CINE / DAVID LYNCH, EL HOMBRE DE MARTE
DAVID LYNCH, EL HOMBRE DE MARTE
Entre pintura y cine parece haber un vínculo
indestructible ya que ambas disciplinas tienen como centro la imagen. En
algunos pintores flamencos se pueden percibir esbozos de técnicas
cinematográficas, estructuras secuenciales. En Brueghel, en El Bosco,
en cuyos cuadros hay narración visual. Bigas
Luna, sin ir más lejos, viró del diseño al cine y de éste a la pintura y al
videoarte. Salvador Dalí siempre
anduvo coqueteando con el Séptimo Arte (Recuerda
de Alfred Hitchcock) y en
negociaciones con Walt Disney de
cuya relación brotó un cortometraje surrealista que jamás se exhibió
comercialmente. Steve McQueen, el
realizador de Doce años de esclavitud,
incursionó en el cine tras la escultura
y el videoarte. ¿Y si Francis Bacon,
por poner un ejemplo, hubiera virado de la pintura al cine? ¿Sería como David Lynch con quien comparte fantasmagorías, pesadillas y
alucinaciones ópticas?
Cine Verdi de Barcelona. 17 de marzo de 1997. Voy a
ver Carretera perdida. La película me
crea un desasosiego y capto en la sala que no soy el único afectado. El poder
de las imágenes hipnóticas de David
Lynch, subrayadas por la música de Angelo
Badalamenti, me noquea. Siento vértigo con esa cámara subjetiva que me
arrastra hacia una esquina y pavor por lo que pueda encontrarme al doblarla.
Hay en la sala, se nota, una psicosis colectiva. Cuando se enciende la luz, los
espectadores nos levantamos desorientados y somos durante unos largos minutos
incapaces de encontrar la salida del cine. Lynch
ha entrado en la cabeza de los espectadores como una carcoma. Su cine es
infectivo. El artista no deja indiferente a nadie y es tan personal a lo largo
de su carrera cinematográfica que Una
historia verdadera, su único film convencional, se convierte en una pieza
exótica dentro de su filmografía.
Llega a las pantallas David Lynch, el arte vivo, un interesante documental sobre uno de
los creadores cinematográficos más singulares de nuestros tiempos, el
guadiánico director de cine que parece desaparecido desde su batacazo de Inland Empire, un laberinto del que no
supo huir, un callejón sin salida que le dejó sin respiración y noqueado, y,
desde ese impasse, mudo cinematográficamente hablando, aunque amenaza con
volver con nuevos capítulos (¿se puede decir más?) de Twen Peaks, una de las más controvertidas e hipnóticas series de
culto de la historia de la televisión.
David Lynch, el
arte vivo, un sobrio documental dirigido por Rick Barnes, Jon Nguyen
y Olivia Neergaard-Holm, nos
presenta a un septuagenario director de cine alejado de todos los oropeles de
la fama, ligeramente desaliñado, con su eterno tupé rebelde y aire de James Stewart marciano, acompañado de
su nieta de muy corta edad mientras habla a cámara con voz engolada y actitud
de estar de vuelta de todo, deconstruyéndose después de estar una vida
construyéndose. Un David Lynch muy
intimista y desnudo, que, mientras esboza algunas pinturas ante la cámara en su
destartalado estudio en una de las colinas de Hollywood, habla de su relación
con el arte pictórico, fundamental para entender el onirismo y surrealismo de
su producción cinematográfica porque en algunos de sus cuadros está ese mundo
inquietante que luego supo plasmar en imágenes en Mullholland Drive o Carretera
perdida, y rememora sus años de infancia y juventud, felices (rompe el
tópico del artista atormentado), en el seno de una familia tradicional
americana de clase media con una madre protectora y un padre al que admiraba. Entre
el humo de los cigarrillos e imágenes en blanco y negro de un David Lynch
absolutamente tradicional, aflora algún recuerdo morboso: esa mujer desnuda y
de cuerpo pálido, iluminado por la luna, que vio salir de una casa vecina (Isabella Rossellini en Blue Velvet). David Lynch crea monstruos en sus cuadros que
salen de sus manos sucias de material plástico mientras humea el cigarrillo: fascinación
por la deformidad que lleva a sus últimas consecuencias en El hombre elefante.
Lynch, cigarrillo en
la boca, que enciende cuando se le apaga o sustituye por otro cuando lo
consume, crea ante el espectador universos pictóricos inquietantes, texturas
manuales que son engrudos sobre superficies, y se reafirma más como pintor que
como realizador, quizás porque en ese campo de la expresión artística se sienta
mucho más libre, está solo, un tiene que lidiar con un equipo complejo, no ha
de recuperar la inversión en taquilla. La niña juega entre las piernas de su
abuelo y aparecen imágenes de juventud de su esposa, de la primera, de la que
le acompañó en ese tránsito artístico. El espectador asiste a ese proceso
mediante el cual el David Lynch
pintor se convierte en director experimental con un film amateur, e inédito, y
como luego entra en el American Film Institute de Los Ángeles y allí rueda su
primera película que se exhibirá con cierto éxito y lo va a catapultar a un
novedoso universo creativo, Cabeza
borradora, con la que inicia su singular carrera cinematográfica, un
ejemplo de surrealismo kafkiano filmado en impecable blanco y negro con actores
desconocidos. David Lynch encuentra
en la imagen en movimiento una nueva fuente de inspiración, toma ese camino, e
incursiona en el Séptimo Arte imponiendo reglas de libertad absoluta. Y hay
locos que financian sus películas.
David Lynch, el
arte vivo es un documental interesante pero que se queda corto y algo cojo al
circunscribirse a la etapa pictórica del realizador y no incidir más en la
cinematográfica por la que el James
Stewart de Marte es mundialmente reconocido. Un documento necesario para
todo aquel estudioso de la obra cinematográfica de uno de los más singulares
directores norteamericanos, tan irregular y genial, y también tan
incomprendido, como lo fuera Orson
Welles en su tiempo. El director de Ciudadano
Kane murió en el ostracismo, en España, y reposa en un cortijo andaluz. David Lynch pinta, fuma y hace de
abuelo; no sabemos si tiene algo que decir o va a permanecer mudo. Outsiders inclasificables que no tienen
cabida en la industria cinematográfica USA, ni en el mundo.
Aribert Ferdinand Heim, conocido como el Carnicero
de Mauthausen o Doctor Muerte, fue uno de los mayores criminales de guerra
nazis, que, como su colega el doctor Mengele, burló la acción de la justicia.
Joachim Schoöck, un policía de Stuttgart, dedica casi toda su vida a seguir el
rastro de ese lobo solitario, implacable y de una crueldad extrema (la obsesión
de Heim era establecer los límites del dolor físico) que dejó falsas pistas por
medio mundo, murió muchas veces, y renació otras tantas, y tuvo una infinidad
de identidades ayudado por los miembros de Odessa.
Comentarios