DIARIO DE UN ESCRITOR


Atienza, 30 de mayo de 2012

Voy en busca de mis paisajes sentimentales. Por eso voy de Madrid a Atienza, buscando el retiro del Convento Santa Ana. Y me dejo guiar por el GPS que me saca de la autovía de Zaragoza y me lleva por carreteras secundarias y desiertas a Jadraque. Subo al castillo con el sol en vertical sobre mi cabeza y a paso muy lento, controlando la deshidratación y los latidos de mi maltrecho corazón. Bordeo la imponente fortaleza, cuando corono la loma, perfectamente conservada, y sigo hasta Atienza con música de chicharra y aire que me seca los labios y me hace ansiar una jarra de cerveza.
Con los años me torno conservador, Si un establecimiento hotelero me gusta, repito. Así es que con el recuerdo del Hotel Convento Santa Ana al que una vez, en la agonía de mi séptima vida, llegué, regreso en la epifanía de mi octava. Cambiaron los dueños, como cambié yo, pero el hotel es el mismo. Un expansivo porteño, huido del corralito argentino, alto y con bigote poblado, se encarga del bar y la cocina; un elegante caballero delgado y de pelo cano y edad pareja a la mía, atiende la recepción; una guapa sudamericana, quizá colombiana, se encarga de las habitaciones y ayuda en las mesas, parca en sonrisas.

Me ducho, bajo a comer, hago una siesta reparadora a la hora en que las cigarras atruenan el campo castellano y me voy a dar un paseo a las siete de la tarde, con un sol  que abrasa el páramo y a mí que por él ando.
Paseo entre trigales que son verdes, antes de ser dorados, y tierras roturadas de color ocre, sorteo un rebaño de corderos por el aviso de sus perros pastores que velan por él, trepo hasta un suave altozano con el sol ya moribundo, pero que muere matando, busco el acomodo de una roca recubierta de musgo dorado y dejo que mi vista planee, como los dos buitres que me vienen siguiendo por si desfallezco, por esa tierra infinita y parcelada a la que los chopos, esculturas arbóreas, ponen su nota de sombra o indican, cuando conforman un muro verde, la presencia de algún humedal o un pequeño arroyo que palia, modestamente, la sequedad de tanta tierra de secano.

Ante este paisaje castellano, severo y adusto, de campesinos de Solana con rostros cuarteados por el sol, tierras roturados y cielos límpidos manchados por la mota de alguna nube solitaria, antes esos pueblos de roca roja que se arraciman en torno a la espadaña de su iglesia románica y esas espigas mecidas por el viento que son un mar verde agitado que llega hasta el horizonte, sale mi espíritu mesetario y el recuerdo indeleble de esos tres veranos de mi infancia, pasados en estos paisajes que en nada han cambiado salvo en sus caminos que son carreteras asfaltadas y en los postes de electricidad que llevan la luz a sus casas.
Antes de que el sol se acueste voy a Miedes de Atienza, paso por delante de la que fue la casa de mi tía Rosario y, buscando la era en donde solía jugar (me acuerdo con pantalón corto y sombrero de paja, subido a lomos de una mula mansa y llena de pulgas que arrastraba un arado, cincuenta y tres años atrás, siete vidas antes) tropiezo con una lugareña menuda, enjuta, de cabello cano y apariencia monjil que me precede por el sendero a esas horas de la atardecida.
¿Cuánto tiempo hace que vive aquí, en el pueblo, señora?
Se vuelve y sonríe con su dentadura postiza.
Nací aquí.
Pues entonces quizá se acuerde de mí. O no, porque han pasado muchos años. Mi tío era Juan José, el médico del pueblo.
Claro que me acuerdo de élexclama
Él murió. Pero Rosario, mi tía, vive, con 91 años y escribe libros.
¡Vaya! Yo tengo ochenta. Claro que me acuerdo de la señora del médico…Rosario, sí, Rosario. ¿Y dice que vive?
Estuve hace dos días con ella.
Desde el altozano hablamos del trigo que se cultiva ahora cuando antes también había campos de cebada y centeno, de los tractores que terminaron con las mulas, de la moneda que era entonces el saco de trigo, de los duros inviernos en soledad.
¿Ve esa arboleda y esas ovejas? Pues eso es la Respenta.
La Respenta, el Torreplazo, la botica de don Faustino con las coca-colas caducadas, el loco del pueblo, el Cojo malaleche, la caballada, la tía Restituta, Antonio Pío que cortejaba a mi hermana por los tejados, la Amparito que se bajaba las bragas y recibía a los mozos debajo del coche de línea, el frontón, la fuente de los tres caños, el Ayuntamiento ahora poblado por vencejos, el horno de pan en donde se hacían los mantecados, la Mary Pura, Consuelo la asistenta bizca, el farmacéutico que mataba a los perros con inyecciones…
—Parece mentira de que no nos acordemos de lo que hicimos ayer pero sí de cincuenta y tres años atrás.
Somos cinco familias en invierno, y estoy muy sola desde que me quedé sin marido. Mi hijo sube, de vez en cuando, para arar los campos. Yo tengo unos garbanzos, pero con la pedrada del otro día no sé que habrán sido de ellos.
Y así permanecemos, hablando, ante ese espectáculo de tierras cuarteadas por los cultivos que poco a poco dejan de estar iluminadas por el sol y apagan sus colores.
¿Cómo se llama, señora?
Natividad.
¡Vaya! Conocí a una Natividad de este pueblo, una chica rubia y de ojos azules.
Yo conozco a uname dice. Pero es morena y vive en Guadalajara.
No debe de ser la misma. ¿Le puedo hacer una foto?
Vuelve el rostro con coquetería.
Uy, no, que no estoy peinada.
La inmortalizo con tres disparos de mi cámara. No sé cómo habrá quedado doña Natividad, porque cada vez que apretaba el disparador ella agitaba su cabeza a derecha e izquierda. Alguna habrá quedado bien.
Está usted muy guapa, señora. Un placer haber hablado con usted.
Vaya con Dios.
Lo mismo le digo.
Eso de Vaya con Dios, aunque dicho con la mejor intención, produce algo de mal fario. Procuro no pensar en ello mientras conduzco, con la ventanilla bajaba, por carreteras comarcales desiertas que me llevan a Atienza después de pasar por Alpedroches. El campo castellano huele a retama y tomillo. A lo lejos veo un espejismo con el sol ya en desbandada: un campo de lavanda azul entre tierras roturadas ocres y verdes trigales, y un castillo imponente que corona una roca escarpada y vigila una llanura infinita. Por estas tierras anduvieron Mio Cid y Don Quijote, ambos caballeros andantes.




Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Si no le desbloquean pronto el perfil, siempre nos quedará su blog ¡¡ No se preocupe, ya lo cuelgo en FB¡¡
Pd; Si eso.. hagasé un perfil nuevo ,es tostón, pero ....
Suerte hoy en Alicante.
MarianGardi ha dicho que…
Estimado José Luis, no puedo entrar en tu facebook.
Espero no me hayas borrado, por fis, nif, nif
Me partirías el corazón.
Un beso
Susana Sosa Villafañe ha dicho que…
¡Qué placer me da leerte, José Luis! Estas son clases magistrales de buena literatura. Gracias por tu generosa aportación a la cultura.

Cariños.
Anónimo ha dicho que…
He presentado una Novela al Premio "Café gijón", ya sabes...
¿Tiene alguna posibilidad un "anónimo"? ¿No será del todo cierto lo del compadreo, amigos que conocen a amigos que conocen...? ¿Hasta dode se pueden atrever con un "anímo", siendo como es un negocio?
José Luis Muñoz ha dicho que…
A Anónimo...por cierto, ¿quién eres?
Pues precisamente ése, el Café Gijón, debe de ser uno de los pocos premios "limpios". Mucho ánimo con esa novela, que gane si se lo merece, y si no, no desanimarse.
José Luis Muñoz ha dicho que…
Gracias, Susana. Me voy pareciendo cada vez más a José Antonio Labordeta. Me encanta charlar con desconocidos. Eso es posible sólo en los pueblos. Claro. Imagina que me da por charlas con desconocidos en una ciudad. ¡Qué agobio! Esa señora, por edad, seguro que me vio siendo yo un pequeñajo que trotaba por el pueblo y se rompió una pierna (de ahí una ligera cojera. Además siempre aprende uno de otros. Me hizo gracia su coquetería femenina cuando movió la cabeza para que no la fotografiara. Por cierto, he de mirar la foto y a lo mejor escribo sobre ella.
José Luis Muñoz ha dicho que…
Marian, leona, que yo no borro nunca a nadie de FB. Ellos me castigaron con 48 horas de silencio. Pero vuelvo a la carga. ¡No nos callarán!
José Luis Muñoz ha dicho que…
Querida Poma...gracias pero se solucionó y ha sido mejor así.
MarianGardi ha dicho que…
José Luis, me recuerdas a mis recuerdos en mi pueblo del campo de Cartagena, cuando nos subíamos al trillo a dar vueltas en la era, y como picaban las pajillas entre las ropas. Recuerdo la noria, los guisantes recién cogidos y las habas tiernas. Claro que entonces, la huerta murciana era un vergel. Disfruto mucho cuando regreso al pueblo donde nací y voy a ver la casa de mis abuelos.
Me gusta recordar el pasado de adolescente y ahora disfruté con tus recuerdos. Besos

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