DIARIO DE UN ESCRITOR

Arán, 5 de agosto de 2012


Saudade. De mí mismo. Mientras escucho Madredeus y el cielo llora sobre mis ventanas con desgana. Flota un ligero perfume a tierra mojada. Oigo el murmullo de cada gota. Relampaguea en un cielo gris ceniza. Se demora el trueno en llegar.
Hoy toca ordenar papeles. Y toda mi vida son eso: papeles escritos. Abro cajas de cartón, expurgo su contenido, tiro casi todo lo que veo. Aparecen textos antiguos, de mis primeras vidas, de cuando era un estudiante con pelo largo, coleta, tejanos gastados, zuecos y mirada entre iracunda y soñadora con una vida por delante que parecía no se iba a terminar nunca. Textos que me sorprenden y que no tenía ni idea de haber escrito. Me he pasado la vida escribiendo. ¿Para qué? Mi vida está contenida en esas cajas que voy abriendo y me deparan sorpresas. Pocas alegrías: una receta de unos pasteles de nueces y moka. La haré un día para elevar el ánimo. Poco más. Cartas a una amante, que nunca se echaron al buzón, a la que tardo en identificar. Entre todo ese caos de papeles que se extiende por el suelo de mi estudio hay también antiguas facturas de hoteles. ¿Por qué las guardé? Una fechada el 4 de abril de 2008, de un hotel llamado Le Relais Normand. Una noche y un desayuno, 67 euros. Iba solo. Ése era mi último viaje de la sexta vida por todo el norte de Francia que me llevó hasta el Mont Saint Michael y a escribir mi último reportaje en Viajes National Geographique. Un viaje, el de Normandía, que cambió mi vida de forma inexorable. Luego ya no hubo marcha atrás. Birmania, un destino exótico, el mejor, de mi séptima vida. El viaje convertido en sueño y despedida, que me sorprende por su perfección. Monográfico de la revista Altair, folletos turísticos y los pagos a la agencia Treaking & Aventure con la que repetí cuando este año fui a Camboya. No habrá otro mejor, como no habrá besos más intensos, abrazos tan apasionados y puestas de sol tan deslumbrantemente rojas. No me daba cuenta, o no quería darme cuenta, de que estaba escribiendo una historia con mi deseo.
Le toca el turno a una caja de cartón destartalada con revistas, folletos, facturas de mis viajes. Revistas. Unos cuantos centenares. Playboys de la década de los 70 cuando el padre de El camarero que lee a Thomas Mann, casualidades de la vida o no, era director de arte de la revista y yo publicaba, entre desnudos de perfección imposible, culos trazados con compás y pechos desafiando las leyes de la gravedad, artículos y relatos o entrevistaba a Vázquez Montalbán y Juan Marsé. Trabajé con Luis Vigil, José Luis Córdoba y Julio Murillo como directores de la publicación de Hugh Heffner, pero nunca vi una conejita en mi vida salvo en los desplegables de papel couché. ¿Eran de carne y hueso?Más cajas. Como una obsesión. Facsímiles de artículos publicados en El Periódico, El Mundo, El Sol, El Observador, El Independiente durante quince años en que ejercí de columnista. Imagino todo el tiempo que he empleado en escribir esas miles de páginas que me cercan, devoran, acechan y acusan, todo lo que desatendí en esta vida mientras me encerraba en todos los despachos de todas mis casas y tecleaba la máquina Hispano Olivetti Lettera, la Olympia y los diversos ordenadores (Amstrad, HP, Acer, E-machine, Aspire...). Escribía, vivía, escribía. Vivía para escribir. Siempre. Si no, mi vida habría carecido de sentido.
No escribo actualmente. He dejado de hacerlo desde hace una semana. He sustituido la escritura por paseos por la montaña. 60 kilómetros por senderos empinados que me han acercado al cielo, me han metido en las nubes. Quemado por el sol. Picado por los insectos. Los pies embarrados. Las uñas rotas. La mano dolorida. El tormento de las subidas por caminos estrechos que bordean abismos compensado con los éxtasis de los silenciosos lagos alpinos cuya quietud rompe el rumor de los badajos de las vacas insaciables que podan la hierba con movimientos mecánicos. Segadoras. Siguiendo las rutas en pos del Topógrafo Rojo, antes Filósofo, que llegó al Valle para mi puesta a punto, como dijo, irónico, sin soltar sus mapas y su brújula.
Creo que nos hemos visto decaídos los dos. Ya no vemos, como en otras ocasiones, la revolución a la vuelta de la esquina. Tampoco hemos bebido mucho salvo un día de sed excesiva en el que dimos cuenta de seis cervezas cada uno, dos cortesía de El camarero que lee a Thomas Mann que se sentó con nosotros a compartir bebida y conversación. Había whisky en casa, pero no lo tocamos. Terminará evaporándose en la botella. Hablamos de que estamos a la defensiva, y son tantos los golpes, tan duros, contundentes  y seguidos que no ha lugar para pararlos. El rival se ha crecido, por nuestra falta de respuesta, y nos tiene arrinconado en la esquina del cuadrilatero, sometidos a un castigo implacable. No es una medida lesiva, son cien medidas que provocan ruina, desesperación y pobreza a la mayor parte de la población. Mademoiselle Bonnaire diría que en Francia ya se habría tomado otra vez La Bastilla. Confío en el otoño caliente, pese a mi escepticismo. Quiero creer que todavía se está a tiempo de parar los pies a la derecha. Que el 25 S se convierta en la tumba de la derecha. Que ese día Madrid sea rojo por los cuatro costados.
La cerveza de la mañana es hoy algo más amarga que la de otros días. De nuevo solo, tras comprar el diario a Lis La Paraguaya y después de hacer una lavadora con la ropa de cama y mirar el cielo triste de nubes que tiene pinta de llorar lluvia. El gobierno me quita a Ana Pastor, da cuenta de ella como el último trofeo de la involución absoluta hacia treinta años atrás. Esta noche María Dolores de Cospedal, que quería su cabeza, dormirá más tranquila. Quieren alrededor de ellos mansos, sumisos, cobardes, reaccionarios del Tea Party, casposos. Les sobran todos los buenos profesionales. Les sobra su independencia. ¡Malditos! Echo de menos mi yo iracundo e incendiario de la juventud, el que prendía botellas de gasolina, arremetía contra las lunas de las oficinas bancarias, se envolvía en la bandera negra y roja y alzaba el puño. ¿A qué vida pertenece ese tipo irrecuperable e ingenuo? ¿En qué cementerio de la memoria quedó su rastro?
Saudade en mi caos particular. Rodeado de papeles, devorado por ellos, como en alguno de mis cuentos fantásticos que escribía siendo funcionario del Estado, me abruma mi propio desorden. El personal, sobre todo. En un relato antiguo, un oficinista kafkiano era engullido por los papeles. Yo en este mismísimo presente.
Me disperso. Voy de un tema a otro. Como voy abriendo cajas de cartón al tuntún. Escribí Patpong Road pensando que estaba escribiendo sobre un personaje que tenía rasgos de mí. 60%. No me dí cuenta de que estaba escribiendo mi vida. También mi fin para exorcizar la muerte. Morimos. ¿Y de qué nos sirve haber vivido? Mi vida se ha convertido en un rabioso presente, presente que se convierte en pasado en cuanto lo escribo, que espero tenga futuro, con la intensidad del instante. ¿Cuántas novelas voy a dejar de escribir? ¿Cuántos labios dejaré de besar? Espero ver crecer a una niña rubia, de ojos azules y tirabuzones que hace quince días empezó a dar sus primeros pasos abriendo los brazos, como un funambulista.
Tengo ganas de perderme. Meterme en una nube y disolverme cuando lo haga ella. Cerrar los ojos y aparecer como náufrago en una isla desierta. Empezar de cero. Nacer de nuevo. Para hacer seguramente lo mismo que he hecho hasta ahora: soñar.
Hoy, reflexionando, me he dado cuenta de que Arán ya me resulta pequeño, de que en estos días de excursiones maratonianas, casi todos sus misterios me han sido desvelados. He visto el Valle a vista de pájaro desde las estribaciones de la Maladeta, ese sendero que, bajando del Coth de Baretges, cruza ese prado elevado y enlaza dos cabañas francesas dejó de tener misterio, tiene fin y yo estaba precisamente en él. Soñaba con un valle infinito que ya no lo es. Conozco sus vericuetos. Sólo me resta escalar las cumbres que pueda y repetir los paseos con otro ritmo.
Definitivamente cansado. Y derrotado. La vida es eso: cansancio y derrota. Cansancio cada vez que decides que no estás muerto y proyectas un pie fuera de la cama y te enfrentas al espejo, haciendo un esfuerzo contra la pereza que te dejaría en la cama vegetando si fueras inmortal, porque la muerte determina la vida. Derrota al ver que casi todos tus sueños no se cumplieron y los que sí se cumplieron los destrozaste porque siempre te negaste la felicidad. La Felicidad, con mayúscula, no existe. Sí breves interludios felices.
Ante un plato de foie y un civet de ciervo hablamos de momentos estelares El Topógrafo Rojo y yo. Ayer. Una botella de Somontano 2006 estaba en trance de caer. Pensé en Stephan Zweig, un autor que ya no está de moda, del que nadie habla. Cada uno tiene momentos especiales que no se borran de la memoria. Los míos podrían girar todos alrededor del sexo. Un coito sobre el último sillón de la casa de mis padres, cuando murió mi madre y ya la habían vacíado de muebles. El piso estaba vacío. El pasillo resonaba a hueco. Aquel sillón orejero, con la tapicería claveteada, en donde mi padre, cuando vivía, solía escuchar música. y yo con él, sentado a sus pies, alojó el cuerpo de una mujer desnuda sobre el que me aboqué. No sé cómo se nos ocurrió hacer el amor en ese momento y en esas circunstancias, algo nos impelió a hacerlo. Lloramos tras el orgasmo. Me recordó, el nuestro, otro coito triste y cinematográfico, el de la amiga de Helena Bonham Carter en El vuelo de la paloma. El piso luego se cerró y el sillón fue vendido a una casa de muebles viejos. Vinieron otros inquilinos a los que nunca llegué a conocer. Aún ahora, cuando bajo a Barcelona, suelo pasar delante de mi antiguo hogar, mirar la segunda planta e imaginar quién habita en el que fue el útero de mi infancia. Siempre hay flores en el alfeizar; buena señal. Me gusta imaginar que vive una pareja feliz con dos niños. Que aún juego a chapas con mi hermano en el larguísimo pasillo que mi hermana recorre con sus zapatillas de ballet.
Madredeus. Su voz triste y dulce entra por mis oídos, sacude cuerdas de mi alma. Pero hoy no lloro. Ni lloraría con Erik Satie. Ni con Mahler. A los 25 años escribí un relato titulado El paso del tiempo. Con la rapidez del destello de un relámpago, la vida de su protagonista pasaba ante sus ojos como una película acelerada; el niño que jugaba a indios y vaqueros tenía mujer, hijos, nietos, envejecía sin darse cuenta. El tiempo ha pasado con una rapidez salvaje, sin detenerse, y me deja exhausto para esta última carrera solitaria. Llego tarde a todas partes después de haberme bajado de muchos trenes en marcha. Esta estación, en donde estoy, se llama Paraíso. Pero el Paraíso sólo existe en nuestra cabeza. Es una ensoñación.

Comentarios

M. Deveriá ha dicho que…
Hermoso y triste relato, querido José Luis. Y qué preciosa debe de estar Paula, va a darte mucha felicidad verla crecer y mirarte en sus
Yo sí hablo de Zweig y lo releo con frecuenciaojos azules.. Precisamente los dos últimos días he comentado dos libros suyos en mi muro.
Un abrazo.
José Luis Muñoz ha dicho que…
El tiempo, querida amiga, es enemigo de la lectura. ¡Que lejos los tiempos en los que llegaba a leer cuatro libros Tuve la suerte de leer toda la literatura clásica en los 25 primeros años de mi vida. Creo que fue un bagaje extraordinario que siempre llevé conmigo. ¿Relecturas? Me gustaría. Feliz verano con Zweig.
M. Deveriá ha dicho que…
Creo que era el gran Borges quien decía que "con cada libro deberían vender también el tiempo necesario para leerlo". Yo también leí siendo muy joven a los clásicos, y lo agradezco mucho.
MarianGardi ha dicho que…
Jose Luis, me encanta beberme tu diario.
Terminè la ultima novela y ya vi que no se salvó el protagonista de la muerte que le corroía el deseo.
Un abrazo
Paco Gómez Escribano ha dicho que…
Genial, maestro. Siempre que te leo, haces que se remueva algo dentro. Un abrazo.

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