DIARIO DE UN ESCRITOR


Arán, 5 de enero de 2013

También me pierdo. Puede que todos y cada uno de los acontecimientos de este 2013 lleven en sí una carga simbólica. Comí rápido (una sopa algo insulsa que iré mejorando con el añadido de nuevos alimentos), tomé el coche y pisé la carretera. Poco antes de la frontera zigzagueé por una pista asfaltada. Era estrecha. Pero no me crucé con ningún coche. Tenía los bordes helados, blancos, como la hierba que crecía alrededor del río, porque el sol no entra en invierno en el fondo de ese valle, pero no patiné. Conducía con una cierta tensión debido a mi pánico al hielo y al recuerdo de malas experiencias el año pasado. No sabía adónde iba, exactamente, mientras me internaba por aquel valle sombrío, dejaba atrás una cascada que salpicaba de agua la carretera y seguía el curso de un río al que me asomaba a veces por la derecha y a veces por la izquierda. Dejé el coche aparcado a la entrada de una pista forestal, de tierra congelada. Descendí con cuidado de no resbalar, tomé mi cámara de fotos, sin la que me siento ciego, y un bastón que me sirve para ayudarme a andar y tantear el terreno. Eran poco más allá de las cuatro y media cuando empecé a subir por aquella pista ancha que giraba a derecha e izquierda monte arriba y atravesaba un hayedo viejo y poco frondoso de ramas desnudas. De vez en cuando me detenía para fotografiar esos árboles retorcidos, doloridos, viejos, que parecían lamentarse a través de sus oquedades, o los muertos, ya caídos, tumbados en la ladera, con las raíces en el aire y hierbas y matojos devorándolos lentamente. Caminaba en silencio y a buen paso con el rumor del río abajo, por el fondo del valle. Dos placas finas de de hielo, formadas sobre dos pequeños charcos, crujieron bajo mis botas. Mientras avanzaba mi vista se iba hacia montones de leña que habían dejado al borde del camino leñadores que habían pasado por allí y me preguntaba si sería capaz con el cuatro por cuatro y utilizando la reductora de trepar por esa pista forestal y cargarla. Rechacé la idea cuando tropecé, en una de las revueltas, con un tronco caído que barraba el camino y luego con un peñasco que había rodado ladera abajo y hube de sortear. La pista se estrechaba, se empinaba, se hacía más angosta, hasta convertirse en camino y éste en senda. Pronto la senda se fue haciendo cada vez más difusa y era difícil saber por dónde iba porque la hojarasca cubría toda la superficie. Como precaución, para el regreso, tomé fotografías de algunos árboles característicos, gruesos, retorcidos, comidos por el musgo. Ya no oía el rumor del río que se despeñaba seiscientos metros más abajo y seguí, inventando el camino entre árboles, intentando dejar atrás ese bosque para llegar a un lugar con vistas que me permitiera vez, sin ningún obstáculo delante, las montañas nevadas del frente que se intuían entre las ramas. El monte se hacía más escarpado y ya no había camino ni puntos de referencia. Pero seguí, porque quería ver esas montañas nevadas. La pendiente era tan fuerte que tuve que clavar el bastón de avellano en el suelo cubierto de hojarasca para izarme. Hube de cogerme a ramas de árboles. Algunas, frágiles, se tronchaban con el peso de mi cuerpo. Resbalé, caí, pero no me hice daño: el suelo era blando, la hojarasca formaba una capa gruesa protectora, no había rocas o estas estaban cubiertas por musgo mullido. Al final pude ver las montañas nevadas, pero seguía dentro de ese bosque laberíntico que parecía no tener fin. Las fotografié. Me deleité con su visión. Estuve unos minutos en silencio, ajeno al paso del tiempo, hasta que miré el reloj. Las cinco y diez. A las seis es de noche cerrada. Así es que empecé el descenso, con la memoria visual del camino de ida presente en mi retina. Pero la perspectiva del descenso nada tiene que ver con la del ascenso. Bajaba mucho. Me di cuenta. Y no había senda posible. Los árboles que tenía como referencia subiendo eran otros. Vi dos manchas de nieve que no había visto antes. Así es que bajé más. Hasta que me asumí que me había perdido. Y empecé a sentir un calor insoportable, a sudar bajo mi gorra y tener la boca seca como el esparto y el corazón acelerado bajo la camisa. Si bajaba lateralmente, me decía, en un momento u otro tenía que dar con la senda de subida. Pero no era algo matemático. Podía haberme equivocado de altura y haber bajado más de la cuenta con lo que nunca daría con la senda ni con la pista. Opté por el optimismo para que no cundiera el pánico. Resbalé por lo pendiente de la ladera y no rodé hasta el fondo porque me sujeté a una raíz de árbol que sobresalía como una garra entre la hojarasca. Miré a mi alrededor buscando algún paraje conocido. Miré las fotos que había hecho. Todos los rincones de aquel bosque eran iguales, todos los árboles se parecían. Me dije que lo más importante era no perder la calma, mantener la cabeza fría y dejarme llevar por la lógica. Mientras pudiera ir bajando, estaba salvado. Lo malo, y no quería pensarlo, era llegar a un punto en el que el descenso por la pendiente fuera imposible, o tropezara con un barranco insalvable. Seguí el descenso. El bastón me ayudaba a no rodar montaña abajo. Lo clavaba con fuerza en el suelo y pasaba con su apoyo el terreno más complicado. Debía encontrar el camino antes de que se hiciera de noche, eso lo tenía muy claro. Pero también tenía claro que había perdido definitivamente la senda de subida y estaba trazando una nueva ruta por la montaña. Seguía sin tener frío, sólo calor, pero ya había conseguido controlar la sequedad de la garganta. Sé orientarme, pero estaba descendiendo contrarreloj con el tiempo en mi contra y lo que no podía hacer, bajo ninguno de los supuestos, era subir de nuevo por la ladera, cansarme, y buscar el sendero correcto, así es que seguí bajando confiando en que en un momento u otro cruzaría la pista forestal que me llevaría al coche. A las seis menos veinte, con escasa luz, reconocí unos árboles caídos, inconfundibles, y detrás de ellos la pista forestal. Me había orientado correctamente y había salido en el punto adecuado, exacto, seguramente por suerte, o quizá por intuición, pero podía haber bajado un poco más y entonces la habría pasado de largo y difícilmente habría dado con ella. Ya en la pista me quité la gorra de cazador que siempre me acompaña y me pasé la mano por mi pelo empapado de sudor. Respiré hondo y emprendí el descenso a buen paso cuando ya la luz desaparecía de aquel valle. Alcancé el coche a las seis y diez, completamente a oscuras. No volveré a salirme de los caminos. Eso me dice uno de mis yos. El otro, calla..  

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
No volveré a cruzar por un alud, pero claro... eso lo dice mi yo más sensata.
Brujula y linterna José Luis ¡¡¡
;9
M.
Anónimo ha dicho que…
hola me enkanto tu blog, te mando saludos...!!!!

y no dejes de ecribir XD adios :D ñ.ñ
Anónimo ha dicho que…
J.luis eres un osado deberías posponer tus excursiones para días más soleados, aunque debo reconocer que yo te acompañaría en esa intrépida excursión.
Espero pronto acompañarte en alguno de tus periplos por el valle.
Un abrazo muy fuerte, ver si coincidimos con esa cerveza en el hiru

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