DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán, 4 de enero de
2013
De cuando en cuando tomo caminos que no sé adónde me llevan. Es algo
que hago con cierta frecuencia. A veces me topo con callejones sin salida,
carreteras cortadas o senderos que mueren abruptamente ante una pared de roca. Hoy,
por la tarde, después de comer, crucé el río por el puente y me detuve ante el
número 1 de una calle que nunca había visto hasta aquel momento. Con las calles,
como con los libros, como con las películas, como con los paisajes, uno siempre
descubre cosas nuevas. Me acerqué porque la casa número 1, al lado de una
pequeña central eléctrica que es de un particular (y que creo que es el que me
suministra la luz de la casa), al borde de un canal de agua que es el que mueve
el pequeño generador, estaba cerrada y parecía abandonada a pesar de estar
dentro del pueblo, al otro lado del río, al otro lado del puente. El número 1
de una calle que no sé cómo se llama. Pero lo que me llamó la atención, más
allá del estado ruinoso de la vivienda y de su puerta cerrada y tapiada, fue la
inscripción grabada en piedra que sobrevolaba la entrada: “Es de fe y Dios lo
dice que la maldición del padre y también de la madre destruye, seca y abrasa
de raíz hijos y casa. 1831”. Y parece que la casa se mantiene inhabitada desde
esa fecha, por si acaso.
A veces es apasionante internarse en el bosque, aleatoriamente, sin
saber exactamente adónde van a conducirte tus pasos. Hoy, después de pasar de
largo de la casa maldita y prometerme investigar sobre tan misteriosa leyenda
grabada en piedra casi doscientos años ha, he dirigido mis pasos hacia dos
casas que descubrí desde un mirador. Por un amplio prado, con mi vara de pastor
que no me abandona en esos paseos y es arma disuasoria en caso de ataque de
canes, llego donde pace, con su pastor y su perro, que no me ladra pero se
acerca y me rodea, husmeando, un pequeño rebaño de ovejas.
─Bona tarda.
─De passeig?
─Sí, de passeig.
Pastor y paseante intercambiamos miradas de desconfianza mutua. Yo a
él no lo conozco; él, seguramente, a mí me debe de haber visto. Pero con mi
barba larga, que ya puedo peinar, mi gorra de visera y mi camisa de leñador le
debo de parecer un forastero extraño porque por esa zona, en teoría, no hay
nada que ver, no hay camino que tomar.
Cuando mueren las roderas del cuatro por cuatro que he ido siguiendo, dos
negras paralelas contra el verde del prado, tomo un pequeño y retorcido sendero
que se hunde hacia el fondo de barranco y así seguirá haciéndolo, entre
antiguos muretes medio derruidos y maleza que ha ido creciendo a ambos lados
del camino, hasta cruzar un río por un puente. Luego la senda trepa por la
ladera de la montaña, la hierba que cubre el camino desaparece y éste se
descarna, seguramente por las pezuñas de los jabalíes, y tras doscientos pasos
que doy lentamente, para salvar un desnivel de cincuenta metros, me asomo a un
nuevo prado que surge cuando termina el hayedo y en cuya frontera, contra la
ladera del monte, se alza una enorme cabaña de pastor alargada y bien
conservada y una pequeña vivienda adjunta, ambas abandonadas, porque no se ve
vida alrededor, porque la maleza las envuelve.
Alguien, muchos años atrás, atravesó un tronco pintado de blanco para
barrar el camino. Yo lo salto. En el pequeño espacio que separa ambas
edificaciones hay un cubo metálico lleno de agua convertida en hielo porque el
sol no le llega en ningún momento. El aprisco tiene su puerta entornada. La
abro. Dentro está oscuro y no entro, no sea que vaya a fallar el suelo bajo mis
pies. La que parece vivienda está cerrada a cal y canto con llave, así es que imagino
dentro un camastro y algún mueble. Quizá el pastor que he visto abajo se
refugie en esa cabaña y encierra a sus ovejas en el aprisco.
Desde las casas se tiene una visión casi cenital del pueblo, que
aparece con sus característicos tejados de pizarra muy abajo. No me conformo
con el descubrimiento sino que sigo adelante, vislumbrando un camino difuso que
su poco uso ha ido borrando y que bordea un prado vecino y se adentra luego,
más marcado, en un nuevo hayedo de árboles retorcidos y viejos. Voy avanzando
en un silencio que sólo rompe el rumor del río que corre por el fondo del
barranco. Voy observando los árboles caídos, esas viejas hayas que aparecen tumbadas
y cuyos troncos he de saltar para seguir avanzando. Algunas, cubiertas de musgo
que corroe sus cortezas, aventan sus retorcidas raíces cargadas de tierra
oscura. Todo está muy húmedo, más húmedo en cuanto la senda se aproxima al río
que desciende barranco abajo formando pequeños saltos de agua rumorosa.
Cuando el camino cruza de nuevo el río, para pasar al otro lado de la
montaña, descubro un vestigio humano. Alguien, no se sabe por qué razón, dejó
abandonado un enorme barril cerrado que no sé qué contiene. El barril, grande,
pintado de amarillo chillón, no debe de hacer mucho tiempo que yace sobre la hojarasca
y el barro porque no está oxidado. Me acerco para fotografiarlo y miro a mi
alrededor. Encontrar vestigios humanos en lo más profundo del bosque siempre
inquieta.
Dejo el barril a mi espalda y sigo la senda que se convierte, pasado
el río, en un barrizal espeso. Lo bordeo subiendo por la ladera de la montaña y
apoyándome en el cayado hasta que llego a una bifurcación. Tomo el camino que
sale a la derecha, porque es el ascendente, y desecho el descendente, y
memorizo los pasos que doy por el bosque, porque conviene recordarlos de
bajada, para no extraviarse y andar vagando eternamente por ese laberinto arbóreo.
Sigo lo que parece, por lo angosta, una senda de cazadores que hace mucho
tiempo alguien ha utilizado: entre la hojarasca descubro un cartucho percutido.
Salvo los obstáculos en forma de árboles caídos con sus raíces al aire. Bordeo
otro barrizal en cuanto el camino describe una curva cerrada y cruza de nuevo
el mismo río, esta vez sin puente, pero con una piedra plana en medio del curso
que me permite salvarlo sin mojarme el extremo del pantalón de pana, y salvo
una cuesta que no me lleva a ninguna parte, que termina en un prado inclinado
en donde los árboles han dejado de crecer. Ya no me arriesgo a seguir más
sendas, ni a crearlas, así es que desciendo, con el mapa de las vueltas y
revueltas que he ido dando hasta llegar allí en mi cabeza, desandando lo
andado, fijándome bien en los árboles que dejo a mis espaldas, en esa enorme
roca cubierta de musgo que me llamó la atención viniendo, pero decido, en el
último tramo, no pasar por las casas de nuevo sino seguir descendiendo por la
ladera de enfrente de la montaña, por una senda amplia y más transitada, por la
que casi cabe un cuatro por cuatro, y que me lleva, tras dos kilómetros de
bajada, al prado que hay al otro lado del río y desde el que se divisan las
casas humeantes del pueblo, la torre de la iglesia en medio, presidiendo. Me
doy cuenta entonces, porque no me he dado cuenta antes, en los más de 365 días
que llevo exiliado en la naturaleza, que el cementerio y el colegio están casi
pared con pared, que sólo los separa una delgada calle por donde transitan los
muertos en hombros de sus afligidos seres queridos. La vida, de la escuela, y
la muerte, del cementerio, tan cercanas. Y la casa maldita a la vuelta de la
esquina, junto al canal de agua que da la luz a medio pueblo.
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Cristine Pizán de Facebook