DIARIO DE UN ESCRITOR


Barcelona, 27 de diciembre de 2012
 
Olvidé un abrigo en un bar. Me di cuenta de su falta cuando, en la terraza de otro, quinientos metros más arriba y tres horas más tarde, empecé a sentir frío. ¿El abrigo? ¿Lo llevaba puesto cuando cogí el tren? ¿Lo llevaba al salir del cine? Reconstruí mis movimientos desde que salí furtivamente de esa casa por la mañana. Entonces lo llevaba porque me acordaba del gesto de habérmelo sacado en el vagón de tren, porque hacía calor, haberlo doblado y ponérmelo luego en el andén cuando bajé. Pedí permiso a las limpiadoras del cine en el que había estado desde las diez de la mañana hasta las doce para registrar la sala. Nada. Ni rastro. Ya estaba por darlo por perdido y deseando que hubiera caído en manos de quien lo necesitara, cuando probé la última opción posible: el bar en donde esta mañana, más por consumir tiempo que por hambre, me había tomado un café con leche y un diminuto, pero exquisito, cruasán. Allí estaba mi abrigo, guardado entre objetos perdidos.
Ando un poco conmocionado por el dolor de ficción que traspasa la pantalla y es capaz de que duela al espectador. El que me produce ver a un personaje tan atormentado como el que protagoniza Joaquim Phoenix en The master del siempre fiable Paul Thomas Anderson. Anderson es de los grandes del cine norteamericano. Y Phoenix, retorcido físicamente, con mirada enloquecida, es el paradigma del dolor en esa película tenebrosa y turbadora que me ha tenido dos horas con un nudo en la garganta, clavado a la butaca, sin parpadear, como el protagonista, en una sesión matinal. Empiezo a habituarme a esas sesiones de pases de prensa de las diez de la mañana, no aptas para perezosos o trasnochadores. No son muy concurridas. Apenas llenamos los críticos militantes un tercio del aforo de la sala. Uno siempre encuentra gente conocida entre ellos. Hoy una amiga argentina que cocina divinamente un pollo al curry tai stile el día de Navidad. Se vino a sentar a mi lado en cuanto me vio entrar en el cine. Nos sumergimos en la película desde la primera imagen marina. Phoenix ganará el óscar, eso me lo apuesto ya con quien sea. A su lado Philip Seymour Hoffman brilla menos que de costumbre, y mira que brilla ese actor obeso y rubicundo que cada vez se parece más al gran Orson Welles. La película es más que un duelo interpretativo, pero los dos actorazos llenan la pantalla en numerosos planos contraplanos y hacen que el tiempo no se perciba en escenas que serían largas minutero en mano: hipnotizan ambos en unas composiciones que se salen de la norma. Paul Thomas Anderson recrea una atmósfera que perturba alrededor de dos personajes con taras emocionales evidentes. ¿Quién está más loco de los dos? Imágenes bellísimas se contraponen a otras durísimas. Joaquim Phoenix interpreta con el cuerpo, además de con sus facciones. Literalmente se retuerce dentro de sus estrechos trajes, imposta una forma característica de andar, provoca miedo en cada una de sus miradas a cámara, como el Daniel Day Lewis de Pozos de ambición, la anterior obra maestra de Paul Thomas Anderson.
Uno sale del cine sin abrigo y sin darse cuenta de que se lo dejó en esa cafetería atendida por camareras colombianas porque anda todavía inmerso en ese atormentado personaje de The master que pasea por mi cabeza con su andar característico, un hombro más alto que otro, literalmente retorcido de dolor, como si somatizara su personalidad. Un personaje muy americano, sin nadie, sin familia, hijos, raíces, de aquellos que son felices mientras están haciendo el servicio militar porque el sargento se convierte en su padre, aunque les ordene asesinar enemigos a los que no conoce y no sea para él más que una marioneta que responde a su voz. Un personaje oscuro que trata de ocultar su pasado y colisiona con un gran manipulador y seductor sectario. Y yo sin echar de menos el abrigo hasta que me levanto de la terraza del bar Estudiantil de la plaza de la Universidad, en donde en mi juventud se sentaba alguna puta y ahora lo hacen turistas, y lo echo en falta. ¿El viento que corre es el que refresca mi memoria? Y vuelvo al cine, a la sala que me dejan inspeccionar las limpiadoras y, mientras reviso las filas, primero la que creo fue la mía, luego las otras, todas, me digo que si fuera un terrorista, Unabomber, ése sería un buen momento para dejar una bomba allí, en el patio de butacas. ¡Qué ideas más raras! Pero también fue extraño, irreal, esos pasos por una Barcelona que todavía no se había desperezado y yo saliendo por las escaleras del metro de la plaza Catalunya, descendiendo por las rondas con sus comercios cerrados, comprobando que la mejor horchatería de la ciudad, que estaba en la plaza de la Universidad, Figuls, en donde entraba siempre de la mano de mi padre (siento el frío de sus taburetes metálicos y altos en las piernas desnudas con pantalón corto), es ahora una jamonería, pasando luego ante un grupo de ciclistas chinos que hablaban y fumaban en medio de la calle bajo gorros de tafetán en la parte multiétnica de la ciudad en la que suele haber putas maduras y no muy agraciadas que cogen clientes en la calle y los alivian rápido en pensiones cercanas, sintiéndome intruso hasta cuando compro un diario con pocas páginas, porque en días de Navidad hay pocos periodistas de guardia, y leerlo en esa cafetería en donde voy a terminar dejándome olvidado el abrigo.
Luego, de regreso a casa, me suceden más fenómenos paranormales: me coge un taxista ucraniano, un joven cuadrado y rubio que habla como los rusos de las películas de Cronemberg, quizá un mafioso aunque él me diga que era conductor de camiones que, con la crisis, ha terminado en el taxi. Le saco poca información, a pesar de que habla mucho y escucha una emisora rusa mientras conduce. Lleva seis años en España. Estuvo viviendo en Figueras. No consigo saber qué hizo en Figueras, a qué se dedicaba. Se lo pregunto. Me contesta que otro trabajo. Matón de discoteca, me digo, midiendo el contorno de sus brazos. Habla bien de Rajoy. Deberían grabarlo por esa excentricidad. Aplaude la política de recortes. Asegura que en 2014 España saldrá de la crisis, volando, que el nuestro será un gran país. De mierda.
Me siento, cada hora que pasa, más extranjero de mí mismo.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
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