CINE / LA ACADEMIA DE LAS MUSAS
LA ACADEMIA DE LAS MUSAS
José Luis Guerín
Menos
es más en el cine de José Luis Guerín en
cuanto a la utilización de elementos mínimos para crear una película. No
existen parámetros adecuados para medir a este talentoso francotirador
cinematográfico barcelonés cuya filmografía es una sucesión de rarezas
presididas por la imaginación y el afán de innovar. El director de Innisfree se escapa a toda comparación
posible, y, además, película a película, va reinventándose con una originalidad
pasmosa. Es un caso raro, una especie a proteger, este director, insólito
dentro del panorama español, que acaba de ganar con su última película el
Giraldillo del festival de Sevilla y va a verla exhibida en uno de los templos
cinematográficos de la ciudad de Nueva York.
La academia de las musas es el título de su última y genial ocurrencia. Una cámara, la de José Luis Guerín, filmando unas clases
magistrales que imparte un profesor de literatura italiana en la universidad
central de Barcelona y las intervenciones aceradas de sus alumnas que reafirman
su discurso o lo cuestionan. Un fauno inteligente y sus musas no menos
inteligentes ¿Un ensayo cinematográfico? No ensayo de experimento, sino en la
acepción que se utiliza en literatura para diferenciarlo de ficción. La obra de
José Luis Guerín, por lo general, no es narrativa; podría ser una metaficción
como la que, en literatura, aplica Enrique
Vila-Matas. Tren de sombras era,
literalmente, una película fantasmal hecha a partir de retales de películas
mudas, un trabajo hipnótico. Y ahí está la genialidad, la endiablada habilidad
del director catalán, para hacer cine con cualquier material que caiga en sus
manos, como sucediera con En construcción.
José Luis Guerín dinamita la delgada
línea que separa el documental de la narración cinematográfica, creando un
híbrido fascinante entre los dos géneros.
Pues
este ensayo cinematográfico, que también es experimento, llamado La academia de las musas resulta ser la
película más narrativa de José Luis
Guerín (Barcelona, 1960), la primera, me atrevería a decir, hablada y con
personajes, aunque se interpreten a sí
mismos (y lo hacen de forma prodigiosa), un film que atrapa al espectador con
su tensión dramática y la multiplicidad de lecturas que ofrece el relato.
La academia de las musas habla sobre las musas, claro, ese papel secundario, hijo de una
sociedad patriarcal, que relegaba a las mujeres a meras inspiradoras de los
artistas y, de paso, a ser reposo del guerrero; pero también del poder mágico
de la palabra que detentan los que la esculpen con sabiduría; de la impostura
del artista, que está siempre por debajo de la obra de arte que emana de él
pero padece de egolatría; de la inmortalidad de la creación artística capaz de
conmover cuando los que intervienen en ella ya no están; de la poesía que puede
esconderse en cualquier lugar o persona (Papusza,
la poetisa gitana medio analfabeta; aquí, unos pastores sardos); del rol de Pigmalion
que se arroga el enseñante sabio para seducir y dominar a sus musas oyentes,
una seducción cerebral que está por encima de la genital, porque de la
intelectualización del deseo nace el erotismo, que es el banquete de los
sentidos; del amor, la infidelidad como fruto del desgaste amoroso, y la
tragedia de la vejez que cree rejuvenecer con carne joven a su alrededor; de la
levedad del ser humano y su relativización…
José Luis
Guerín explora rostros (el suyo es, sobre todo, un film de
primeros planos que recorren el paisaje facial de sus musas, espían sus más
leves alteraciones, las miradas, el aleteo de sus párpados, con atención de
entomólogo); mantiene su modesta cámara digital como mera observadora neutra
sin serlo (en el cine, hasta en el documental, siempre hay una elección que
manipula); deja que sus actores, tocados por la varita mágica de la inspiración,
se explayen a gusto con naturalidad; construye un hilo narrativo coherente.
El
director de En la ciudad de Silvia transforma
lo que podría ser una farragosa clase sobre poesía y Dante, impartida por un
profesor un pelín pedante, en un brillante y, con frecuencia, divertido (la
mudanza y la colocación de los libros en la biblioteca) ejercicio de estilo. Hay
belleza visual subrayando el discurso, como esos reflejos de la ciudad en parabrisas de
coches, toldos de plástico de bares o ventanas de apartamento en las largas
secuencias de conversaciones. Guerín
solapa una clase magistral de cine, la suya, sobre esa clase de literatura
sobre Dante y la Divina Comedia, y las musas del profesor las hace suyas.
Sobra
el episodio sardo. La cámara sale del reducto de la clase universitaria y de la
terraza del bar Estudiantil, los escenarios habituales, para aspirar aire
campestre, pero el efecto sobre el conjunto es nocivo, chirria. Pero ese
pequeño desliz del montaje no altera la enorme categoría artística e intelectual
de esta película llena de matices que, por recordar a alguien, nos llevaría al
mejor cine del discursivo Eric Rohmer.
No
se pierdan esta pequeña gran película que mucho le debe a la frescura de sus
intérpretes no profesionales que, de la mano de José Luis Guerín, se ponen por primera vez ante la cámara; a ese
histriónico profesor Raffaele Pinto,
una especie de Umberto Eco, filmado
en su salsa pedagógica; a Rosa Delor
Muns, su irónica esposa que, con ternura, introduce el elemento humor y
baja del pedestal a su marido (Es que tú
te crees Platón); a la temperamental y bella italiana Emanuela
Forgetta, toda pasión; y a Mireia Iniesta, una especie de Françoise Dorleac llena de matices que
enamora a la cámara.
Filosofía,
estética, literatura y puro cine en esta película fascinante que inaugura el
2016.
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