SOCIEDAD / DÉJÀ VU
Déjà vu
Hace
46 años yo era un delincuente. Un delincuente para el franquismo, claro, que
era un régimen, en su esencia, delincuente, liberticida y asesino aupado al
poder mediante un golpe de estado cruento que dejó un millón de muertos, miles
de represaliados y un dolor en las heridas que, pasados los años, no han
cauterizado porque no se ha reparado debidamente a los vencidos, que no
convencidos, por la asonada fascista. Pues eso, hace 46 años yo era un
delincuente que andaba por la universidad colgando carteles, repartiendo
octavillas, pintando eslóganes en las paredes y enfrentándome con mis
depauperados medios, como miles de jóvenes estudiantes y avezados obreros
forjados en la lucha sindical, a las fuerzas represoras de entonces, Policía Nacional
(los llamados grises) y Guardia Civil
ayudados por la siniestra BIPS, la Brigada de Investigación Político Social,
una especie de Gestapo del franquismo. Muchos de mis compañeros de barricada de
entonces dieron con sus huesos en la cárcel, fueron torturados o sencillamente
desaparecieron, conviene recordarlo; otros fueron condenados a muerte en
procesos sin garantías cuyas sentencias estaban predeterminadas. Ir a las
manifestaciones en los oscuros tiempos del franquismo era un ejercicio de alto riesgo.
En esos tiempos en riguroso blanco y negro más de tres personas era una reunión
clandestina (el mantra Disuélvanse
aún resuena en mis tímpanos), las películas se cortaban o no llegaban, había un
índice de libros prohibidos, la prensa estaba amordazada y la discusión
política no existía.
En
estos momentos confusos y convulsos, que se acentúan muy peligrosamente con lo
que se denomina la cuestión catalana (no voy a entrar en si el procés se ha llevado correctamente, que
no, que para subirse a un ring de boxeo se tiene que entrenar antes o el
contrario te hará besar la lona un centenar de veces, y eso es lo que está
pasando), estoy en plena regresión al pasado (si vuelvo a mi adolescencia habrá
valido la pena). Ver a los cuerpos de seguridad del estado registrando
imprentas, diarios, incautándose de pancartas y planchas, impidiendo que
ciudadanos se expresen libremente por la calle y que voten (aunque yo, como la
mayor parte de los catalanes, neguemos validez a ese referéndum), me retrotrae
al franquismo, sin lugar a dudas, a la época más oscura de la moderna historia
de mi país.
La
ceguera de ese partido neofranquista y corrupto que nos gobierna y sigue, a
pesar de todos los procesos penales en los que están envueltos sus dirigentes,
cosechando votos, nos ha llevado en Catalunya a este punto de no retorno en el
que una parte muy importante de sus habitantes, puede que la mitad (y por eso
será necesario que se haga un referéndum en condiciones para saberlo) no quiere
saber nada de España, ya ha desconectado emocionalmente de ella y no van a
volver. Y eso, neofranquistas, no se soluciona llamando a declarar a
setecientos alcaldes (si los detienen se acaba el mantra de los presos políticos
venezolanos y en Venezuela Nicolás Maduro hablará de los presos políticos
catalanes de Mariano Rajoy) ni
enviando a las fuerzas del orden a reprimir las libertades.
La
izquierda de este país (y me refiero a Podemos y a ese PSOE liderado por el
renacido Pedro Sánchez que aún no ha
purgado a su extrema derecha dispuesta a apuñalarle de nuevo por la espalda) no
puede cerrar filas con lo que está perpetrando el PP, no puede ni debe dejarse
abrazar por ese oso esencialmente antidemocrático y corrupto que mancha todo lo
que toca e intenta subvertir las instituciones del estado poniéndolas a su
servicio. Es preciso que las fuerzas progresistas españolas se mantengan en una
equidistancia crítica. El procés
catalán, organizado con una torpeza que uno no sabe si es deliberada por sus
actores (Junts pel sí y la CUP), es la pantalla de humo para que pase desapercibido
el próximo procesamiento de Alberto Ruiz
Gallardón (sí, un nuevo presidente del PP que seguramente se sentará en el
banquillo por depredador económico) y lo
que es infinitamente más grave, la pérdida confirmada de 46.000 millones de
euros nuestros, míos y de usted, que se destinaron a salvar negocios privados.
Lo medular, el saqueo sistemático de España, que queda tapado con ese flamear
de banderas.
Despertemos,
por favor.
La peripecia vital de un depredador sanguinario, la del Doctor Aribert Ferdinand Heim, el Doctor Muerte del campo de concentración de Mauthausen, contada en un thriller que atrapa desde la página 1. El rastro del lobo (Traspiés Ediciones, 2017)
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