LITERATURA: CIEN NOCHES, DE LUISGÉ MARTÍN
Alrededor de la mitad de los seres humanos confiesa ser infiel sexualmente a su pareja. Pero la otra mitad dice la verdad o miente. Solo hay una forma de comprobarlo: investigar su vida a través de detectives o medios de espionaje electrónico. Este es el experimento antropológico que plantea esta novela. Investigar sin su consentimiento a 6000 personas para elaborar por fin una estadística fiable de los comportamientos sexuales de nuestra sociedades, dice la contraportada de esta novela excelente.
Atrevido experimento literario, sobre todo en estos tiempos de estrechez moral que nos han tocado vivir en donde los libros de éxito lo son porque pasan de puntillas sobre temas que puedan herir la sensibilidad del lector (la vomitiva corrección política que nos viene impuesta por el Gran Hermano), de Luisgé Martín (Madrid, 1962), esas Cien noches que se hizo con el premio Herralde de novela en 2020. Atrevido por cuanto el autor centra su libro en una sexualidad libre, sin ataduras, y lo hace con una prosa que no se casa con el erotismo flou sino que está más próxima a la provocativa narrativa de los surrealistas. Cien noches está más cerca de Guillaume Apollinaire que de Emmanuelle Arsan.
Parte el autor de que el ser humano, sin ataduras, es promiscuo por naturaleza y que, en aras de ese hedonismo sexual, todo está permitido. La excusa de estas Cien noches es un concienzudo y científico estudio que la protagonista Irene, cuyo cuerpo despierta y se transforma en la adolescencia — Las sensaciones que me provocaba mi nuevo cuerpo me llenaban de terror por las noches, cuando rezaba arrodillada junto a la cama antes de acostarme. No me atrevía a mirarme en el espejo desnuda. Me acostumbré a vestirme con jerséis cerrados y pantalones sin ceñir. —, realiza buscando en la sexualidad los secretos del alma humana dentro del proyecto Coolidge, una investigación de miles de personas financiada por el multimillonario Adam Galliger. En su curiosidad empieza a analizar casi científicamente a los hombres con los que se cruza y con los que se acuesta en un periplo por cientos de cuerpos masculinos y alguno femenino y anota en un cuaderno todo lo que sucede — Fue en esos meses, a la mitad del segundo curso, cuándo comencé a tener una actividad sexual frenética, estimulada en buena medida por la curiosidad casi científica que me habían imbuido en la universidad. Me había propuesto estudiar la relación que existía entre los impulsos emocionales y las conductas eróticas. Fue así como descubrí que en cada hombre había un placer diferente. Incluso con aquellos hacia los que no sentía ninguna atracción encontraba alguna enseñanza. No eres escrupulosa con los cuerpos. —Sus parejas no siempre le satisfacen, incluso algunas le repelen, pero no por ello deja de practicar el sexo con ellas.
Tiene el lector dudas de que Irene,
en esa búsqueda científica de la sexualidad, disfrute plenamente ejercitándola.
Tras cada orgasmo recurre a su cuaderno para elevar a categoría científica lo
que experimenta — En el
cuaderno está todo registrado detalladamente. La edad, la altura, la
complexión, la descripción de sus genitales (a veces acompañado de dibujos
deslucidos), las fechas de los encuentros, el historial sexual que habían
tenido con otras mujeres (según su
propia confesión) y el relato de sus
competencias eróticas conmigo. Consignaba cada vez la duración del coito, el
método y el lugar de eyaculación, la tipología de los juegos preliminares, la
existencia de besos o de sexo oral de cualquier tipo, el sitio en el que estábamos
y el trato que manteníamos al terminar. Anotaba también, en cada una de las
relaciones, los orgasmos que había tenido.
Irene es un ser escéptico con el amor que para ella tiene una base puramente química: Desde las ratas hasta los seres humanos. La causa de ese comportamiento no es espiritual: tiene que ver con la secreción de dopamina en el organismo. El amor, en términos químicos, es una sobredosis de dopamina que actúa como bloqueante durante un tiempo, pero no eternamente. Hasta que topa el argentino Claudio Carrasco, un espécimen diferente del que se enamora y da al traste con sus teorías.
Con la frialdad y precisión de la entomóloga que observa a los insectos y los clava luego en su caja de coleccionista, Luisgé Martín no huye de las frías descripciones físicas de los amantes que pasan por el cuerpo de la protagonista femenina de Cien noches: Tiene un pene grande, de 19 o 20 centímetros, sin circuncidar. Cuando está erecto, hace un ángulo de 45 grados con el vientre, apuntando hacia el frente. Los testículos, casi sin vello, están pegados al cuerpo, escribí en el cuaderno aquel primer día con frialdad anatómica.
En algunos momentos la protagonista femenina del relato justifica su voracidad sexual con argumentos puramente técnicos: Quería saber de primera mano si el vínculo afectivo con una persona cohíbe o daña la sensibilidad erótica hacia otras.
En su teorización sobre la sexualidad acaba argumentando que La voluntad del cuerpo acaba venciendo siempre a la voluntad del corazón. Por eso el corazón también forma parte del cuerpo. La vagina llega hasta él. En muchos de sus tramos Cien noches (a los cien coitos asoma ya el fantasma de la infidelidad y el fuego de la pasión amorosa se consume) es más ensayo que novela, y en la ficción bienvenidos esos cameos literarios que firman colegas como Edurne Portela, Manuel Vilas, Sergio del Molino, Lara Moreno y José Ovejero.
El autor de La mujer de sombra, La misma ciudad y La vida equivocada, y asesor de Pedro Sánchez, entrega con Cien noches un texto que muy bien podría haber sido publicado en la colección La Sonrisa Vertical de Luis García Berlanga. Hay en ella una subtrama detectivesca que parece un añadido y es perfectamente prescindible, pero aún así y cierta reiteración, bienvenida esta novela descarnada y explícita en tiempos de cursilería literaria y costureras. La sexualidad humana, como el amor, es un ejercicio de invención: solo depende de la fantasía.
Comentarios