SOCIEDAD / EL SOMBRERO DEL BATO JAVIER VALDEZ
EL SOMBRERO DEL BATO JAVIER VALDEZ
Querido Javier, bato. Te
asesinaron los cobardes, los que siempre quisieron silenciarte en ese bello y
querido México que conozco un poco y al que ya no me atrevo a volver y menos
ahora que tú ya no estás en él. Ese México excesivo de Juan Rulfo, el que huele
a mezcal bajo el volcán de Malcom Lowry, el del Indio Emilio Fernández que
acababa a tiros los rodajes, el que
retrataba Buñuel, el desajustado por hirientes brechas sociales que arrancan de
tiempos de Hernán Cortés, que lleva siglos rindiendo culto a la muerte y en
ello sigue con sus muertitos, un diminutivo curioso que quiere quitar
dramatismo a ese acto de morirse o que lo maten a uno.
La noticia de tu muerte me llegó
a media tarde por Meli Suárez y Jose Cabolugo, nuestros buenos amigos de Gijón
que son como nuestros hermanos, cuya casa sabemos que es la nuestra. No te vi
muerto en ese momento sino vivo, sonriente, afable y cercano, compartiendo
sidras con nuestros amigos de Gijón, hace algunos años. Bebías sidra como los
buenos asturianos, cogiste bien el rito de ir pasando el vaso y apurar de un
solo trago su contenido. Alababas la tortilla de patata, esos pinchos
excelentes que nos iban dando en el Puente Romano, para que ese vino de
manzanas no nos jodiera el estómago. Hablamos de literatura, de comida
mexicana, de la maldición de Moctezuma, del México que yo vi y el que tú
vivías, ese país que lleva sangrando desde hace tantos años y no hay manera que
deje de hacerlo y taponar sus heridas. Eras un héroe, Javier, aunque, como los
de verdad, no alardearas de ello. Te sentías obligado a denunciar porque no
debías callar lo que veías pasar a tu alrededor, pero en Gijón, en esa Semana
Negra, estabas tranquilo, no tenías que girarte en la silla, ni sentarte de
cara a la puerta de entrada, no estabas en la peligrosa Sinaloa en la que has
vivido y muerto.
México, Javier, se está
convirtiendo en una fosa común para periodistas y tú eres el último arrojado a
ella, y temo por los que quedan allá y siguen tu senda, denunciando la
violencia, la corrupción, la policía inepta y cómplice con el delito, los
políticos delincuentes en connivencia con los carteles. México, después de
Siria, es el país que más vidas de periodistas se cobra. Ejercer de periodista
en México es como ir al campo de batalla desarmado.
Seguro, aunque nunca lo dijiste,
que tú ya habías imaginado que este, el que has encontrado hoy, podía ser tu
fin, que unos sicarios pondrían fin a tu vida para silenciarte, que un día u
otro te ibas a encontrar con ellos, tú, que eras su látigo, tú que no te
mordías la lengua, que escribías artículos y relatos sobre ese carcinoma que
corroe México hasta las entrañas y se cobra la vida de los valientes. Putos
delincuentes y putos policías tan malos como los delincuentes que torturan y
asesinan con total impunidad en un México que lleva una eternidad siendo un
estado fallido que no garantiza la vida de sus ciudadanos. No sabemos quién fue
el miserable que pagó a esos pistoleros, bato, quién encargó esas balas que te
callaron y te dejaron tendido en el asfalto, en ese final desolador de novela
negra de perdedores.
Nos vimos poco, por el océano
que separaba, pero manteníamos una cariñosa correspondencia durante años y
estábamos, en la distancia, pendientes el uno del otro. Te quise para la
antología de Relatos de La Orilla Negra, porque tu voz era imprescindible para
ese volumen entre los autores mexicanos, al lado de Fritz Glockner y Augusto
Cruz, y me hiciste llegar Todos muertos
que culmina ese volumen de autores de uno y otro lado del Atlántico.
“Maravilloso, bato. Qué chingón que hayamos logrado este parto colectivo y
gracias, sobre todo, a ti. Te abrazo con mucha fuerza. Gracias de nuevo por
todo, bato querido”. Abrazabas con las palabras, eras así, te escuchaba
leyéndote ese mensaje, tu voz suave. Hace poco, y te lo dije y te alegró la
nueva, compré en librería Malpaso de Barcelona tu libro Malayerba, yo que también tengo un Mala hierba recientemente publicado, y aquí lo tengo, a mano,
aunque ahora no me atreva a leerlo, tendrás que disculparme, darme tiempo,
bato. Le dijiste a Sanjuana Martínez, otra valiente del periodismo, una
batalladora como tú que no se muerde la lengua, que sentías la mira del arma
sobre tu cabeza, y no te equivocaste, bato, porque vivías permanentemente con
la muerte al lado, sabías que era cuestión de tiempo que se cumpliera la
sentencia que habían dictado por ser valiente y las calles de Culiacán eran tu
corredor de la muerte.
Miro tu Facebook. Estabas activo
hace cuatro horas. Terrible borrar tu mail, tu teléfono, tus señas, todo. En
2013, cuando publiqué una novela, me dijiste: “Pinche amigo y cómplice. Cuánta
nostalgia más que tiempo, bato. Muchas gracias por tus letras y las bengalas. Y
claro, voy a leer tu libro y a disfrutarlo. Las cosas acá van muy mal, debes
saberlo; impunidad, violencia, falta de espacios y presupuesto para la cultura,
represión, desapariciones, gobiernos corruptos. Y ya no le sigo. Es la vida
imposible y en esas condiciones hay que hacer periodismo y pelear con las
teclas. Gracias por todo, pinche José Luis. Te mando un abrazo grande. J”.
Yo sabía de ti por Meli y Jose,
que están tan desolados este día como lo estoy yo, sin creerlo todavía, mirando
una y otra vez esa foto tuya en la que estás tendido sobre el asfalto, con el
sombrero de ala ancha puesto, con ese sombrero que ni la muerte ha podido
arrebatarte de tu cabeza, querido bato, y que te acompañará allá adonde vayas.
“El
noir real es tan poco divertido…”, me
ha dicho mi amigo Manuel García de Granada al saber de tu asesinato. “El fin
del mundo tiene lugar a cada momento, a cada segundo, a cada instante. Cuando
uno se muere el universo entero se extingue con él” dice un micro genial y
lúcido del escritor Carlos Manzano. Nos dejas un destello de luz, bato. Te
vamos a recordar siempre. Vas a estar siempre vivo entre nosotros hasta que nos
alcance también el fin del mundo.
*Javier Valdez Cárdenas,
periodista mexicano, fue asesinado en Culiacán, Sinaloa, el 16/05/2017.
Aribert Ferdinand Heim, conocido como el Carnicero
de Mauthausen o Doctor Muerte, fue uno de los mayores criminales de guerra
nazis, que, como su colega el doctor Mengele, burló la acción de la justicia.
Joachim Schoöck, un policía de Stuttgart, dedica casi toda su vida a seguir el
rastro de ese lobo solitario, implacable y de una crueldad extrema (la obsesión
de Heim era establecer los límites del dolor físico) que dejó falsas pistas por
medio mundo, murió muchas veces, y renació otras tantas, y tuvo una infinidad
de identidades ayudado por los miembros de Odessa.
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