LITERATURA / BYE BYE LOVE
Los escritores nos
engañamos a nosotros mismos diciendo que vamos a ser inmortales. Ni Julio
Cortázar, ni Borges, ni Tolstoi, ni Kafka van a escribir ya más de lo que han
escrito. Nos consolamos diciéndonos que vamos a seguir viviendo cada vez que un
lector abra uno de nuestros libros a la luz de una lámpara en una biblioteca
remota cuando se haya publicado nuestro obituario, pero sabemos que eso no es
cierto, porque no vamos a enterarnos a no ser que vaguemos como fantasmas entre
los anaqueles. Carlos Manzano, un escritor y amigo mío al que admiro, decía en
uno de sus magistrales relatos Cuando uno
se muere, el universo entero se extingue con él. Ante la muerte, un
pensamiento que anda por ahí dentro rondándote, que marca inevitablemente tu
día a día aunque intentes relativizarlo (uno de mis verbos favoritos hasta el
punto de que a veces pienso que se puede relativizar la propia muerte) no hay
salida posible. Como Juan Madrid, me pregunto, y supongo que nos preguntamos
todos los letraheridos, cuántos libros nos quedan por escribir.
A Almudena Grandes
la conocí sin tratarla mucho. Me pasó el testigo de la Sonrisa Vertical en 1990, estuvo en ese jurado con Juan Marsé, Luis
García Berlanga y Ricardo Muñoz Suay, todos muertos, y muchos años después en otro
jurado que me premió en Córdoba creyendo que era un escritor cubano, así es que presumo que deberían gustarle mis
libros, de hecho destacó "la originalidad de la trama, los momentos de brillantez y lo bien escrita que estaba". A mí me gustaba leer sus columnas cuando publicaba en El País y
compraba ese diario, su ardor republicano inalterable, su adscripción a esa
izquierda en la que muchos militamos aunque no estemos encuadrados en ningún
partido político. Admiradora de Galdós, inició unos episodios nacionales, los
de una guerra interminable, centrados en los derrotados de nuestro conflicto
civil. Las heridas seguían abiertas y Almudena estaba allí para recordar que
seguían supurando.
En algún momento
pensé en invitarla al festival de Bossòst, puesto que la primera de las novelas
de esos episodios nacionales, Inés y la
alegría, estaba ambientada en esa población en la que vivo la mayor parte
del año. Lamentablemente no obtuve respuesta de su agente literario. La fui
viendo en entrevistas, aprecié su rotundidad a la hora de decir las cosas,
envidié su seguridad, yo que dudo de todo y soy un profundo descreído, pero
confieso que no leí ninguna de sus novelas salvo Las edades de Lulú, así es que poco puedo decir de ella como
novelista, sí como articulista.
Dejar la vida a
los 61 años es injusto porque estoy convencido de que Almudena Grandes tenía
muchos proyectos en la cabeza ahora truncados. Seguramente la escritora
madrileña deja apuntes para próximas novelas que no me extrañaría que se
publiquen post mortem como se ha hecho con muchos escritores que han fallecido:
los cajones son muy insondables y la vida corta.
La muerte ajena le hace a uno pensar en la suya, de lo que hará en ese momento de cruzar el umbral hacia la nada absoluta, de cómo afrontará ese instante, porque nadie nos enseña a morir, tampoco a vivir, es un aprendizaje, pero si en el segundo caso sueles tener de margen unos cuantos años por delante para saber de qué va la vida, cuando se presenta la muerte, si es que se anuncia, el tiempo suele ser muy breve. Se me han muerto tantos referentes cinematográficos, colegas, amigos y familiares que ya he dejado de contarlos.
¿Cómo le gustaría
morirse a uno? Pues como Roy Scheider en Al
That Jazz, caminando por un túnel luminoso al final del cual nos espere
Jessica Lange vestida de blanco, al ritmo endiablado de Bye Bye Love. Bob Fosse sí que relativizó su propia muerte en ese
musical extraordinario.
Una fábula política y kafkiana sobre la represión y el deseo de ser otro cuando no se es nadie.
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