LITERATURA / EL ESCRIBIDOR
89 años es una buena edad
para morir, aunque de los escritores se dice que no se jubilan, que mueren,
como los actores en los escenarios, escribiendo. Mario Vargas Llosa se nos ha
ido, lo que quiere decir que tendremos que conformarnos, a no ser que aparezca
algún inédito en algún cajón de su escritorio, como le ocurrió a su denostado
Gabriel García Márquez, con su basta y exquisita producción literaria, porque
don Mario, Premio Nobel (que no se lo dieron ni a Paul Auster, ni a Julio Cortázar,
ni a Jorge Luis Borges, ni a Milan Kundera), Premio Cervantes, Príncipe de
Asturias y Planeta aparte, era y es un
gran escritor, uno de los mejores, incluso cuando publicaba artículos, cuyo
fondo no compartía, en El País, porque la literatura estaba por encima de la ideología
y el peruano era capaz de argumentar las ideas más peregrinas.
Don Mario, con los años,
pasó de la izquierda (sus años jóvenes militando en el Partido Comunista de
Perú) a la extrema derecha (su decepción con el socialismo autoritario de Cuba),
rindiéndose ante ese icono popular llamado Isabel Díaz Ayuso y haciendo campaña
para el PP mientras se quejaba de esa Barcelona provinciana del procés y
bautizaba a su líder fugado con el simpático mote de Puchemont. Pero no es este
el momento de echárselo en cara. Allá cada cual con su ideario político. Si nos
tuviéramos que guiar por él, no leeríamos a Celine, a Lovecraft, a Borges, no
veríamos las películas de Clint Eastwood o de David Lynch. Don Mario, y eso
hasta sus máximos detractores se lo reconocen, era uno de nuestros mejores
escritores, porque, aunque abrió los ojos en Perú, en Arequipa, nació como
escritor en España, en Barcelona, en la cuadra de Carmen Ballcells como miembro
elegante y exquisito, y también guapo, del boom latinoamericano, esa eclosión de
escritores excelsos nacidos al otro lado del charco que manejaban el castellano
mejor que los peninsulares. Y con su marcha, y la de los extraordinarios
escritores de esa hornada literaria de lujo (Julio Cortázar, Jorge Luis Borges,
Arturo Uslar Petri, Carlos Fuentes, José Donoso, Augusto Monterroso, Augusto
Roa Bastos, Ernesto Sabato, Gabriel García Márquez, Guillermo Cabrera Infante…)
que han desaparecido del reino de los vivos, como ha pasado con la Nouvelle
Vague francesa, me he quedado huérfano.
El admirador de Gustave Flaubert,
el obsesionado por Madama Bovary a la que dedicó el sesudo ensayo La
orgía perfecta, el que se arrepintió muy tardíamente de su relación con
Isabel Preysler que lo convirtió en personaje de cotilleos, nos ha dejado
piezas exquisitas literarias que se seguirán leyendo hasta la eternidad, porque
a Don Mario, si algo le sobraba, era talento literario y ni sus enemigos
acérrimos, que los tuvo por sus ideas políticas liberales, se lo niegan. Puedo
decir que todo lo que he leído de él me ha parecido sencillamente maravilloso,
desde Pantaleón y las visitadoras a Lituma en los Andes, desde La
ciudad y los perros a La guerra del fin del mundo, y me acuso,
aunque de ese pecado voy a hacer propósito de enmienda, de no haber leído una
de sus novelas cumbres, Conversación en La catedral, que me recomienda
siempre que la veo la mejor lectora del mundo (M.R.), ni La fiesta del Chivo,
libros que tengo localizados y que leeré muy pronto. Ah, porque leer, en eso
siempre estuve de acuerdo con Don Mario, es una de las cosas por las que merece
la pena haber nacido.
Crucé mi mano y unas
pocas palabras con el arequipeño nacionalizado español en la Universidad de
Granada, veinte años atrás, durante mi exilio sentimental de cuatro años
marcados por la legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero. Daba una
conferencia el autor de La casa verde, que seguí con vivo interés porque
hablaba tan bien como escribía, y me acerqué para conocerle en persona y quizá
darle uno de mis libros dedicados. La charla no tuvo nada que ver con la que
mantuve en una Semana Negra con Jorge Semprún, otro de los grandes y de
distinto signo. Con el superviviente de Buchenwald, miembro de la resistencia
francesa y ministro de cultura con Felipe González, la conversación duró lo que
el café que me tomé y el vaso de whisky que Semprún degustó pocos meses antes
de morir hablando del nazismo, del mal absoluto. Con Don Mario la cosa fue más
frívola y fútil. Le admiro mucho como escritor, creo que le dije, y
obvié el lado político porque no tocaba y porque entonces no era todavía admirador
de Isabel Díaz Ayuso que se dedicaba a pasear los perros de Esperanza Aguirre,
la ministra de cultura de Sara Mago.
La vida, en su última
etapa, se resume muchas veces en ir perdiendo referentes (Alain Delon, Jane
Birkin, Bertolucci, Godard, Auster, Luis Eduardo Aute…), enterrar amigos y encontrarse
de repente en un mundo compartido con perfectos desconocidos, porque los
conocidos han ido saliendo del escenario, con los que ya no conectas y
experimentas una soledad infinita en un mundo que sientes ajeno. Me ha pasado
últimamente con Paul Auster, Fernando Marías, Salvador Robles Miras, Pedro
Zarraluki, Javier Abasolo y con tantos otros que pasaron al otro lado. Con Mario
Vargas Llosa la conexión siempre fue literaria y lúdica, porque leer sus
fabulaciones me producían un enorme placer, incluso detestando lo que decía en
sus artículos de opinión tan pulcramente escritos como bien argumentados. La
forma era fundamental y se privilegiaba sobre el fondo. Don Mario hacia
malabares con un castellano rico en significados y disparaba en sus obras
contra los tiranos, y en eso estábamos de acuerdo. ¿Habría escrito una novela
sobre Donald Trump, el emperador naranja? Las formas literarias de este genial
escribidor que se enamoró de su tía Julia eran clases magistrales.
Espero que en esa otra
dimensión en donde entras, don Mario, el lugar de donde nadie regresa, no
vuelvas a pegar un puñetazo a Gabriel García Márquez y hagas las paces con él.
Sois dos genios.
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