CINE / EL ÚLTIMO DUELO, DE RIDLEY SCOTT
Aunque
haya algunos detractores cinéfilos del realizador inglés Ridley Scott, que le acusan de falta de autoría y le niegan el pan
y la sal, yo soy de los que me rindo ante su buen hacer detrás de la cámara y
lo considero uno de los mayores ejemplos del cine espectáculo. A sus 84 años de
vital actividad y con 44 de experiencia tras las cámaras, el británico guarda
todavía muchas cartas en la manga y encadena un proyecto con el siguiente: House of Gucci, sobre el asesinato de
Mauricio Gucci, Kitbag, sobre Napoleón
Bonaparte, y Gladiator 2. Desde Los duelistas, su exquisita y
perfeccionista opera prima basada en una historia de Joseph Conrad (¡vaya
desembarco en el Séptimo Arte!) el director británico que venía del mundo de la publicidad no ha dejado de
impresionarnos con sus incursiones en prácticamente todos los géneros salvo el
western, su asignatura pendiente. Películas de género negro (American gangster, Black rain); epopeyas históricas (1492, Gladiator, El reino de los cielos, Exodus, Robin Hood); films bélicos (Black
Hawk derribado, La teniente O’Neil);
ciencia-ficción (Blade Runner, Alien: el octavo pasajero, Prometheus, Marte); comedias (Thelma y
Louise, Los impostores);
películas de terror (Hannibal), todas
ellas con el denominador común de una factura exquisita y un precepto sagrado:
no aburrir al espectador. Hay quien dice que Ridley Scott se acabó con Blade
Runner, su película de culto. Creo que hay mucho Ridley Scott por delante y ahí llega, para demostrarlo, esta
portentosa El último duelo, un film
épico pero también una denuncia social de una lacra que dura hasta nuestros
días: la violación.
Bajo la
estela del Rashomon de Akira Kurosawa o del Martín Ritt de Cuatro confesiones, Ridley
Scott se sirve de tres versiones de la misma historia para contar la de una
violación verídica ocurrida en la Francia de 1386. Dos amigos, el caballero
Jean de Carrouges (Matt Damon, con
aspecto de brutal normando) y el escudero Jacques Le Gris (Adam Driver, de exquisito cortesano) se enemistan mortalmente
cuando el segundo viola a la mujer del primero, Marguerite de Carrouges (Jodie Comer), aprovechando una de las
muchas ausencias de su marido. Jean de Carrouges cuenta su historia de esa
violación informado por su esposa, Jacques Le Gris justifica ese acto indigno con
que está enamorado de la víctima y Marguerite de Carrouges explicita la
brutalidad de la agresión sexual sufrida, sin matices, y exige justicia, algo
que era inusual en esa época. Todo se dirime en un juicio de Dios, un combate a muerte entre los varones afectados.
Ridley Scott huye del cine de palomitas (en Estados
Unidos la película ha cosechado un notable fracaso en su estreno y puede que
alguna palomita se haya quedado atravesada en el cuello de algún espectador
ante alguna secuencia) para recrear una Edad Media en toda su brutalidad y
suciedad (ahí está esa fotografía de tonos grises de Dariusz Wolski, fría y espléndida, y los copos de nieve que
constantemente cruzan la pantalla para redondear ese ambiente rudo; las manchas
de sangre en el rostro de Jean de Carrouges que adornan sus cicatrices), en la
que los hombres fornican y guerrean (las batallas están filmadas con un verismo
estremecedor) y las mujeres son el reposo del guerrero, usadas literalmente
(Jean de Carrouges también usa a su mujer con la que se casa por conveniencia,
en ningún momento se ve que la delicada Marguerite de Carrouges disfrute del
coito marital sino todo lo contrario) o violadas sin que tengan derecho a
rechistar: es el sino de los tiempos, como en un momento de la película la
madre de Jean, Nicole de Buchard (Harriet
Walter) le dice a la protagonista femenina.
Ridley Scott no solo monta un espectáculo extraordinario,
ayudado por unos efectos especiales apabullantes que el espectador es incapaz
de descubrir sus trucos (ese París reconstruido, por ejemplo) y nos muestra la
licenciosa vida cortesana en esas fiestas orgiásticas en las que participa
Jacques Le Gris a invitación de su mentor, el conde Pierre d’Alençon (Ben Afleck en un papel de
hedonista), sino que pone el acento en
la denuncia de las agresiones que las mujeres sufrían en esa época y que puede
trasladarse a la actual. En las sesiones del juicio, ante el estúpido monarca
Carlos VI (Alex Lawther),
Margueritte de Carrouges ve puesta en tela de juicio su testimonio ante las
preguntas insidiosas que inquieren si se resistió debidamente a la violación,
si propició el acto con sus coqueteos o si disfrutó mientras era violentada.
Ridley Scott huye de maniqueísmos (el villano de la
función, extraordinariamente interpretado por Adam Driver, llega a caer bien; Matt Damon es presentado como un personaje burdo, una máquina de
matar que no consigue abrirse paso en la corte) y se muestra políticamente
incorrecto al trasladar a la sala de cine la brutalidad que existía en esos tiempos
con salpicaduras de barro y sangre (en las escenas de lucha consigue el
realizador que el espectador esté en el centro de la batalla con una forma de
rodar sencillamente extraordinaria) y le pone la guinda al film con ese duelo
final, uno de los mejores jamás filmados (ahí está el de Barry Lindon de Stanley
Kubrick), que pone los pelos de punta al espectador y le hace sufrir en
carne propia las cuchilladas y los golpes de mandoble. ¿Los duelistas, Gladiator
o El último duelo? Las tres. El último duelo es una de las mejores
películas de uno de los mejores directores del momento, aunque, como dicen
algunos cinéfilos, no tenga sello autoral, que sí lo tiene.
La épica historia de la conquista de México por Hernán Cortés como jamás te la habían contado.
“El centro del mundo” es, en efecto, una novela histórica, épica, grandiosa, una epopeya comparable, por ejemplo, a “El corazón de las tinieblas”, de Conrad, pero también una visita nada complaciente a las ciénagas más nauseabundas de lo humano: fanatismo, ambiciones desmedidas, poder, crueldad, sacrificios humanos… De todo ello se da cuenta en la novela de José Luis Muñoz, pero siempre sin abandonar esa exigencia formal que diferencia las obras verdaderamente literarias de los meros relatos sin trascendencia.
CARLOS MANZANO
Comentarios