CINE / EMMANUELLE, MON AMOUR
Emmanuelle, mon amour
Veo mucho cine. A veces demasiado, sobre todo en los
festivales en los que las sobredosis cinéfilas me recuerdan aquellos tiempos de
juventud, con 17 o 18 años, cuando tenía que cruzar la frontera, casi
clandestinamente, para ver lo que el franquismo prohibía en Le Boulou,
Perpignan o Andorra, robando horas al sueño. Descubrí a Emmanuelle Riva seguramente tarde, quizá en Andorra y de madrugada,
porque hasta esa joya cinematográfica, que es Hiroshima mon amour, una de las mejores películas de Alain Resnais y la segunda en la que
intervenía la actriz francesa, estaba vetada en esa España árida cultural y
políticamente en la que simplemente se
sobrevivía; seguramente a los censores debió herirles que hablaba de amor sin
cortapisas, amor, además, entre dos seres libres de razas distintas en esa
ciudad mártir japonesa que sufrió el primer gran atentado terrorista de la
historia de la humanidad, el más letal de todos ellos: Hiroshima. En esa ciudad
castigada por la muerte situó Alain
Resnais su poema de amor fílmico en el que una joven Emmanuelle Riva de 32 años enamoraba a Eiji Okada, dos personajes sin nombre que paseaban y se amaban en
una ciudad desolada que con la pasión podía renacer de sus cenizas bajo una voz
literaria que era la de Marguerite Duras,
la autora del guion, una de las mejores escritoras francesas que hayan
existido.
Poseía Emmanuelle
Riva una belleza espiritual que surgía de su interior y estallaba en sus grandes
ojos verdes bajo el arco de cejas anchas bien dibujadas y sobre esos labios
gruesos que sonreían tímidamente. Esa
muchacha de Lorena de aspecto frágil, que en realidad se llamaba Paulette, era
también poetisa: todo cuadraba. Yo tenía 8 años cuando Alain Resnais rodó esa joya romántica en blanco y negro, pero la vi
con 18, un desfase de diez años, y volví a ella mucho más tarde para comprobar
su frescura.
Emmanuelle Riva tuvo una larga
carrera cinematográfica, lejos del estrellato del que huía, quizá por timidez, pero,
curiosamente, no la recuerdo más allá de esa película iniciática. Creo que no
vi Kapo de Gillo Pontecorvo, ni León
Morín, padre, de Jean Pierre
Melville. Me perdí todas sus interpretaciones a las órdenes de directores franceses
cuya filmografía apreciaba como Georges
Franju (Ojos sin rostro y La sangre de las bestias), André Cayette…Repaso su filmografía y
compruebo que le he perdido la pista hasta que la encuentro en la trilogía de Krzystof Kiéslowski, en Azul, pero no la ubico a pesar de que he
visto esa película tres veces por lo menos, por mi doble admiración hacia el
director polaco y Juliette Binoche. Emmanuelle
Riva se hace mayor y se adapta a sus papeles de abuela, hasta en la
película que dirige Julie Delpy, la
intérprete de Blanco. ¿Cómo es
posible mi ignorancia de ella?
Hasta que me reencuentro con ella en otra película
de amor, en Amor de Michael Haneke, precisamente, cincuenta
y tres años después de Hiroshima, una de las más estremecedoras historias de amor
que se hayan filmado en la que Emmanuelle
Riva, ya anciana, vibra en un drama que habla de la desolación de la
muerte, de lo que ocurre cuando la parca rompe una pareja que ha envejecido
junta, que ha construido toda una vida, y allí ella se me incrusta dentro,
otras vez, hasta el punto de que cuando termina la proyección soy incapaz de
alzarme de mi asiento, y, cuando lo consigo, deambulo por la ciudad como un
sonámbulo. Y ese día derramo las lágrimas que no he derramado en ocho años, por
una conjunción de factores, pero Amor es
el desencadenante. Así es que mi relación con esa bella y elegante actriz, que
se fue discretamente el pasado 27 de enero en París, se reduce solo a dos películas presididas por ese sentimiento
tan irracional como hermoso y cuya magia sobrecoge, el amor en Hiroshima, en la
pletórica juventud, y el amor al final de la vida en un apartamento de París en
donde reina la atmósfera de sus viejos habitantes. Paulette, con sus cabellos
blancos, con sus arrugas, conservó siempre ese brillo especial en la mirada, el
brillo verde que encendía sentimientos de ternura en Eiji Okada, él, y en Jean
Louis Trintignant, un hombre.
La muerte
siempre es joven, porque es ingenua. Tanto como el nacimiento, dijo esa
bella y elegante anciana.
“Me llamo Humberto da Silva dos Purísima Concepçiao, hijo de papá negro, como el puro chocolate, que trabajaba, cuando había trabajo, descargando sacos de azúcar, café y cacao en el puerto de Cidade Baixa.”
Así arranca está fábula sobre la banalidad del éxito y la contudencia del fracaso. Humberto da Silva es un niño de la calle de la populosa y exuberante Salvador de Bahía, la ciudad negra de Brasil. Él y sus amigos siempre andan jugando al fútbol en la playa. Cuando un promotor lo vea, su vida cambiará. De ser nadie, a ser una estrella. Pero el éxito tiene un precio amargo.
Gestión hospedaje festival: Angelique Pfitzner
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angeliquepfitzner@yahoo.es
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