del habitáculo humano: las
ovejas no beben botellas de vino. Y tras examinar bien el interior de esa
cabaña conservada perfectamente, cierras de nuevo su puerta y sigues avanzando
por ese camino y lo que encuentras, doscientos metros más allá, es un grupo de
casas, no muchas, quizá siete u ocho, más o menos agrupadas, algunas
perfectamente conservadas, otras una simple pared y la silueta de su chimenea,
que conforman un pueblo, un pueblo fantasma del que seguramente expulsaron al
solitario habitante borracho que se fue a vivir a sus afueras, lejos de sus
vecinos. Algunas casas permanecen cerradas a cal y canto, ventanas y
contraventanas que deben de abrirse desde el interior, y hay candados oxidados
en sus puertas, de cuando el último habitante de ese pueblo abandonado marchó y
la cerró, por si en algún día volvía, porque ya no era posible vivir en el
pueblo, pero hay otras en las que puedes meter la cabeza a través de sus
ventanas que perdieron sus cristales y ves, además de nieve en el suelo, que ha
metido el viento que sopló los últimos días, muebles y enseres, mesas, sillas,
alacenas medio derruidas, hasta algún plato de loza que en su huida olvidó su
habitante. En algunas de esas casas vivirías, por las vistas que tienen al
valle y a esa sierra perfecta que parece cortar las nubes con sus picachos
afilados. No hay pisadas en la nieve más que las que tú vas dejando. No hay
rastro humano por los alrededores. Todos marcharon, dejando sus casas
abandonadas, de ese pueblo fantasma y sus hederos deben vivir en los pueblos
del valle que aún hay habitados, abajo, cada vez menos, porque esa parte del
valle, en donde tú vives, se va despoblando día a día, van muriendo los viejos
y sus hijos toman su herencia y bajan a la ciudad, en donde hay más
oportunidades de trabajo que la simple agricultura o ganadería. En tu
peregrinar por ese pueblo sin nombre, muerto, que dejó de existir como dejan de
existir los hombres, porque los pueblos, como las ciudades, como los árboles,
tienen sus ciclos vitales, examinas todas las casas que todavía se aguantan, te
imaginas viviendo en ellas, cultivando patatas en los prados cercanos, cuidando
de ovejas, conejos, gallinas y hasta cerdos, porque tienes la sensación de
descubrir que alguna de esas construcciones para animales es una porqueriza. Cincuenta
o cien años atrás hasta habría chiquillos jugando por estas calles embarradas,
chiquillos que se harían mayores, que se cruzarían entre ellos por necesidad,
cuyos hijos, frutos de esa endogamia forzosa, serían cada vez más deformes, más
enfermizos, más enloquecidos, como el tipo que tiraba las botellas al campo,
hasta que dejarían de cruzarse, porque las mujeres, que parían monstruos que
enterraban en sus huertos nada más nacer, ya no se reproducían, y por esa razón
la población del pueblo abandonado fue decreciendo, se fue haciendo mayor,
todos fueron muriendo y siendo sepultados en sus prados porque nadie podía bajar
los muertos por esas pendientes para llevarlos a los cementerios de los pueblos
de abajo.
Cruzas
un terreno encharcado por el agua, en el que te hundes hasta media pierna en
barro y légamo que la nieve oculta, y terminas tu itinerario en una casa más
moderna que las otras, más fea, también, de tejado de uralita en vez de
pizarra, paredes de ladrillo recubiertas con tosca argamasa granulada, que
parece dominar el conjunto desde el montículo sobre la que se levanta. Llegas a
ella exhausto, después de cruzar un jardín lleno de maleza cubierta por la
nieve, por el que te hundes constantemente, y te asomas entonces a su amplia
puerta de cristal cerrada, a cuarterones, en forma de arco amplio de medio
punto que nace del extremo mismo de las paredes, detrás de la cual hay una mesa
cubierta con hule, cuatro sillas de madera, otras tantas de plástico blanco
amontonadas, una vieja nevera desenchufada, una cocina de hornillo, y ahí,
tienes la certeza de que aún viene gente, quizá en primavera o verano, cuando
la nieve ya se ha fundido, a cazar, cazadores con sus escopetas y botas de vino
que prenden fuego en la chimenea mientras alardean de sus piezas cobradas,
hablan de mujeres, de negocios y de familia, hombres que se separan por unos
días de los suyos para matar con sus escopetas y achisparse en compañía de
almas gemelas, tipos rústicos que no tienen otra forma de divertirse que esa,
que contemplan la naturaleza con ojos bien distintos de los tuyos porque nacieron
en ella y secretamente la odian, tanto cómo tú, que llegaste de la ciudad, la
amas.
Entonces
desandas lo andado, cruzas de nuevo ese pueblo vacío, desciendes el camino,
siguiendo el curso de tus propias pisadas, la huella plana que dejaron las
raquetas de nieve, su dibujo cuadrangular impreso, y aceleras el paso cuando
compruebas que la temperatura baja en picado y que esas nubes grises, que se
mantienen como un manto sobre el valle, empiezan a descargar su ración de
nieve, primero copos pequeños, imperceptibles para, pasada una hora de camino
en descenso, convertirse en copos gruesos que caen pesadamente al mismo tiempo
que una corriente furiosa de aire se cuela en el valle angosto y empieza a
remover la nieve caída. Ya has llegado al fondo, ya has llegado al bosque de
abetos en donde anduvo el cazador loco, cuando la ventisca es mucho más
intensa, la nieve levantada del suelo te ciega, envolviéndote, y la fuerza del
viento te echa hacia atrás. Eres muy consciente del peligro porque has oído que
a otros les ha pasado, se han perdido por la falta de visibilidad y han
perecido por la congelación que convierte tu sangre en afilados cristalitos.
Una familia murió hace cinco años a dos pasos del refugio, que no vieron, por
esa nube de nieve cegadora que los envolvió sin avisar; se congelaron todos sus
miembros y, a la mañana siguiente, cuando el guarda salió a dar un paseo, se
encontró esas tétricas esculturas de hielo de pie, cubiertas de escarcha y
nieve, inhumanas, que lo miraban fijamente sin mover un solo músculo de su
cara. Así es que, con esa imagen inquietante, avanzas, doblado hacia adelante,
con el gorro de astracán negro bien hundido en la cabeza, la boca cerrada, la
barba congelada, sin sentir apenas las orejas, la nariz, que es lo que primero
se congela, mientras los mugidos de la tempestad arrecian.
Crees
que has llegado a la carretera, pero te faltan referentes hasta que descubres,
medio enterrado en la nieve, el contenedor verde de basura del que asoma la
tapadera providencialmente y te señala que el camino a tu aldea, a esas casas
vacías, está mismamente detrás, así es que asciendes, pegado a la pared, para
que el viento no te lance al vacío, esa cuesta que se te hace más cuesta que
nunca, más larga, con movimientos ralentizados por el frío espantoso, sin poder
respirar porque la nieve es una nube constante que revolotea furiosa alrededor
de tu rostro, apoyado en los bastones, hundiéndote en esa capa de nieve virgen
que se acaba de formar y te pesa sobre las botas. Notas cómo se han helado tus
cejas, el bigote, la barba, cómo puedes quebrarlo todo, cómo, a pesar de toda
la ropa que, previendo, cogiste, el frío está haciendo mella en tu cuerpo, los
pulmones se hielan, duelen como atravesados por mil dagas. Lo que hacías en
cinco minutos, esa cuesta, inviertes ahora quince, interminables, agónicos, sin
sentir ya el cuerpo, y vislumbras entonces, entre la ventisca, las casas, las
solitarias farolas que ya no se encienden, el tendido de la luz congelado y
duro como una barra de acero que se balancea como una comba furiosa, tu casa tras
dejar atrás la de B, de la que sigue sin salir humo por la chimenea, y
arrastrándote, porque el viento te lleva, cogiéndote a las paredes mientras te
ensordece ese salvaje ulular que te abofetea la cara, golpea los pantalones
contra tus piernas, llegas hasta tu puerta, medio tapiada por medio metro de
nieve que se ha acumulado en poco tiempo y con las manos sin tacto, sin sacarte
los guantes, que tienes pegados a los dedos como una nueva piel de lana, hurgas
en el bolsillo de tu anorak, rezando por encontrar la llave, la llave que te
salve, la llave que te permita entrar en tu cueva y sobrevivir en ella, y das
con ella, consigues enhebrarla en la cerradura con las manos enguantadas, dar
dos vueltas, abrir y caer de bruces al interior, tosiendo, tiritando de frío y
cerrar la puerta con una patada, al límite de las fuerzas.
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