SOCIEDAD / NO FUTURE
No sé
si somos conscientes de nuestro lento suicidio como humanidad. ¿Lento o rápido?
Parece que hemos pisado a fondo el pedal de la autodestrucción y ya estamos en
un punto de no retorno sin que se tomen medidas drásticas a nivel global que
habría que implementar aunque fueran impopulares, pero la política es
cortoplacista y poco importan las generaciones venideras a las que dejaremos
una herencia de ruina. Los desastres naturales se aceleran. El mortífero
incendio de la isla de Hawai es un ejemplo de ello, un fuego pavoroso que ha
reducido a cenizas una ciudad y su entorno verde. Los bosques de Canadá llevan
meses ardiendo sin que remita el incendio que los devora. El mar Mediterráneo
está a una temperatura nunca vista: treinta grados centígrados. Las
temperaturas en este verano inusualmente cálido en Europa, y ya van varios,
alcanzan los más de 35 grados. En España ya es normal estar por encima de los
40 grados centígrados y ha habido una máxima en las islas Canarias de 46 grados.
Los pantanos están al límite y se está restringiendo el uso del agua de varias
poblaciones. Los humedales del parque nacional de Doñana han desaparecido. París se prepara para combatir temperaturas
superiores a los 50 grados. El planeta se está haciendo inhabitable a marchas
forzadas y el calor mata. El pasado año, como consecuencia de las olas de
calor, fallecieron en Europa 60.000 personas. Y seguimos sin tomar medidas
drásticas contra el calentamiento climático y hay quienes todavía niegan la
evidencia.
En doce
años, que son los que llevo viviendo en un valle pirenaico del norte de España
fronterizo con Francia, el cambio climático ha sido espectacular. Un glaciar
milenario, el del Aneto, sencillamente ha dejado de existir. Los primeros
inviernos, con nevadas espectaculares que comenzaban a mediados de noviembre y
duraban hasta el mes de marzo, son historia porque ahora empieza a nevar, si
nieva, a mediados de enero y a primeros de marzo deja de hacer frío. Como
consecuencia del calor han desaparecido millones de insectos y especies como
las mariposas, los saltamontes, las abejas y los escarabajos. Siguen, habiendo,
eso sí, las pesadas moscas. Los veranos que antes eran suaves ahora son
calurosos llegando a alcanzar puntualmente los 40 grados, algo nunca visto, y
multitud de arroyos se han secado. Antes, cuando cruzaba España de norte a sur,
debía parar en las gasolineras cada pocos kilómetros para limpiar el parabrisas
de los impactos de los insectos; ahora están impolutos porque no hay insectos
por el camino. España a ojo de avión es una desierto que acaba muy al norte en
donde aún hay un verdor residual. Y no se toman medidas.
Quizá
deberíamos aprender algo de China que está combatiendo el cambio climático,
aunque sea uno de los países que más contamina y contribuye al calentamiento
global, a base de convertir eriales en
frondosos bosques replantados que atraen a la lluvia y refrescan y purifican el
ambiente. Cada árbol es un tesoro, una máquina perfecta de regeneración
atmosférica y mi país, España, los pierde a miles por sucesivos incendios
forestales y porque no hay una sólida política medioambiental que palie esos
efectos y emprenda una repoblación forestal masiva de norte a sur.
El futuro que nos espera es catastrófico. Las poblaciones de la costa van a ser engullidas paulatinamente por el avance del mar, que ya ha sumergido islas en el Pacífico y está subiendo de nivel año a año por el derretimiento de los polos y la Antártida. Las migraciones climáticas no serán una distopía sino una pronta realidad. Ya puedo imaginar pateras de europeos del sur arribando, por ejemplo, a las costas de Islandia en busca del frescor porque España, el sur de Europa, hasta Inglaterra, se habrán convertido en zonas inhabitables.
Somos
nuestro cáncer y todavía no nos hemos dado cuenta. ¿Quién va a heredar la
tierra?
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