CINE / LA JUVENTUD, DE PAOLO SORRENTINO
LA JUVENTUD
Paolo Sorrentino
Después
de La gran belleza, el italiano Paolo Sorrentino (Nápoles, 1070) vuelve
a dar en la diana con La juventud,
protagonizado, paradoja con el título, por dos venerables actores, Michael Caine y Harvey Keitel, en plenitud de sus facultades interpretativas.
Quién, si no, está capacitado para hablar de la juventud, aunque las suyas
disten en el tiempo, que dos ancianos que la han saboreado y la rememoran en la
etapa final de sus vidas.
En
el pasado festival de Cannes, en donde se presentó oficialmente la película de Paolo Sorrentino, el recibimiento fue
muy dispar: aplausos frente a abucheos del público, y una crítica muy dividida
entre los que vieron el film como un globo confeccionado a base de imágenes
desechadas de su anterior película La
gran belleza, abusando de la estética del videoclip, o quienes se rindieron
ante la apabullante fuerza de sus imágenes, indiscutiblemente bellas.
Fred
Ballinger (Michael Caine) es un
prestigioso compositor de música y director de orquesta británico ya retirado, y
apático, como él mismo remacha constantemente; y Mick Boyle (Harvey Keitel), un afamado director de
cine norteamericano en horas bajas que ultima con su esquipo de guionistas la
que va a ser su película testamento. Ambos, amigos desde la juventud, coinciden
en un hotel balneario de los Alpes suizos. A Fred Ballinger, un emisario de la
corona británica intenta convencerle de que dirija ante Sus Majestades, en el
palacio de Buckingham, y con motivo del cumpleaños del príncipe Felipe, su
pieza más conocida que sólo ha cantado su esposa exclusivamente; el director de
cine Mick quiere hacer esa última película con su actriz fetiche Brenda Miller
(una irreconocible Jane Fonda), con
la que tuvo un apasionado idilio.
Paolo Sorrentino
es tremendamente ambicioso en esta película con estelar reparto internacional,
pero sale airoso de su propio desafío. La
juventud, a través de las conversaciones que tienen lugar entre esos dos viejos
amigos en el hotel balneario, trata de la juventud perdida; del poder vital y
regenerador del deseo; de la contraposición juventud/ vejez, enfrentando los cuerpos
tersos de las jóvenes (atención a que todos son femeninos) a los arrugados de
los ancianos (aquí sí hay hombres y mujeres) en las piscinas del hotel balneario; de las ilusiones que no se pierden con la
edad; del amor y el sexo—Fred Ballinger lamenta no haber hecho el amor con Brenda Miller (Jane Fonda) y le pregunta a Mick Boyle
cómo fue su experiencia, a lo que éste responde que no se acuerda—; de las relaciones paterno filiales—a
través de la relación de Fred Ballinger con su hija Lena (Rachel Weisz): “Mi padre me acarició ayer la mejilla por primera
vez en su vida mientras yo fingía que estaba dormida”, le dice ésta a Mick
Boyle, el padre del novio que le acaba de dejar porque no es buena en la cama. “Un padre siempre sabe cuándo un
hijo finge dormir”, le responde éste—; de la
banalidad del arte pop basura; de esa sociedad de personas que cada vez se tocan
huyendo del roce físico—las reflexiones que la joven masajista, con corrector dental y orejas
de soplillo, le hace a un Michael Caine
tumbado en la camilla mientras extiende la oleosa crema por su cuerpo con sus
manos—; del egocentrismo absoluto en el que se envuelve todo creador que
sacrifica todo lo afectivo (familia, amigos) a la mística creativa; de la
aceptación de la miseria física—“Hoy estoy feliz”, le dice Michael Caine a Harvey
Keitel mientras pasean por un campo florido, “por fin he echado una gran
meada”—y la muerte.
Tratar
tantos temas trascendentes, en tan poco metraje, no parecer pedante, sino todo
lo contrario, y que la película no resulte una tediosa soflama cinematográfica
de tesis, es mérito de Paolo Sorrentino
y su seductor estilo visual, y de ese par de actores extraordinarios con los que
cuenta. Sólo, en mi opinión, hay un error de casting: la viscosa presencia de Paul Dano interpretando al actor Jimmy
Tree.
La juventud
se beneficia de una prodigiosa puesta en escena operística—con subrayados musicales que no chirrían—;
la imaginación visual de su director—Fred Ballinger
cruzándose en la pasarela de la plaza de San Marcos inundada con una mujer de
físico impresionante en una secuencia onírica; esa diosa voluptuosa, cual Venus,
la inteligente miss Universo (la espectacular modelo rumana Madalina Diana Ghenea), que irrumpe con
sus formas rotundas en la piscina en donde Fred Ballinger y Mick Boyle se
relajan, para que la rocen con la mirada—; y un sinnúmero
de escenas emotivas—el compositor explicando al emisario real las razones por las que no
puede interpretar ante la corte esa melodía requerida y su hija llorando al
escucharlo.
Con
Paolo Sorrentino el cine italiano,
postergado durante años a una tercera división cuando desaparecieron los Luchino Visconti, Federico Fellini, Elio Petri,
Francesco Rosi (a quien dedica la
película, por cierto), Ettore Scola y
Michelangelo Antonioni, vuelve a
jugar en la liga de la primera división. De Federico Fellini, Paolo Sorrentino ha heredado su gusto por la
voluptuosidad visual; el barroquismo de la puesta en escena; un cierto humor
que roza en algunos momentos lo surreal—las escenas de
las rutinas hoteleras de camareras, cocineros y personal sanitario; esos dos
inválidos a bordo de sus respectivos carritos que chocan en la intersección de
pasillos en el hotel balneario—; los personajes excesivos y hasta circenses—el sosias de Diego Armando
Maradona moviendo su pantagruélica masa corporal en la piscina y jugando a
la pelota; la excéntrica pareja de comensales del restaurante del hotel que no
se habla; el monje budista enano que levita; las esposas árabes del jeque—, y una clara
referencia a Ocho y medio— a Mick Boyle se le aparecen, en una ladera, todas las actrices que
han trabajado para él caracterizadas en sus respectivos papeles—, pero también hay alguna,
y muy significativa, a Ida de Pawell Pawlikowski.
La juventud
habla de temas trascendentes y lo hace con un envoltorio visual tan atractivo
como vistoso. Dos horas de cine gozoso, cálido y mediterráneo, a pesar de estar
rodado íntegramente en la Suiza de los relojes de cuco, con escena incluida de
los protagonistas en una tienda que los vende—“La única aportación a la humanidad del
país helvético”, dijo Orson Welles
en El tercer hombre—, al que se le perdonan todos los desmanes de un guión libérrimo que
se permite toda clase de licencias y excesos (la sinfonía pastoral interpretada
por vacas, ovejas y pájaros).
La juventud
es una película a la altura de su desmesurada ambición que arrastra al
espectador si éste se deja. Paolo
Sorrentino seduce si el espectador, como el hipnotizado ante el
hipnotizador, baja la guardia. ¿Hay
trampa? Quizá, pero no importa.
Publicado en El Cotidiano, Revista Tarántula, El Destilador Cultural y Entretanto Magazine.
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