CINE / PARADISE, DE ANDREI KONCHALOVSKY
PARADISE
Andrei Konchalovsky
Si el cine
es un arte, Arte con mayúsculas, lo debemos a películas como Paradise y a tipos como Andrei Konchalovsky (Moscú, 1937) que ha perdido la industria
norteamericana, en la que el director ruso languidecía sin rumbo, y ha ganado
el Séptimo Arte. El director del díptico
Siberiada (1997) huyó de
Estados Unidos, en donde estaba condenado a hacer películas como Tango y Cash (1989) o superproducciones
como La Odisea (1997) como recompensa
a la extraordinaria El tren del infierno
(1985), y recobra su sensibilidad cinematográfica en la Rusia que abandonó hace
décadas y a la que ha vuelto para alegría de cinéfilos. Ulises regresa a su
Ítaca.
A través de
tres personajes, y a sus entrevistas post mortem (con Dios o con el director
del film, que vienen a ser lo mismo, en un simulacro teatral de Juicio Final),
un policía colaboracionista del régimen de Vichy, Zhyul (Philippe Duquesne); una aristocrática y sofisticada condesa rusa
que intenta salvar a dos niños judíos del Holocausto, Olga (Julia Visotskaya); y un joven oficial
de las SS encargado de desbrozar la corrupción en los campos de exterminio por
orden directa de Himmler, Helmut (Christian
Crauss), Andrei Konchalovsky, en sobrio blanco y negro,
pantalla cuadrada y tres idiomas (francés, ruso y alemán), nos ofrece un fresco
de la historia reciente de Europa, de ese horror llamado nazismo que convirtió
el Viejo Continente en el Infierno de Dante.
Eficaz en
sus detalles atroces (una interna agoniza y sus compañeras de encierro y desgracia
se abalanzan sobre ella, no para auxiliarla sino para robarle las botas; el
eficaz jefe del campo de exterminio adiestra a una kapo cómo se debe patear a
una persona); inspirada y genial (los flash backs en la villa italiana,
luminosos en la oscuridad del campo de exterminio, son un contrapunto
nostálgico y doloroso de como la belleza puede virar por el capricho de la
historia hacia el horror en un instante; la conversación entre el jefe del
campo de exterminio y el oficial de las SS en la que el primero le dice que
para construir el paraíso alemán él ha creado el infierno), la película de Andrei Konchalovsky traspasa el alma de esos tres personajes cuyas breves
vidas truncadas por la violencia se entrelazan en la vorágine de la locura
humana. El inspector de policía francés se lamenta de no haber tenido ocasión
de acostarse con la condesa rusa a la que ha detenido y se ofrece a él para
esquivar el dolor insoportable de la tortura; el oficial de las SS reconoce en
la nuca de la condesa rusa, una de las prisioneras del matadero que fiscaliza,
a una fugaz amante en una villa italiana durante una jornada de estío cercano
que no respondió luego nunca a sus cartas, y se humaniza, en un instante, en su
afán por salvarla de la carnicería de la solución final de cuyo engranaje él
forma parte; la condesa rusa se convierte, a su pesar, en heroína con su
sacrificio que escapa a su propia razón, a la lógica de la supervivencia.
Obra maestra
absoluta, en fondo y forma, esta película sobre la culpa y la redención, que ya
obtuvo el León de Plata en el último festival de Venecia, es una pieza
imprescindible en la filmografía irregular (Los
amantes de María, Tiempo de amar, Una extraña amistad, El león en invierno…)
del realizador ruso, puede que su mejor película junto a Siberiada y El tren del
infierno. Discurso poliédrico el Andrei
Konchalovsky sobre la ética y las
raíces del mal, sobre las justificaciones humanas para no cuestionar la
moralidad de las acciones, con esos oficiales nazis cultos y aristócratas que
hablan de Antón Chejov y se conmueven de que su amante haya sido gaseada en ese
campo mientras el ruido de fondo es el de esos trenes que llegan sin pausa con
su carga humana a procesar.
Estados
Unidos ha perdido un director de cine y Rusia ha recuperado un artista.
EL RASTRO DEL LOBO (Ediciones Traspìés, 2017)
Aribert Ferdinand Heim, conocido como el Carnicero
de Mauthausen o Doctor Muerte, fue uno de los mayores criminales de guerra
nazis, que, como su colega el doctor Mengele, burló la acción de la justicia.
Joachim Schoöck, un policía de Stuttgart, dedica casi toda su vida a seguir el
rastro de ese lobo solitario, implacable y de una crueldad extrema (la obsesión
de Heim era establecer los límites del dolor físico) que dejó falsas pistas por
medio mundo, murió muchas veces, y renació otras tantas, y tuvo una infinidad
de identidades ayudado por los miembros de Odessa.
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