CINE / SPARROW, DE RÚNAR RÚNARSON
SPARROW
Rúnar
Rúnarsson
Pequeños
países, cinematográficamente hablando, como Islandia llevan ya tiempo deparando
muy gratas sorpresas como la muy reciente Corazón
gigante de Dagur Kári o esa
pequeña joya anterior De caballos y
hombres de Benedikt Erlingsson .
La Concha de Oro del penúltimo festival de San Sebastián se la llevó Sparrow y por una vez acerté en mi
predicción sin sentar por ello un precedente. Está película notable viene de
Islandia, tierra de fumarolas, volcanes y paisajes agrestes, y es una
coproducción con Dinamarca y Croacia. Somos telúricos, de la tierra salimos y a
ella volvemos, podría decirse tras verla.
Sparrow
es un drama sórdido e intenso que gira alrededor del adolescente de 16 años,
Ari (Atli Oskar Fjalarsson),
brillante cantante del coro de su colegio de Reyjkjavik, devuelto a su padre
por su madre cuando ésta emprende una nueva relación y quiere viajar por África:
la madre que se saca al hijo porque le estorba. Gunnar (Ingvar Eggert Sigurdsson), su padre, vive en un confín de Islandia,
en una población dispersa junto a los fiordos del norte, y trabaja en una
fábrica de pescado. Padre e hijo hacen seis años que no se ven, con lo que son
casi unos desconocidos el uno para el otro. Padre es un fracasado que ahoga en
mares de alcohol su frustración con sus amigotes, en unas fiestas que no tienen
fin. Los únicos anclajes emocionales del joven recién llegado son su amantísima
abuela; una amiga de la infancia a quien reencuentra, pero anda liada con un
novio posesivo y violento; y un anciano compañero de trabajo en la fábrica de
pescado con el que hace migas. Pero la situación de ese joven se hace
insostenible a medida que pasan los meses y no se adapta a su nuevo entorno, y
no nos extraña por lo desangelado y gélido.
Rúnar Rúnarsson,
el director, retrata un ambiente desolador en donde la única salida es el
alcohol y borda todas las secuencias con una caligrafía impecable manteniendo
el mismo tono y ayudado por una fotografía grisácea que va calando en el ánimo
del espectador. Ejemplares las secuencias de la iniciación al sexo del
protagonista por parte de una madura amiga del padre (el director opta por el
primer plano del rostro del joven Ari mientras su amante se difumina en un
espejo); la de la conversación telefónica a gritos con su madre, reclamando
volver a Reykjavik; y esa fiesta con drogas, que promete ser feliz, pero se
convierte en una pesadilla para su inmovilizado observador de los
acontecimientos que no puede hacer nada para evitarlos.
Rúnar Rúnarsson
filma su drama familiar con una fotografía fría y cortante que recoge la dureza
del paisaje islandés, con su cielo grisáceo como techo, y encuentra unos
actores extraordinarios. Crónica sobre el fracaso, que es contagioso. De padre
perdedor, hijo igual. Pero subyace en el film una enorme ternura en la relación
de esos dos seres unidos por los vínculos de la sangre, solitarios y huérfanos
emocionales que se necesitan. Ari busca ese brazo de su padre, inconsciente
tras uno de sus habituales comas etílicos, y con él su afecto. Una esperanza
ante tantísima desolación y frustración.
Hiru es un pequeño pueblo del valle de Arán próximo a Francia. Marcos, un forastero que viene del País Vasco, aterriza en él huyendo de su pasado turbio cuando ETA declara su alto el fuego unilateral e irreversible. Un día, en el bar del pueblo, que es su centro social, Marcos reconoce la voz del teniente de la guardia civil Antonio Muñiz, jefe del puesto, y vuelven a su cabeza dolorosos recuerdos del pasado. En esa pequeña localidad rural empieza una escalada de tensión entre sus pobladores. El odio, la desconfianza y el deseo de venganza afloran. Las rencillas solapadas dinamitan la aparente paz de ese enclave idílico y todos se preguntan quién es el forastero y qué ha venido a hacer a su población. Cazadores en la nieve es una novela negra ambientada en el ámbito rural que tiene como trasfondo el terrorismo, la lucha antiterrorista y sus abusos.
Nace el primer festival de novela negra del Valle de Arán
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