SOCIEDAD /67


67


El perro de tres patas aulló el otro día ante la puerta de mi casa. Lo estuvo haciendo un buen rato, hasta que se cansó. Los perros tampoco son infalibles. Ese día me levanté, exprimí las dos naranjas de siempre y me hice café mientras una nube era una tilde para un monte próximo. Entraba el otoño.


La tragedia de la vejez no es que uno sea viejo, sino que se sigue siendo joven. La frase es de Oscar Wilde que murió a los 46 años, muy lejos de ser viejo, y la tiene grabada en su mausoleo Stanley Kubrick que murió, mientras soñaba, a los 70 años. He buscado algún escritor que muriera a los 67 años: Henning Mankell. Ernest Hemingway se reventó la cabeza a los 61 antes de rozar la decadencia. Pero vuelvo a Kubrick; el cineasta confeccionó una lista variopinta de 67 películas que uno tendría que ver antes de morir y no incluyó ninguna de las suyas; menos cinco, las he visto todas, y hay alguna que uno puede morirse tranquilamente sin haber visto, como la empalagosa E.T.


A alguien que escribe le suelen regalar por su aniversario libros que van engrosando la columna de lecturas pendientes. Creo que me quedan por leer dos mil. Esta vez tocó las 650 páginas de La desaparición de Stephanie Mailer del suizo Joël Dicker. Lo leeré a pesar de mi aversión a los best sellers. También unas entradas a un concierto de Philip Glass en el Palacio de la Música dentro de un año. He perdido parte importante de la vista y espero no perder el oído para escuchar al compositor de Las horas, una de esas películas que no me canso de ver. Virginia Wolf tampoco llegó a los 67 años; se metió en un río con unas cuantas piedras en el bolsillo de su larga y pesada falda y se dejó llevar por la corriente. Siempre que veo el cuadro Ofelia del pintor prerrafaelita John Everett Millais no puedo de dejar de pensar en la autora de Al faro y en su gélido final, y si ese cuadro tuvo alguna relación con la forma que escogió para suicidarse. El mar te abraza; el río te arrastra, te enreda en sus hierbajos en los que quedas atado, como esa mujer que queda atrapada en las hierbas del río en La noche del cazador de Charles Laughton o el protagonista de la hipnótica Europa de Lars Von Trier que sale por la ventanilla rota del tren y levita río abajo, entre hierbas. De ahí mi miedo a los lagos y sus largas y extrañas hierbas que crecen en sus fondos fangosos aunque sus aguas estén quietas. De ahí ese baño pospuesto 67 años en un lago pirenaico.  


A los 67 años, aunque Oscar Wilde no lo supiera, uno todavía se puede considerar joven, aunque todo es relativo; joven si se compara con alguien de 82 años, pero un anciano para alguien de 18. Un duendecillo de siete años me preguntó, no hace muchos días, si me moriría pronto. Me encogí de hombros y me sorprendió la pregunta. Él querría que fuera eterno y aspiro a serlo en su recuerdo. No lo sé, le contesté, aunque lo noto en el ambiente, callé. La biología es implacable, pero el truco es no pensar en ello, autoconvencerse de la inmortalidad.


La muerte te roza en muchas ocasiones de la vida hasta que un día te atrapa y te arrastra. A los 18 años te crees inmortal; a los 67 te sabes frágil. Una tormenta, unos mastines, un avión, un oso, estuvieron a punto de abreviar mi vida. Algunos van a su encuentro en un acto de suprema rebeldía. Tengo un suicida en mi imaginario al que no olvido aunque hayan transcurrido cuarenta años. A los catorce años se fue sin saber nada de la  vida.  


 La vida es una lucha diaria, y resultaría más cómodo morirse o sencillamente no nacer. De pequeño me obsesionaba con una pregunta sin respuesta: ¿Por qué yo soy yo y no otro?  Dicen que mueren en vida los heroinómanos, que ese chute en las venas es de lo más placentero porque luego no se tiene necesidad absolutamente de nada ni de nadie sino de más heroína para huir de la realidad y esa es la trampa mortal de los que eligen esa forma de morir. Mi heroína es la literatura: causa estragos mentales e interfiere en las relaciones sentimentales; ahorra visitas al psiquiatra y sublima el sexo y la violencia.


La vida, en términos generales, es una estafa grandiosa, como le oí decir un día a una tía nonagenaria a la que quiero mucho y se resiste a abandonar este mundo porque todavía tiene ansias de conocer, postrada en su silla de ruedas: mi tía escribe y es una adicta a las nuevas tecnologías, una mente joven en un cuerpo maltrecho. No se mueve de su despacho, pero viaja a través de una bola del mundo y de los libros que lee sin tregua siguiendo el precepto borgiano. Llegará un día que podrán trasplantarse los recuerdos a otros  cuerpos y seremos inmortales.

La vida es un soplo, un chasquido de dedos,  y uno no se da cuenta y ya está de vuelta de todo sin que el mundo haya cambiado ni tenga visos de hacerlo. Apenas dejamos huella. Cuando le expliqué a ese duendecillo de siete años que antes las fotos eran en blanco y negro, me preguntó si el mundo también era bicolor. Lo era, seguramente, lo fue durante los cuarenta años de oscuridad en los que hubo flashes de esperanza e ilusión.
 
Uno se desgasta pataleando. Es mi derecho irrenunciable sabiendo que no voy a cambiar el mundo. Eso tiene el inconformismo, que es una titánica y desgastadora lucha que te va laminando. A veces uno abrazaría el nihilismo absoluto y haría suya la frase de William Shakespeare de que La vida es una historia contada por un idiota, una historia llena de estruendo y furia, que nada significa. La vida es un sueño, y quizá el sueño sea la vida. Alguna relación sentimental finiquitada la he alargado a través de los sueños.  Cuando dejas de soñar con alguien, ese alguien ha muerto para ti. Yo he muerto muchas veces en los sueños de otros.


Tengo razones poderosas para, cada mañana, cuando despunta el sol y canta el gallo, sacar un pie de la cama y levantarme: el duendecillo al que le llevo sesenta años, que me hace preguntas que me descolocan, la principal de ellas. Un día más, decía mi madre cada mañana al abrir los ojos, que se extasiaba en sus últimos momentos con el color de la arboleda y apreciaba cosas tan pequeñas como el movimiento de una hoja,

Llegará un día en que ese simple acto, el de sacar un pie fuera de la cama y ponerlo en el suelo, no tendrá ningún sentido y en mi imaginario me iré a reposar a un cementerio indio a escuchar el susurro de las ramas mecidas por el viento. Creemos que somos trascendentes y sólo somos transitorios, simple eslabón de una especie estrambótica que se empecina en luchar contra el orden natural y se extinguirá algún día. Solo las impresionantes cimas de las montañas seguirán allí cuando yo me vaya, y luego ni eso siquiera.

El perro de tres patas aulló ante mi puerta y tuve que pellizcarme.



Negra, terrorífica, adictiva, misteriosa, escalofriante, cruel...

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