CINE / 65 FESTIVAL DE CINE DE SAN SEBASTIÁN
65 Festival
de Cine de San Sebastián.
Segunda jornada.
No es bueno empezar sin café, pero este cronista no tuvo
tiempo ni de tomarlo para llegar a las 9 en punto al teatro Victoria Eugenia,
ni siquiera después: cosas del metraje de esa primera sesión. Sin café abordar
el largo día que me espera será duro. Mañana me llevo un termo. Pena no ser
argentino para hincharme a mates.
La rumana Pororoca
(el término se refiere a un tipo de oleaje creciente que se produce en la
desembocadura de algunos ríos) de Constantín
Popesco debería ser una firme candidata a la Concha de Oro desde la modesta
opinión de este crítico. El realizador rumano hace una película sin concesiones
al espectador. Un joven matrimonio con dos hijos pequeños tienen una plácida existencia
hasta que su hija María desaparece jugando en un parque ante los ojos de su
padre. Con minuciosidad, filmando a veces en tiempo real (la secuencia del
parque) y un tempo deliberadamente lento y con cámara inquieta que guarda
cierta fidelidad a los principios de Lars
Von Trier como en planos absolutamente estáticos (recurso que utiliza Michael Haneke), el director rumano nos
sumerge en el infierno progresivo en que se convierte la vida de ese padre
(aflora el reproche de su cónyuge, aunque no de inmediato: Devuélveme a mi hija, tú la perdiste) que termina literalmente
enloqueciendo (como Travis de Taxi Driver
se rapa la cabeza) en su anhelo de encontrar a su hija perdida. Película muy
medida toda ella que explota, al final, como su propio protagonista en una
escena catártica y ultraviolenta propia de Gaspar
Noé. Y dale con el franco/argentino responsable de Irreversible, pero hay un cráneo que resulta machacado a conciencia.
Como suceden al final las escenas de brutalidad cinematográfica, los sensibles
a la violencia explícita no pudieron abandonar el Victoria Eugenia. El cine
rumano, como el flamenco, se está convirtiendo en un referente de calidad
indiscutible.
Buena aportación norteamericana a la sección oficial por
parte del cineasta independiente Martt
Porterfield. Y sigo sin tener tiempo para meterme un café en la vena porque
el cine Trueba, en donde la proyectan, dista una enormidad del teatro Victoria
Eugenia y, acostumbrado a la cuadrícula de Barcelona, me hago un lío en
Donostia con sus calles no paralelas. Sollers
Point es cine social alrededor de un joven inadaptado, temática muy querida
por el cine estadounidense desde Rebeldes
sin causa. Keith, un muchacho que ha pasado una temporada en el correccional
y lleva en el tobillo la pulsera electrónica porque está en libertad
condicional, no consigue reinsertarse en su barrio: con su padre no se comunica
y las malas compañías le tientan para que siga la senda torcida. Además su
antigua novia no quiere saber nada de él y ha perdido a su perro. Sobrevivir en
esas condiciones se le hace cuesta arriba. Film dinámico, lleno de brío y ritmo
que cuenta con buenas interpretaciones como la del jovencísimo protagonista McCaul Lombardi, una especie de Kevin
Bacon adolescente.
Mientras corro desde los cines Trueba al Principal, sin
poderme tomar un triste café (esto me recuerda cada vez más a los maratonianos
week end al otro lado de los Pirineos para ver el cine que no llegaba con el
franquismo del que no hemos salido) ni comer un pastel vasco, me doy cuenta que
ayer ya llovió todo lo que tenía que llover y hoy luce el sol. Pero poco sol
tomo yo, el mismo que los cientos de acreditados que cruzan en uno y otro
sentido el Urumea, van comiendo mientras andan y procuran ver el máximo de
películas.
En el Principal, a una hora infame en que debería estar
comiendo una merluza a la vasca en el restaurante Okendo, a las 14 horas, me
espera mi primera película china que concurre al premio Nuevos Directores. From Where We`ve Fallen es el debut en
la realización cinematográfica del escritor chino Wang Feifei. Claro ejemplo de que complejidad narrativa es mera
incapacidad de contar una historia muchas veces. Vidas cruzadas caótica a la china. Una historia de amor, un negocio
de pulir piedras hasta transformarlas en cristales, un suicidio, unos peces que
agonizan en el suelo, una isla con fuerte marea y lo que quiera ir metiendo en
la lata cinematográfica su director. La naturaleza es sabia y me dispone una
película flojita para echar un sueño reparador.
Seguimos con películas para dar cabezadas aunque Wonderstruck lleve la firma de un
director de culto (cola larguísima para acceder al Principal), la de Todd Haynes, y cuente entre sus
actrices a Julianne Moore y Michelle Williams. Así es que esta va a
ser la primera película con la protagonista de Las horas que voy a detestar. Para mí fue un insoportable cuento
infantil con museos y niños mudos que
buscan a sus mamás en Nueva York en dos épocas (sí, hay cine en blanco y negro
silente e impostado). Con ramalazos del peor Steven Spielberg, el que se vuelve ñoño en cuanto encuadra a un
chaval, y absolutamente aburrida, Wonderstruck
fue muy aplaudida por los respetables acreditados y me fue muy útil para hacer
una cura de sueño rápida. Lo mejor, lo único, la soberbia ambientación del New
York de los setenta y la banda sonora de la época con doble o triple homenaje a
Eumir Deodato y su versión pop de Así hablaba Zaratustra. Después de la
proyección, tortilla patata y caña. A nivel gastronómico mi semana es un desastre.
Del cine de niños de Todd
Haynes al de adolescentes de Marrowbone
de Sergio S. Sánchez con el sello
Inconfundible de José Antonio Bayona,
producida por Amazon (glups), hablada
en inglés e interpretada por actores norteamericanos, o sea, un producto
especialmente manufacturado para el cine de palomitas que uno se pregunta qué
hace en la Sección Oficial de un festival. Ambientación victoriana, sustos a
gogó y casa con fantasmas con todos los golpes previsibles del subgénero y
guiño final a Los otros. La película
entretiene, provoca abundantes risas en las secuencias de miedo y tiene, hay
que decirlo, impecable factura.
No veo ni a Mónica
Bellucci ni a Arnold Schwarzenegger
por ningún lado. Tampoco a Joseph Losey
del que se proyecta una retrospectiva que demuestra que hay muertos que siguen
vivos. Así es que me siento ya de noche en la terraza de Oiartzun a comerme dos
pasteles vascos pequeños y tomarme un café con leche que me mantenga despierto
por la noche.
La última de la noche es española, concurre también a la
Sección Oficial y lleva por título Morir.
Y por tema. Al final de las vacaciones
de una joven pareja él le dice a ella que tiene un cáncer terminal. Morir no es
nada fácil. A nadie se le enseña. Es algo muy privado que cada uno gestiona a
su manera. El protagonista de Morir decide
hacerlo en la intimidad, ocultándoselo a los suyos y con la única ayuda de su
novia a la que el asunto, además de doloroso, se le hace muy grande. La
película de Fernando Franco está
inspirada en una novela homónima del escritor austriaco Arthur Schnitzler, uno de mis escritores de cabecera. El film es
moroso, por no decir que algo aburrido, y queda perjudicado por la incapacidad
del realizador de crear personajes, de los que apenas sabemos que uno se muere
y el otro le ayuda a morir, y una interpretación átona de Andrés Gertrúdix y Marian Álvarez.
Nadie murió mejor en el cine que John
Malkowicz en El cielo protector.
Mañana más y espero tener un hueco para sentarme a comer. No
sólo de cine vive el hombre, aunque yo lo parezca.
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