LITERATURA / EL CRIADERO, DE GUSTAVO E. ABREVAYA
EL criadero
Gustavo E. Abrevaya
Hay
formas de atrapar al lector. El argentino Gustavo
E. Abrevaya, psiquiatra en ejercicio, maestro de tramas, personajes y atmósferas,
se las sabe todas. Pero El criadero,
nombre siniestro por lo que el lector irá descubriendo a medida que devore las
páginas de esta novela adictiva publicada en Argentina por Revólver, tras ser
premiada con el José Boris Spivacow, y publicada en España por Ediciones P.G. (mis felicitaciones por tan buen ojo), no tiene trampa ni cartón, nos mete de un zarpazo, desde el segundo cero,
en la pesadilla de Los Huemules, el escenario. En este pueblo están todos locos, a la noche matan a la gente y al día
siguiente salen a trabajar.
Imaginemos
un pueblo perdido en el desierto, la nada, que se llama Los Huemules, en
referencia a unos míticos ciervos. Se
incorporó, abrió la puerta, caminó hasta que la luz amarilla lo tomó y,
entonces, justo enfrente suyo, vio un
huemul. El animal pastaba junto a un árbol, gritaba un poco, se detenía, alzaba su cabeza y Álvaro notaba por las
astas que era joven y no creía lo que veía, el huemul giraba hacia él, su hocico se abría, venteaba a Álvaro y volvía a pastar. Cérvidos que fueron exterminados por los
cazadores (que siguen cazando otras criaturas) de ese pueblo que no aparece en
ningún mapa, cuyos habitantes viven de acuerdo a sus propias leyes primitivas,
bajo la égida de un sacerdote fanático, el Padre Dupree, el cacique. A ese
pueblo, las casas (porque no parece ni urbanizado, como muestra la excelente
portada de la novela), va a parar, por una avería fortuita de su cupé Chevy
(también en la portada), Álvaro, un obseso del cine que todo lo filma con su
cámara. Elizabeth, Í give you Eternal life-recitó
Álvaro mostrando sus incisivos. Y era
Gary Oldman, qué duda podía caber. (Gustavo
E. Abrevaya ha visto mucho cine y se nota porque su narrativa remite
automáticamente a imágenes), y su novia Alicia. Álvaro se detuvo mirándola caminar. Desde atrás veía el ángulo de ella
que más amaba, montado sobre dos piernas que generaba y en las bases los pies
sufriendo como los apóstoles el rigor del desierto. Alicia de espaldas era su
perdición. La pareja se aloja en un motel tan siniestro como el de Norman
Bates. Entrando a la habitación nada
resultaba demasiado novedoso, salvo la idea misma de un albergue transitorio en
el desierto, detrás de un basural habitado por gaviotas, a la entrada de un
pueblo que por ser las siete parecía demasiado vacío. Y Alicia, una noche,
mientras Álvaro duerme, después de una sesión de sexo satisfactorio, que
incluso gravan con la cámara, desaparece sin dejar rastro porque quizá vio lo
que no debía ver.
Si
hubiera que buscar un adjetivo, uno solo, para El criadero, yo elegiría siniestro. Los Huemules y su criadero, el
cotolengo que regenta Sor Aurora, no es un
buen lugar para perderse. Este
pueblo parece estar maldito, nace gente malformada. No sé si eso tenga una
explicación, parece una revancha del destino, cuantos más mataron más nacieron.
Página a página, el autor va lanzando sutiles sondas al lector que lo preparan
para un ritual que tiene lugar cuando se pone el sol en Los Huemules. La maldición eran los débiles mentales,
los mestizos, gente que nacía de uniones prohibidas. Padres conviviendo con sus
hijas, eso es lo que más se ve, también hay muchos casos de hermanos entre
sí, hubo casos en que una madre quedaba
embarazada de su propio hijo, a veces no se podía saber de qué hijo se trataba.
Adereza
la trama el autor argentino con zarpazos siniestros de humor negro y salvaje en,
por ejemplo, la conversación entre Álvaro y el eviscerador, que le muestra los
cadáveres anónimos, y en no muy buen estado, del depósito, para que los
identifique, uno de los tramos más duros del libro porque al lector se le comen
las larvas y siente en la piel el horror de la muerte. Mire, yo conozco a todo el mundo, así que me encargo de identificar
los cuerpos, aunque no es mi trabajo, ya le dije, acá hago de todo. Y si no
puedo yo, siempre viene alguien. Habrán
sido los perros cimarrones, seguro,
bichos peligrosos, dan trabajo a la morgue. Pero con éstas comieron como
jabalíes, han roído hasta el hueso, vea, a una le falta el maxilar inferior, se
lo sacaron de cuajo. Y a la otra le comieron toda la frente y un parietal está
impracticable. Qué va a hacer, son gajos del oficio, dijo la mandarina.
Con
maestría descriptiva y un uso eficaz de los diálogos, el argentino dibuja
personajes con fuerza y cuatro rasgos.
Álvaro es el perfecto complemento, el ying del yang, duro y distante, mal
afeitado, perfil castigador, el pucho cuelga de su boca, los Ray Ban espejados
reflejan el horizonte mortífero mientras se mantiene con una sonrisa suave,
apenas insinuada. Toda buena
película no es tal sin sus secundarios, y por extensión, toda buena novela. En El criadero están ahí, mientras transitamos con Álvaro por
Los Huemules. Aurora, la monja que solo mueve la cabeza; el obeso padre Dupree,
el dios que maneja los hilos; el corrupto policía Ayala, que nada hace, un
Quinlan sacado de Sed de mal; Saviona,
el encargado de la morgue, el eviscerador; Castelo, el abogado morfinómano.
¿Hay alguien normal? No, porque estamos en el terreno de la monstruosidad. Una
pintura negra de Goya, la mejor etapa del pintor, sin duda.
Gustavo E. Abrevaya no obvia detalles escabrosos,
por necesarios. Las buenas novelas emocionan, o conmocionan, o te vuelven del
revés el estómago. Álvaro miró las manos
pero estaban destruidas, se veían las mordeduras, faltaban algunos dedos. Pidió
verla desnuda. Saviola resopló, la sacó de la bolsa y la recostó en el suelo.
Tampoco la violencia: uno siente los mordiscos y los disparos que se prodigan. Un escritor es lo que lee, también lo que ve en
este mundo de imágenes. Así es que El
criadero remite a La carretera de Cormac McCarthy, La isla del
Dr. Moreau de H.G. Wells, El ángel exterminador de Luis
Buñuel, las pinturas negras de Goya,
Las babas del diablo de Julio Cortázar y Carretera perdida de David
Lynch. Un buen combinado.
Lean
esta novela de una tacada. El argentino maneja los tiempos y el ritmo es
imparable. Fraseado breve, diálogos eficaces y atmósfera que hasta se huele. Hibridación
perfecta, aunque monstruosa, claro, al cruzarse novela negra con fantasía y
terror. Gustavo E. Abrevaya no
decepciona ni en su final, a la altura de todo el artefacto literario inicial,
y allí borda con hilo de oro esta obra maestra que eriza los vellos y nos hace
pensar en el horror conradiano, y en el horror de las juntas militares
argentinas. El mejor libro de género negro que he leído últimamente, sin duda. Sería
un delito perderse semejante monstruosidad.
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