CINE / PATERSON, DE JIM JARMUSCH
PATERSON
Jim Jarmusch
Si alguien escapa a clasificaciones dentro del cine norteamericano,
se sale de su cuadrícula genérica, si alguien es aparentemente libérrimo en
todo lo que hace poniéndose detrás de una cámara, ese tipo es Jim Jarmusch (Akron, 1953). El adalid
de los cineastas independientes de Estados Unidos coge los géneros y los
regurgita convirtiéndolos en obras personalísimas en las que quizá pese
demasiado la autoría, como le ocurre al francés Leo Carax cuyo cine frenético está en sus antípodas del tranquilo director
de Coffee and Cigarettes. Si alguien
puede decir que Dead Man es un
western, Broken Flowers una comedia, Ghost Dog un thriller, u Only Lovers Left Alive una película de
vampiros, que dé un paso al frente. El halo poético con el que Jim Jarmusch envuelve sus películas las
convierte en diferentes y extrañas; la mirada y la sensibilidad del director de
Ohio escapa a las convenciones y sus personajes dejan a un lado su humanidad
para ser jarmuschsianos, es decir,
marcianos, ingrávidos y anticonvencionales.
Paterson, coproducción
entre Estadios Unidos, Francia y Bélgica, es el nombre de una ciudad de New
Jersey y también de un conductor de autobuses (Adam Driver) que cada mañana se despierta, sin despertador, en la
cama junto a su amada (plano cenital) para iniciar una serie de rutinas
inamovibles. El personaje está casado con una bella iraní, una Laura de
Petrarca (Golshifteh Farahani, la
Elizabeth Taylor persa que escandaliza al Irán de los ayatolás), una soñadora
que cuece galletas artísticas en el horno, transforma las cortinas de su casa
en obras pop, cambia constantemente el papel de las paredes y se compra una
guitarra porque quiere ser cantante folk; Paterson, acabada su jornada laboral
con el encierro del autobús en la cochera,
saca a pasear por las noches a un
feo chucho bulldog inglés, con el que no se lleva muy bien y deja atado a la
entrada del bar de Doc (Barry Shabaka
Henley), en cuyas paredes cuelgan las fotos del cómico Lou Costello y del escritor Allen
Ginsberg, celebridades de Paterson, y
allí se toma una pinta de cerveza con los parroquianos habituales; pero
Paterson, ese extraño conductor, destaca porque escribe poemas, que recita en
voz en off o aparecen sobreimpresionados sobre imágenes líricas (de Rod Padgett, miembro de la Escuela de
Nueva York), en un impoluto cuadernito que guarda como una joya hasta que ese
odiado chucho se lo come y los poemas desaparecen. Ante una cascada a las
afueras de la ciudad, Paterson (Adam
Driver), pesaroso por ese cuaderno destrozado, conversa con un japonés (Masatoshi Nagase) que admira a William Carlos Williams y le regala un
nuevo cuaderno para que siga escribiendo sus poemas. Esa quizá sea una de las
escenas determinantes del film. En ese cuaderno en blanco cabe toda la poesía
del mundo.
La principal virtud de Paterson, la película sobre ese conductor que lo interpreta alguien
llamado Adam Driver quizá por su
apellido, tipo alto y hierático que parece estar en otro mundo y del que
sabemos, por una foto de dormitorio, que antes fue marine (por ello desarma sin
problemas a un Romeo negro que amenaza a su Julieta que no le corresponde en el
bar que frecuenta), es que no pasa nada en ese especie de diario que es la
película (empieza un lunes y acaba otro lunes, una semana entera) salvo esas
rutinas que el bulldog rompe literalmente entre sus colmillos o esa inopinada
avería eléctrica del autobús que conduce que desconcierta literalmente al
protagonista, y, sin embargo, la ausencia de anécdotas sobresalientes, como
suele ser la vida cotidiana de casi todos los seres humanos, adquiere brillo y
realce gracias a la poética literaria (ese poema sobre el que el protagonista
vuelve una y otra vez sobre una marca de cerillas) y visual.
Flota en el ambiente de la película una cierta
comicidad subterránea, un cierto surrealismo de trazo fino y un halo poético
que quizá sea impostado por el propio Jim
Jarmusch. El director es fiel a sí mismo en el retrato de ese poeta que
conduce autobuses por la ciudad de Paterson, mira a los pasajeros por el espejo
retrovisor interior del vehículo, se asombra de la cantidad de gemelos que viven
en la ciudad y escucha sus anodinas
conversaciones, desde la de una pareja de anarquistas a trabajadores que hablan
de sus ligues femeninos, un material que convierte luego en poemas.
Paterson es una
película sobre el vampiro que todo autor, en este caso poeta, lleva dentro, que
se nutre de lo que le rodea, de lo que ve, escucha y experimenta, ese magma que
fagocita y expulsa luego en forma de creación literaria. Una nueva rareza del
director de Mistery Train que, como
todas sus películas, fascina sin entusiasmar, porque Jim Jarmusch rehúye ese tipo de adhesiones entusiastas,
precisamente.
Miraba a
Leticia y me asaltaban una cascada de pensamientos
lúbricos en
los que ella, inevitablemente, aparecía
semidesnuda,
con los cabellos cubriendo parte de sus encantos
—fruto de
una pudibunda autocensura—, para terminar
desnuda ya,
sin tapujos, sonriéndome, invitándome a mirarla.
Trataba de
imaginar su cuerpo por la visión parcial que tenía
de sus
piernas, hombros o el perfil de sus senos delatándose
bajo el
vestido, imaginaba en mi calenturiento cerebro una
Venus
desbocada que movía su desnudez con elegancia y
era insensible al terremoto que
causaba a su alrededor.
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