CINE / UNA BATALLA TRAS OTRA, DE PAUL THOMAS ANDERSON

 


Tiene cierta querencia el director norteamericano Paul Thomas Anderson (Los Ángeles, 1970), uno de los mejores sino el mejor de su generación, por la novelística de Thomas Pynchon. De su primer acercamiento en Puro vicio (2014) el director de Magnolia salió trasquilado: película larga, aburrida y desequilibrada. En Una batalla tras otra, su segunda incursión en el universo pynchoniano, sale mejor parado, aunque ni de lejos estemos ante el realizador de Pozos de ambición, El hilo invisible o The Master, para mí su mejor película junto con Magnolia.


No se sabe bien cuál es el motivo de rodar Una batalla tras otra. No se ve claro desde el principio. Es un error de bulto el intentar poner al día la novela original Vineland porque lo que se cuenta casa con el radicalismo de los sesenta y las revueltas estudiantiles que sacudieron Estados Unidos, Latinoamérica y Europa como respuesta a la guerra de Vietnam y la contestación del Mayo del 68, pero no con el presente. No hay en la actualidad, ni allí ni acá, una respuesta decidida, y armada, a las atrocidades del fascismo rampante internacional. No hay ni Panteras Negras (aunque las activistas negras de la película hagan referencia a ellas cuando asaltan un banco), ni Brigadas Rojas, ni Baader Meinhof en respuesta a los desmanes imperiales de Donald Trump, a quien no se le nombra en la película, por si acaso.


Bob Ferguson (Leonardo di Caprio), especialista en explosivos del grupo radical Francia del 75 (¿por qué no del 68?), debe hacerse cargo de la hija que tuvo con la militante negra Perfidia Beverly (Teyana Taylor) cuando esta, una radical irreductible, renuncia a la maternidad (Me deforma el cuerpo, me hace horrible, no hace más que llorar ese bebé, me ha convertido en una vaca lechera, dice cuando hace las maletas), y salvarla, cuando es ya la adolescente Willa (Chase Infinite), de las garras del coronel Steven J. Lockjaw (Sean Penn) que los persigue durante toda su existencia. ¿Estamos ante una puesta al día de El fugitivo?


Hay guiños a la situación actual de Estados Unidos (redadas de emigrantes, ciudades incendiadas, ocupaciones militares, racismo), pero no se toma en serio PTA, ni Pynchon, a esos revolucionarios de pacotilla que se enfrentan al sistema y le provocan meros rasguños (volando unas torres eléctricas dejan sin luz a una ciudad, y poco más). Hay un desequilibrio entre el thriller de persecuciones y la comedia en toda la película porque Paul Thomas Anderson no cree lo que cuenta, aunque lo cuente muy bien, y eso es de justicia remarcarlo. Abusa el director, para crear tensión, de una banda sonora rítmica que no cesa en las secuencias de acción y que es un subrayado tramposo que el espectador nota.


El tándem PTA / Pynchon, porque el escritor norteamericano es corresponsable del guion, juega con el estrambote con ese Club de Amigos de las Navidades (un KKK edulcorado) y el personaje de Steven J. Lockjaw, caricatura de militar fascista al que se presta un caricaturesco Sean Penn que parece un madelman de cartón con bíceps hinchados. El coronel que lucha contra el enemigo interno (los emigrantes), y que teme ser rechazado en ese exclusivo club de Amigos de las Navidades (atentos al nombrecito), tiene una personalidad contradictoria: detesta a los negros, pero se siente irresistiblemente atraído sexualmente por las mujeres de esa raza (la secuencia de su secuestro por parte de Perfidia que le exige que se empalme mientras lo encañona con su pistola y luego lo sodomiza en un hotel con ella). Tampoco es muy serio el personaje de Sergio St. Carlos (Benicio del Toro), el entrenador personal de Willa Ferguson que se dedica a esconder en el subsuelo de su casa a los emigrantes ilegales.


Hacia el final, la película deriva hacia una especie de reivindicación de la paternidad ya que la madre se dedica a hacer la revolución (y no sabemos qué ha sido de ella) y se centra en la relación de Bob Ferguson —fumeta borracho medio hippie que ha abandonado el ideario revolucionario, viste como El gran Lebowski y vive como Unabomber en una cabaña en medio del bosque (PTA alarga en exceso el gag de la contraseña que ha olvidado)— y su hija que hace de madre de su progenitor porque está siempre colgado. En ese estrambote, buscado y hallado que es toda la película, ya no sorprende ese convento de monjas negras que cultivan cannabis y le dan al tiro al blanco y en donde acaba Willa, la hija.


Esta ambigüedad entre comedia y thriller, que tan bien funciona en las películas de los Coen, con personajes sesenteros ubicados en la época actual (eso es lo que más chirría), no acaba de encontrar el terreno abonado en el último film del director de El hilo invisible, pero la película dura casi dos horas y es imposible que el espectador se aburra, y eso hay que reseñarlo.


Hay escenas memorables (Bob Ferguson huyendo por el subterráneo de su choza mientras los militares que la asaltan le lanzan gas), pero destacaría, porque es un prodigio de realización, la persecución automovilística en el desierto, con esa cámara a ras de asfalto en una carretera completamente convexa que consigue planos sencillamente espectaculares nunca vistos. PTA se ha divertido un montón rodando Una batalla tras otra y eso redunda en el espectador que se ríe a ratos. Willa coge el testigo de su madre (lectura de carta materna que causa sonrojo y beso al padre, también) y se va a hacer la revolución como si se fuera a una rave. Llama cuando acabe la manifestación, le pide el irresponsable padre. Esto no es serio, señores, pero es que la película ni lo pretende siquiera.


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