Diario de un escritor
Barcelona, 20 de
diciembre de 2012
Es curioso lo que connotan algunas palabras. Tanatorio, por ejemplo.
Pretende ser aséptica, ocultar una realidad, pero no nos engaña. Me gusta
Tanatos, pero no tanatorio. Cementerio remite a tapias y cipreses. A
fusilamientos en este país que no sé de quién es. Estuve dos días entre
muertos.
Salgo al exterior. La Sierra de Collçerola, en ese punto, luce
espigados pinos y la luz apagada del atardecer da un tono mortuorio a un
paisaje que se me antoja desolado. Paseo por el exterior, escuchando el eco de
mis propias pisadas, observando como los jabalíes han hozado la hierba y la han
levantado con sus morros y pezuñas. La atmósfera, la luz, es de frío. Pero no hace.
Quizá el hielo corra por dentro.
La muerte da sentido a la vida. Una vida sin muerte sería un
sinsentido. Curioso que ansiemos la eternidad, vivir cada vez más años, y luego
racionalmente pensemos que eso sería una no vida insoportable. ¿Para qué tengo
que levantarme si voy a vivir eternamente? Seguro que el muerto, mi muerto, de
haber gozado de algún momento de consciencia, habría optado por irse mucho
antes de convertirse en un impedido.
Los muertos
inquietan en su silencio. Profesionales del maquillaje palían la palidez de los
cadáveres y los convierten en esculturas de carne. La muerte es blanca, como un
paisaje nevado, que es todo lo que la naturaleza se aproxima a ella. Descanso.
Blanco. Silencio.
Los muertos, más si son cercanos, provocan sensaciones encontradas.
Hay como una especie de liberación en la muerte, para el que la sufre y para
los que han asistido al largo e insoportable proceso de demora de lo inevitable.
Pero, ¿adónde van los muertos si es que tienen que ir a alguna parte? Y hay
inquietud, incomprensión, ante ese ser encerrado en una urna de cristal que
parece estar durmiendo en un sueño profundo con sus manos delgadas, aquellas
que fueron fuertes, auténticos puños de acero, cruzadas sobre el pecho del
sudario.
El vivo que observa al muerto se pone automáticamente en su lugar.
Ante ese ser inmóvil, que una vez fue fuerte y estuvo pletórico de vida, se
pregunta lo que tardará en ocupar su lugar.
Los tanatorios me ponen casi tan nervioso como los hospitales, y eso
que en ambos he estado de visita. En los hospitales el calor es tan
insoportable que uno intenta, sin éxito, abrir las ventanas. En los tanatorios
me libro del aire enrarecido saliendo afuera. Me apetecería un cigarro, pero
nadie tiene.
La terapia ante la muerte es un guion que nadie ha escrito pero todo
el mundo sigue a pie juntillas. El duelo se convierte en una sucesión de llanto
y risa histérica mientras van llegado amigos y familiares a presentar sus
respetos. Hay familiares a los que uno no reconoce porque no los ha visto desde
el último entierro treinta o cuarenta años atrás. En todos los velatorios hay
hambre. Todo aquel que acude a presentar sus respetos al difunto suele hablar
en voz alta, contar algún chiste y mostrarse pletórico aunque la enfermedad,
como un gusano, lo vaya royendo por dentro. Y luego, lo primero que hará,
saliendo, cuando deje atrás ese tétrico y solitario tanatorio, será entrar en
un bar y tomarse un bocadillo y beberse una cerveza. Hay que demostrar que se
está vivo y que la muerte no nos asusta.
Entro varias veces a ver al muerto. Nos turnamos. Algunos se acercan,
ponen una mano sobre el frío cristal de la urna, cierran los ojos y rezan. Yo,
simplemente, hago un esfuerzo para recordarlo con vida, lo saco de esa urna de
cristal refrigerado, lo monto en el cuatro por cuatro y lo llevo por una
carretera del Valle de Arán que no vi que estaba cortada. El muerto que murió
con 91 años tenía entonces 84. Una roca gigantesca, caída ladera abajo,
taponaba la pista forestal y recuerdo que pasamos justos, con dos ruedas por el
borde del abismo. Ese excursionista de 84 años me guiaba la maniobra para que
no bajáramos dando tumbos hasta el fondo del barranco y no ocupáramos ambos,
prematuramente, la urna en donde siete años más tarde descansa él. Cuando
superamos ese primer obstáculo nos encontramos otro que parecía infranqueable.
Entonces, con siete años menos, yo era un conductor temerario. Una muralla de
troncos cortados barraban la maltrecha pista cortada, una pirámide de varios
metros de altura e inestable. Pero no podíamos dar marcha atrás, ni dar media
vuelta, ni apartarlos, sino que teníamos que seguir adelante. Puse la primera y
aceleré. Los troncos se movían a medida que ascendía por ese monte de madera,
se separaban y amenazaban con dejar las ruedas sobre el vacío o voltear el
vehículo. No sé bien cómo, pero superamos esa prueba. Recuerdo que, una vez
pasado ese obstáculo, le pregunté cómo se encontraba. Tranquilo, me dijo, yo he
pasado la guerra.
Sí. El muerto que velo ha pasado la guerra, cruzó el Ebro, marchó
luego al exilio, se escapó de la playa de Argelés Sur Mer burlando la
vigilancia de los carceleros negros y regresó a España para vivir la miserable
y larga posguerra que castró a los vencidos. Fue miembro de esa generación
golpeada por todos, pasó hambre y penurias pero supo estar con los suyos,
desvivirse por ellos. Rebelde, sincero, generoso, corajudo, testarudo, buen
padre, mejor esposo, excelente suegro. Se va de este mundo pero deja a otros en
él: hijos, nietos, bisnieta que ha sacado sus rizos de oro.
El cortejo fúnebre tiene siempre algo de berlanguiano. Según cómo se
observa hay una nota cómica en medio de tanta tragedia. Unos urinarios que
están junto a la sala de oratorio y ante los que la comitiva, precedida por una
empleada de pompas fúnebres que enarbola una rosa blanca y actúa como los guías
de turistas japoneses en la Barcelona de Gaudí, se detiene porque dentro está
la viuda. Una secuencia de película siciliana.
El sacerdote es un buen profesional y hace un trabajo impecable. La
ceremonia con el cuerpo presente es breve. La luz entra tamizada a través de un
ventanal de cristal esmerilado. Los kleenex limpian el llanto de los rostros.
Dos instrumentistas interpretan una pieza de Verdi. Finalmente se desechó Reloj, la canción preferida del que
aguarda volver a la tierra en su ataúd de madera. No habría lágrimas
suficientes para escucharla.
Nos vemos, Enrique, le digo mientras el ataúd se desliza en su nicho y los dos empleados
lo sellan. Qué poco somos, oigo a mi
alrededor. Y los cipreses se comban, por una corriente de aire.
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Susana.
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