CINE / RODIN, DE JACQUES DOILLON
RODIN
Jacques Doillon
El
mundo de los grandes artistas se reduce, muchas veces, exclusivamente a su
obra. La obra acaba vampirizando al creador. Sin lo que sale de su mente, y su
corazón, los artistas no son nada. Para vivir, muchos de ellos necesitan crear
compulsivamente hasta el fin de sus días. La historia del arte está llena de
artistas obsesivos que, en aras de su perfección creadora, se centraron en sus
criaturas salidas de sus manos, mediante el pincel o el cincel, y despreciaron
las de carne y hueso que les rodeaban, aunque sin ellas tampoco eran capaces de
vivir. Para las parejas sentimentales de los creadores la peor rival no era
otra amante sino la obra que se interponía entre ellos. Ese es el prototipo de
artista monstruo, obsesivo, cegado por su propio brillo, sin más universo posible
que su creación. Dicen que Miguel Ángel era un tipo de lo más huraño, asocial y
desagradable, que nunca se lavó mientras ejecutaba los frescos de la capilla
Sixtina y arrojaba botes de pintura y pinceles al Papa Julio II que le encargó
la obra. Pablo Picasso era un misógino redomado con un apetito sexual desbocado
que coleccionaba amantes modelos y las tiraba cuando dejaban de interesarle. Auguste
Rodin, el maestro de la escultura francesa, el rey de las torsiones escultóricas,
es otro buen ejemplo de esta patología creadora, del artista que se sumerge en
su burbuja y para el que no existe otro mundo posible más allá del arte.
Auguste
Rodin había tenido en el cine la cara y el cuerpo rotundos de Gerard Depardieu, mientras que su
discípula aventajada, musa y amante, Camille Claudel, tenía los rasgos de Isabelle Adjani en La pasión de Camille Claudel. Juliette
Binoche puso rostro a la escultora en Camille
Claudel 1915 mientras Jean-Luc Vincent encarnaba al escultor.
Jacques Doillon, el director de este
biopic sobre el monstruoso y excesivo
Rodin,
aunque no es muy conocido fuera de Francia, lleva en eso del cine desde la década de los 70 y acumula en su
haber más de una veintena de largometrajes de los géneros más diversos con
vocación de artesano. Se centra este acercamiento cinematográfico a la figura
de Auguste Rodin (Vincent Lindon) en
su especial relación con Camille Claudel (Izia
Igelin), sus celos profesionales —hay
quien afirma que el maestro acabó copiando a su alumna, y ella misma lo
denunció— y su relación sentimental —Auguste Rodin dictaba sus propias normas como
un ogro déspota y éstas debían aceptarse a rajatabla—, y el encargo envenenado que recibe de
erigir una estatua a Honoré de Balzac. Sus dudas al abordar este proyecto, las
continuas críticas que recibe por hacer una escultura realista del autor de La comedia humana —era gordo y Auguste Rodin no oculta ese
detalle sino que lo magnifica— centran buena parte del relato
cinematográfico.
Jacques Doillon no orilla en su académico biopic, al que le falta chispa, la
misoginia acreditada del artista. El genial escultor de El beso, quizá su obra más celebrada, utiliza a las mujeres en su
doble vertiente de modelos y amantes —casi
todas ellas pasan por su cama después de interminables sesiones de posar
desnudas—; vive en su taller, en donde
duerme, trabajando obsesivamente; tiene una media esposa campesina Rosa Beuret
(Séverine Caneele), a la que
desprecia por su escaso atractivo pero a la que acude cuando su relación con
Camille Claudel termina, simplemente para que le lleve sus asuntos domésticos; jamás
reconoce a sus numerosos hijos a los que recrimina, en las escasas ocasiones
que se cruza con ellos, que le llamen
padre —Llámame maestro, le dice a uno de ellos— y convence a Camille Claudel que se deshaga
del hijo que ambos esperan —Un hijo no puede interponerse
entre el artista y la obra creadora. Ya tenemos nuestros propios hijos, le dice, señalando las esculturas
que pueblan su taller.
Auguste
Rodin, como buena parte de los genios, fue un incomprendido provocador —se habla de otros incomprendidos en la
película como el pintor Gustave Courbet, que escandalizó con ese cuadro de un
sexo en primer plano llamado El origen
del mundo— que frecuentó a las
personalidades artísticas del momento, desde Victor Hugo (Bernard
Verley) — El escritor se niega a posar para
él y Auguste Rodin ha de esculpir su busto de memoria en un ir y venir por los
pasillos de su casa, en donde se instala, para memorizar los rasgos del autor de Notre Dame de París mientras departe con un amigo—, al poeta Rainer María Rilke (Anders Danielsen Lie) pasando por su
amistad personal con Octave Mirbeau (Laurent
Poitrenaux).
La
película de Jacques Doillon, quizá
excesivamente falta de pasión y sobrada de academicismo, muestra a un creador
casi industrial —de los numerosos trabajos
contratados se encargan sus discípulos y él supervisa— y trabajador incansable. Su controvertida escultura
de Honoré de Balzac, uno de los dramas personales de este maestro de la torsión
escultórica que forzaba a sus modelos al retorcimiento físico, finalmente no ocupó ninguna de las grandes
plazas parisinas, como era su destino inicial, y terminó siendo admirada en un
parque de Japón. Auguste Rodin, el ogro creador, forma parte ya del legado de
la humanidad como uno de los mayores escultores.
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