LA VIDA INVENTADA DE M
CAPÍTULO IV
El
ciervo. La cabeza del ciervo. El humo que no sale de la chimenea de la casa de
B, que es una señal de que B no está. Todo eso, M, te produce desasosiego, un
duermevela alterado por el silbido del viento que sopla con fuerza y levanta la
nieve de la ventana de tu dormitorio abuhardillado.
Sale
el sol, aunque no hayas dormido. Te levantas, tambaleando, con ese dolor en la
pierna derecha que te acompaña desde hace muchos años, cuando te diste ese
golpe espantoso que la ennegreció por completo y estuviste a punto de perderla, y bajas, cogido a la
barandilla, vestido con ese pijama de Bugs Bunny que recuperaste de tu antigua
casa, al frío salón comedor de tu casa de montaña. Hoy el cielo está despejado,
y por esa razón el frío será más intenso.
Sube
el café, y dejas que suba, mientras
miras por la ventana ese paisaje blanco que se extiende hasta el infinito.
La nieve, piensas, me gustaba antes de
llegar al valle; ahora, reflexionas, empiezo a detestarla, porque ese manto de
nieve sobre el que se deslizan felices familias en las estaciones de esquí es aquí un
sudario mortuorio del que se libra la naturaleza con el deshielo de la primavera.
Trabajosamente,
porque renqueas de la pierna izquierda como Josef Goebbels, subes a la
buhardilla, el sancta santorum de la casa, y abres el ordenador, una de las
pocas piezas de modernidad que utilizas.
No
estás bien. No estás bien por esa cabeza
cercenada de ciervo que tanto te ha impresionado, ni estás bien por esa
ausencia de humo en casa de B que te indica que B no está o simula su ausencia
para que tú no puedas hablar con él, pelearte o insultarle. Así es que estás
solo, en muchos kilómetros a la redonda, a no ser que el guarda del refugio
forestal esté en su sitio. Pero no estás bien, sobre todo, por el día que hoy
es. 12 de febrero de 2014, porque un día como hoy, hace diez años, la muerte se
llevó a J, un viejo amigo de facultad, y otro amigo, S, que tampoco está, te
comunicó la mala noticia por teléfono dejándote petrificado sobre el butacón en
donde precisamente estás ahora sentado, rememorando toda esa jornada. Te acuerdas de lo que te afectó esa noticia, esa
sensación de inquietud que el óbito de un compañero de luchas y juergas
universitarias generó. Hacía treinta años que no lo tratabas, estabas seguro de
que, de no haberlo reencontrado gracias, o por desgracia, de una maldita red
social, seguramente no te habrías enterado, o si te hubieras enterado a
destiempo no te habría afectado tanto tu muerte. ¿Qué fue de J? Murió. Bien. Lo
malo, piensas, sentado en ese butacón que soportó tu peso en caída cuando S,
también desaparecido, te llamó por teléfono para decirte que un infarto se
llevó a J al otro mundo, es que después de treinta años sin saber de J, o más,
volviste a dar con él, quedaste para comer en un restaurante con S y V,
rememoraste el pasado tan lejano en la Universidad cuando los cuatro eráis jóvenes melenudos que iban a cambiar el mundo, y fue el mundo el que os
cambió, y luego vino a las
presentaciones de tus libros, aunque no comprara ninguno de ellos, seguramente
porque su precaria economía se lo impidiera. Tan feliz te hizo volver a
coincidir con J, saber de su vida, relacionarte con él, que era, un poco,
recuperar tu juventud perdida, hacer un ejercicio de memoria de vivencias
pasadas y olvidadas, que lo incluiste en una de tus novelas memorialistas, que
luego no se publicó, en la que evocabas esa época loca de tus años
universitarios con su revolución política y sexual. Hoy piensas en J, al que S,
otros camaradas y tú llamabais El Cazalla,
porque era frecuente verlo por una de las tabernas portuarias de la ciudad consumiendo
ese tipo de bebida, aunque lo más corriente era verlo en el bar de la
universidad con una cerveza en la mano. Cada 12 de febrero, sin falta, evocas
la figura de J, El Cazalla, entras
con él en el bar de la vieja universidad, ese edificio imponente de principios
de siglo pasado, testigo de tantas algaradas universitarias, y te pones a
discutir sobre política y revolución porque tú, por aquel entonces, cuando
lucías largos cabellos y frondosa barba
negra, te declarabas anarquista, y tu amigo El
Cazalla alardeaba de su maoísmo estalinista. En esas conversaciones de bar,
porque ni uno ni otro pisabais el aula a pesar de estar matriculados, a las que
a veces se añadía S, el desaparecido amigo que antes de morir te dijo que nos
estábamos desmoronando, arreglabais el mundo, hacíais la revolución mental, hablabais de
chicas, ideabais estratagemas para infligir el mayor daño posible a los
policías que venían a disolver las manifestaciones en esa década prodigiosa en
que todo el mundo creía que era posible el cambio y empezar desde cero una sociedad más justa e igualitaria. Solías
encontrarte con J, El Cazalla, en las
tabernas portuarias de la ciudad, en aquella en penumbras con anaqueles de botellas
añejas barnizadas de polvo en la que la dueña ponía discos de Edith Piaff mientras degustabas
absenta, en la barra de ese quiosco, cerca del mercado, en donde despachaban
vasos de cazalla, de ahí el sobrenombre de tu amigo, o en aquel tugurio
musical, pared con pared con la comisaría de policía, en donde os sentabais a
arreglar el mundo hasta que os echaban a la calle porque cerraban el local,
pero no os ibais a dormir, no claudicabais nunca, recorrías con él, y con otros
camaradas, esa ciudad insomne cuando las patrullas de la limpieza despertaban
para limpiar con manguerazos a presión las calzadas, esperabais, ya vosotros
dos solos, porque eráis los que más resistencia teníais a la ingesta de
alcoholes, a la salida mortecina del sol que os sorprendía cruzando la plaza
principal de la ciudad y eráis, entonces, los primeros clientes en pedir un café en ese local ancestral de paredes
coloreadas de amarillo por el humo de los cigarrillos que era el primero en
abrir y reclutaba entre sus primeros clientes a toda una corte dipsómana.
Alguna vez, o quizá fuera un sueño húmedo, habías compartido la misma mujer con
él. La China, una estudiante maoísta que no discriminaba a anarquistas como tú.
Así es que en aquella época épica del amor libre, sin la amenaza del sida,
La China, redonda, sensual, bonita y
tierna, pasaba de sus brazos a los tuyos, o de los tuyos a los suyos, sin
problemas de celos, que los tres considerabais una perversión de la moral
burguesa. Camaradas de bares, tugurios, camas y porros que fumabais mirando
fijamente el plato redondo y brillante de la luna mientras escuchabais Caravanserai de Santana en alguna comuna
de los alrededores de la ciudad con chicas que bailaban desnudas danzas lisérgicas y terminaban, aleatoriamente, en brazos de alguno de vosotros en un festival orgiástico de contracultura, sexo, drogas y rock sinfónico de los Pink Floid, King Crimson, Doors y tantos otros grupos musicales con los que volabais literalmente. Luego,
durante treinta años, los que estuviste casado, perdiste la pista de J,
no supiste nada de él, ni de si estaba vivo o muerto, hasta que un día vino a
una de tus presentaciones, el de una
novela futurista y distópica, y te sorprendiste verlo entre los
aplicados asistentes con la eterna botella de cerveza en la mano, porque en eso no había cambiado, en rechazar el vaso y preferir beber a morro. No era el mismo J de la universidad (más gordo, hinchado,
con barba rala, renqueando de una pierna como tú ahora haces), del mismo modo
que tú no eras el mismo M que se pasaba las noches en vela ingiriendo litros de
alcohol sin perder el equilibrio. Eso piensas hoy, 12 de febrero, a diez años
de ese infarto que lo fulminó en su cama y que S te anunció mediante
comunicación telefónica, y por eso, porque sientes verdadero terror por el
futuro, y no terror por tu soledad en ese paraje yermo y nevado, y solitario,
puesto que B no da señales de vida y no sabes por dónde anda el guarda del refugio. A su salud, la de J, en su recuerdo, descorchas
la botella de whisky, te llenas un vaso, lo alzas y brindas a la salud de El Cazalla con quien, sin duda, has de
reunirte.
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