DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán, 13 de junio de 2012
Vuelvo a mi abandonado diario. Quizá porque
me falló la medicina de una fantástica sopa que me tomé como cena (hay que volver a la sopa en
invierno, y hoy, en el Valle, es invierno) y mel i mató, que es un postre
nacionalista y muy dulce, y ni por esas se alzó mi ánimo.
Hoy es un día
importante, aunque no redondo, a cuarenta y ocho horas de la presentación del
viernes y mis bodas de plata literarias, algo en lo que he caído hace muy pocos
días cuando cogí uno de los dos ejemplares que me quedan de El cadáver bajo el
jardín, mi primera novela publicada, y miré su fecha de edición: 1987. Veinticinco
años de relación agridulce con una amante insaciable que te pide todo y te
exprime a diario. Y veinticinco años y treinta y dos libros después, Patpong
Road, novela con aspecto de epitafio que presenta este viernes en La Casa del
Libro de Barcelona mi amigo Julio Murillo.
No puede ser redondo el día si llevo
buena parte de él pensando en negro. Pero todo es negro, como cada día, después
de leer El País en mi terraza, con mi cerveza, poco antes de la una, y
sumergirme en las noticias que son más terroríficas que los relatos de Edgar
Alan Poe. Hoy, el artículo de Paul Krugman es aterrador. La profunda crisis de España, económica, pero también de valores, nos hace olvidarnos de horrores mucho mayores: la salvaje guerra civil que se libra en Siria, por ejemplo. Los sirios mueren porque no tienen petróleo.
Pero hay cosas positivas, además de esos cuatro grados, positivos, de
hoy, que también podrían ser negativos. Por ejemplo: hice mi primera parrillada
de carne, y no la quemé en las brasas, ni se me cayó ningún trozo al voltearla.
Eso sí, alguna hierba del monte la aderezó. Estuve sentado bajo una carpa, en
una campa, rodeado de vecinos, porque desde la séptima vida he dado un vuelco a
mi existencia y he decidido hacerme social. Quizá por la sociabilidad, se sentó a mi lado un lugareño, alto como un armario y fuerte como un toro, que,
mientras afilaba un palo con una navaja de hoja aserrada (de esas que si entran
en carne ajena hacen un boquete de aquí te espero) me confesaba, quizá
animado por mi condición de novelista, que es un psicópata, y no mentía. Me
interesé por su medicación.
Estaban mis compañeros de mesa y refrigerio,
mayoritariamente mujeres con sus niños (productos del baby cheque de Zapatero,
me confesaron las madres) bien abrigados, con anoraks, mientras yo, alimentando
mi aura de hombre poco friolero, permanecía sentado en manga corta pero con
ganas de huir al coche y coger una cazadora. De cuando en cuando soplaba el viento
que amenazaba con desarbolar una lona rupestre que debía protegernos de un sol
que salió minuto y medio. Mientras hablábamos, comíamos panceta, butifarra y
mordisqueábamos un gigantesco pollo bien braseado, tan aplastado que parecía un
enorme sapo después de ser atropellado por las ruedas de un camión. Mi compañera
de mesa, en un momento determinado, me arrojó, por accidente, un vaso de vino a
la camisa recién lavada y planchada. Bien, me dije. Es lo que pasa con ir con
niños. Porque podría ser el padre de todos ellos, y el abuelo de algunos.
De vuelta a casa mi amigo franco/alsaciano, comunista
recalcitrante y solidario con nuestro rescate económico, me envía la canción de
Paco Ibáñez A cabalgar. Nos deben de ver muy mal en Francia, me digo, mientras la escucho. Habrá que volver a la canción protesta. Raimon, sube de nuevo
a los escenarios y desempolva tu guitarra ametralladora. Y si eso no funciona, echarse al monte. Una partida
guerrillera por esta zona es muy viable. Los bosques tienen infinidad de
escondrijos para ocultarse después de dar un golpe de mano. Me faltan
voluntarios. Y dotes de mando, que no tengo ni una y en la mili no pasé de
soldado raso. Y enemigos que no sean difusos como los mercados, la prima de
riesgo y compañía. Lo fácil que era con Franco, un sistema binario.
Otro amigo, un catalanogranadino, algo que intenté ser y fracasé de forma estrepitosa, me invita a
celebrar el próximo día 16 el Bloomsday. Prometo hacerlo. Buscaré algo que se
parezca a un pub irlándes, mascaré una Guinnes después de trocearla con
tenedor y cuchillo y me acordaré de mi amado Joyce mientras arrojo dardos a su
retrato.
Olfateo mi ropa, como perro perdiguero, y
huelo a humo y vino. Más por el humo de la pipa. Un mensaje que entra en mi móvil blanquea mi pensamiento. Cierro
los ojos y me enrosco al cuerpo de una rubia. Prendo mi pipa otra vez, últimamente
demasiado por tener en la buhardilla cerillas y cenicero. La botella de
Ballantine’s, en cambio, está envejeciendo. Así seguirá, acumulando años,
mientras no tenga un vaso a mano. No voy a ser Bukowski bebiendo a morro. Quizá
dentro de veinticinco años más, en mi papel de viejo indigno.
Antes de ir a la cama, me hago una pregunta: ¿Soñaste la séptima vida? Me está pasando como esos sueños intermedios que uno tiene durante la noche, que si no te despiertas en medio de ellos no te acuerdas. A veces lo relativo de las cosas asusta. He olvidado quién fui. Morí. Resucité. Nada en mí hay hoy del ayer. El recuerdo. Pero ya ni recuerdo.
Y así, con la incerteza que tuve siempre acerca de quién soy, me hundo en el sueño, que quizá sea la verdadera vida.
Comentarios
Espero que tu estómago esté bien para mañana.
Un fuerte abrazo.