CINE / LA PROMESA, DE PATRICE LECONTE

 


No es ajeno el cineasta francés Patrice Leconte (París, 1947) a las historias apasionadas de amor desde que adquirió fama y prestigio con la estupenda El marido de la peluquera, un relato cinematográfico sacudido por la sensualidad y el romanticismo, ni tampoco a las películas de época, y ahí está Ridicule (1996), así que con La promesa, una adaptación de  Viaje al pasado de Stephan Zweig, uno de los autores capitales de la literatura centroeuropea, que llevó a cabo en 2013, se encontró cómodo porque es una película de época, está ambientada en Alemania en los albores de la Gran Guerra, y, al mismo tiempo, un relato herido por el romanticismo más extremo.


En la Alemania de 1912 Friedrich Zeitz (Richard Madden), un brillante ingeniero de clase humilde, es admitido en la empresa de fundiciones que regenta el magnate del metal Karl Hoffmeister (el siempre brillante Alan Rickman, prematuramente desaparecido). La sintonía entre el eficaz empleado y el empleador llega a los extremos de que este último le pida, porque su salud ya es delicada y no puede hacerse cargo de la fábrica, que traslade su domicilio a su elegante residencia y le informe directamente de su marcha. Friedrich acepta dejar su modesta y húmeda buhardilla en donde vive, aunque ello suponga abandonar a su amante, la humilde Anna (Shannon Tarbet), porque empieza a enamorarse perdidamente de la joven esposa de su patrón, la exquisita Charlotte (una extraordinaria y luminosa Rebecca Hall).


Patrice Leconte opta por el clasicismo formal a la hora de abordar este drama romántico de amor platónico (una de las virtudes más relevantes del film es la contención de los dos amantes que no consuman su amor en ningún momento y se comprometen con una promesa a mantenerlo, aunque se interponga el tiempo y la distancia) que se ve truncado por un viaje a México que debe hacer el ingeniero y el estallido posterior de la Primera Guerra Mundial que los separa más allá de los dos años acordados.

La película de Leconte, rodada íntegramente en Bélgica y en inglés (se planteó, por fidelidad al autor, rodarla en alemán) tiene una ambientación perfecta, una bellísima fotografía a cargo del operador portugués Eduardo Serra tanto de interiores, primorosamente iluminados, como de exteriores, una banda sonora de Gabriel Yared que subraya eficazmente momentos emotivos y, sobre todo, algunas escenas memorables como cuando Friedrich Zeitz atrapa el tobillo de su amada Charlotte y esta, ante el contacto de esa mano, se estremece.


Todo es sugerencia y sutileza en el film de Patrice Leconte que disecciona el deseo reprimido de unos amantes en una época en que las mujeres no alardeaban de sus cuerpos y los cubrían de pies a cabeza, y así eleva al súmmum de sensualidad la mano, el brazo o la nuca de Charlotte (“Llámame Lotte”, le dice ella en sus maniobras de acercamiento) cuando acude con su amor platónico a la ópera. El director francés, enamorado de su historia, y eso es algo que el espectador nota y agradece,  narra con precisión esa relación amorosa secreta que se alimenta con miradas de complicidad cuando se cruzan por los pasillos de la mansión los amantes secretos o se reúnen en las comidas, luego con el cruce de cartas cuando el ingeniero deba partir y el estallido la guerra la conviertan forzosamente en epistolar, y ahí la película remite a otra narración extraordinaria de Stephan Zweig, Carta a una desconocida, que llevó al cine Max Ophüls con Joan Fontaine y Louis Jourdan.


guerra es algo subsidiario en este drama pasional. Uno de los criados del palacete en donde viven los Hoffmeister se lamenta de que Alemania ha perdido la guerra ante la indiferencia de la señora que se limita a abrir las cortinas de los ventanales. Los amantes viven su historia en una especie de burbuja emocional al margen de los acontecimientos históricos que se suceden (una marcha de veteranos vociferantes, algunos esgrimiendo esvásticas, cuando Charlotte y el recién llegado de México Fritz alquilan un cuarto en una pensión).   


Inexplicablemente Patrice Leconte traiciona al espíritu de Stephan Zweig en un desenlace feliz completamente desajustado y forzado, lo que no impide afirmar que nos encontramos ante una de las mejores películas del director de El marido de la peluquera. La promesa un film sensorial y exquisito en donde brilla la belleza primigenia de una Rebecca Hall en estado de gracia, muy metida en un papel muy diferente a los habituales en películas de acción (Iron Man, Godzila, y de hecho el director se sorprendió de su transformación física metiéndose de lleno en el personaje)  y la solvencia de Alan Rickman que empequeñecen la actuación de su protagonista Richard Madden (Juego de tronos), un error de casting que no consigue transmitir la pasión que requiere la historia.


Y una nota al margen: la película fue literalmente machacada por la crítica especializada de Estados Unidos, Reino Unido y parte de la española con la excepción destacada del vitriólico Carlos Boyero. Me pregunto qué película vieron, o quizá me lo deba preguntar yo.

El amor platónico, romántico, venal, interpuesto, pasional, toxico, a dos bandas, fiel, infiel, feliz, infeliz, eterno, nocivo en 42 relatos que basculan entre el erótismo y el humor, la tragedia y la epifania, el dolor y el placer. 

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