LA VIDA INVENTADA DE M
CAPÍTULO I
Cuando
llegas a tu casa, después de más de dos meses de ausencia, te sientes un poco
como el Dr. Zhivago en la novela de Boris Pasternak cuando entra en la dacha de
la que fue expulsado por los revolucionarios comunistas y contempla las
estancias cubiertas de hielo, el suelo con una capa de nieve que ha entrado por
la chimenea. Esto no es Siberia, te dices, pero casi. No hay hielo en las ventanas,
ni los carámbanos cuelgan del techo, pero las paredes huelen a frío y a soledad.
No ha entrado un rayo de sol en esos dos últimos meses y lo notas conforme
asciendes las escaleras arrastrando la maleta, trabajosamente, y abres la
puerta del dormitorio.
Notas
que te haces viejo porque ya no aguantas jovialmente las temperaturas bajas que
no te afectaban cuando eras joven y andabas por esos prados y bosques en
camiseta y pantalón corto. Los setenta años que acabas de cumplir te pesan en
los huesos, la espalda y las articulaciones. De cuando en cuando hay una
vértebra que cruje, cuando haces un esfuerzo, y por un momento, cuando oyes ese
ruido, te ves en una silla de ruedas, o tienes esos ataques de lumbalgia tan
molestos que te impiden hacer algo tan simple como anudar los cordones de los
zapatos. Por eso ya no te compras zapatos con cordones. Por eso vas siempre con
mocasines, menos cuando estás en el valle y ese tipo de zapato no es compatible
con el barro, la hierba, las piedras.
Hace
frío extremo y te sientas en el borde de la cama a observar el paisaje desolado
que, enmarcado, convierte la ventana en un cuadro. La nieve cubre todo lo que
llegas a ver, hasta el horizonte brumoso, y los copos bailan una danza insinuante
batidos por el viento que los zarandea a capricho. Hubiste de coger la pala,
antes de meter la pickup en el garaje, y abrir un camino por la nieve para que
el coche no patinara sobre los bloques de hielo que se han formado en las
rodadas prensadas que ha dibujado el coche de tu vecino. Iluminado por los
faros de tu vehículo, luchabas, en medio de la ventisca, dando golpes de pala hasta
que se dobló contra esa costra dura como un espejo.
Son
las cuatro de la tarde y te has comido un sándwich de mortadela por el camino
en un bar de carretera. Había una chica joven que te miraba con condescendencia
y un camarero que se miraba a la chica joven. Tú ya no mirabas a las mujeres,
sólo a las de los cuadros o las películas.
Quizá,
te dices mirando esa nieve que no deja de caer, debieras hacer más acopio de
leña por lo que pueda venir, porque el invierno puede llegar a ser muy largo,
así es que montas de nuevo en tu pickup azul metalizada, abres la puerta del
garaje con el mando a distancia y te deslizas por la nieve que cubre las calles
del pueblo procurando no pisar el freno e ir ralentizando la velocidad con el
cambio de marchas.
Crees,
con buena lógica, que si te diriges hacia la cercana frontera, una línea
imaginaria que alguien trazó en medio de un río, un bosque y un prado, al ir
descendiendo en altura, la nieve quizá no haya cuajado y puedas encontrar algún
leño que pueda servir para la chimenea. No te equivocas. Diez kilómetros más
abajo la montaña está limpia de nieve y la temperatura es algo más agradable.
Tomas una pista que ya conoces, una pista que un día te dio un susto de muerte
cuando tropezaste con una placa de hielo que deslizó tu coche hacia un barranco,
y te diriges por ella hacia un rincón en donde suele haber restos de leña que
dejaron las madereras que explotan los bosques del valle. Hay toneladas por la
montaña que se pudren lentamente y sirven de alimento a las plantas.
Junto
a un río fragoroso, que baja a trompicones por la ladera, y un buzón de correos
que hace años nadie ha abierto, porque seguramente su dueño, el solitario
habitante de una cabaña perdida del bosque, ya debe de haber muerto, encuentras
lo que buscas. Madera. Arrimas el coche a la cuneta y desciendes pertrechado
con una pequeña hacha, un gorro de cazador ártico, un chaleco que es también
forro polar y unas gafas para que no te salte a los ojos una astilla y veas
peor de lo que ya ves.
Los
años en el valle han hecho de ti un leñador experto. Te basta una sola mirada
para saber qué madera se partirá al primer hachazo o cual se resistirá a los
embates furiosos de tu hacha. En el lugar hay muchas ramas cortadas de
abedules, castaños, avellanos, que se pudren en el suelo, que lentamente van
siendo devorados por el musgo. También está el tronco muerto de un árbol caído,
quizá porque no pudo resistir el peso de la nieve, y a la que una planta carnívora
ha enroscado como una serpiente y lentamente devora. Eres consciente, mientras
arrastras toda esa madera hacia tu coche, cubiertas las manos con guantes, para
no dañar tu piel, que si te quedas 24 horas quieto en ese lugar te crecerá el
musgo en el cuerpo, una planta trepadora te rodeará con sus anillos y una raíz
perforará su vientre para anclarte para siempre a la tierra a la que irás a
parar inevitablemente.
Has
encontrado una amplia roca en la que partir la leña en trozos pequeños para
poderla transportar luego en la zona de carga del pickup, y mientras descargas
los primeros golpes sobre una rama de abedul que se deja descuartizar sin
resistencia, te das cuenta que esa roca cubierta de musgo sobre la que trabajas
se parece mucho a la piedra artúrica de las leyendas medievales, de la que Arturo
extrajo su Excalibur. Poco a poco, golpe a golpe, vas entrando en calor. Uno o
dos hachazos son suficientes para cortar esas gruesas ramas que las madereras
desecharon y que tú aprovechas. A veces, la rama está tan podrida, o tan
penetrada por la humedad, que al primer hachazo simplemente se pulveriza y se
convierte en infinidad de astillas mojadas por donde se deslizan larvas blancas
que se alimentan de ellas. Arrastras el brazo de un árbol caído, un avellano,
que abunda mucho por la zona, y descargas un par de hachazos en las proximidades
de su extremo que cae sin ningún problema. Crees que ese leño va a ser fácil,
pero te equivocas porque de pronto, a partir de determinado momento, cuando ya
has troceado más de la mitad, la madera se endurece súbitamente, se resiste a
ser cortada y el filo de tu hacha no consigue hacer en ella más que una
insignificante mella. Puedes dejar ese resto a otro leñador más joven o
fornido, pero te conoces y sabes que los desafíos, y ése es un pequeño desafío,
te motivan, y atacas con furia ese resto de avellano rebelde hasta que das con
el hacha en la roca y saltan un sinfín de chispas.
No
descansas, aunque tienes el pelo blanco húmedo bajo la gorra, aunque el corazón
te late a un ritmo más acelerado, a pesar de que el bíceps derecho, que es el
del brazo que descarga los golpes mientras con la mano izquierda sujetas los
leños para que no salten y te golpeen en la frente o en la cara, empieza a
dolerte. Aún puedes cargar más madera en la parte posterior del pickup. Así es
que sigues, ajeno a las miradas de un par de conductores que pasan por esa
pista forestal, posiblemente cazadores de ciervos o jabalíes, y te lanzan una
mirada de desconfianza, como hacen todos los lugareños con los forasteros,
porque a pesar de llevar diez años perdido en esas montañas sigues siendo uno
de fuera, alguien que se estableció en el pueblo y desató toda clase de
rumores. Sigues cortando. Zas, zas, zas. Sigues golpeando con saña las ramas y
los troncos caídos, haciendo leña de ellos, como si fueran las cabezas de tus
enemigos. Y, a cada golpe que das, cada vez que el filo afilado del hacha se
hunde en la madera dura, blanda, podrida, tienes siempre esa imagen premonitoria
de que tu golpe, en vez de contra el leño, patina y de alguna manera impacta en
tu pierna, corta el pantalón, la carne, se hunde esculpiendo un tajo hasta el
hueso que la detiene, produce una hemorragia espantosa, y te ves a ti mismo
haciendo con lo que tienes a mano, la camiseta que llevas debajo de ese jersey
de cremallera que te regaló una actriz canadiense hace diez años, un torniquete
por encima de ese oscuro boquete del que no cesa de manar la sangre a espasmos
mientras te debilitas.
No
has matado a nadie. Quizá eso te quede. Aunque tuviste en tu mano una pistola
Star y con ella apuntaste a la cabeza a un hombre. Te faltó el valor de apretar
el gatillo. Tu vida habría sido bien distinta si lo hubieras hecho. Habrías pasado
por cárceles. Quizá no habrías sobrevivido a ellas. Habrías salido de ella roto
y amargado. Así es que no has matado a nadie, todavía, te dices, mientras, con
la pickup llena de leña regresas a casa cuando ya anochece y en esa parte del
valle, cubierta de nubes plomizas, empieza a caer agua nieve que en el pueblo
es nieve.
Descargas
la leña en el garaje escuchando canciones de Tom Waits por la radio del coche. Envidias
su voz aguardentosa y te apetece dar un trago a esa botella de whisky que te
hace buena compañía por las noches. Esta es una operación, la de descargar la
leña del pickup, que te lleva quince minutos. Luego barres el suelo, te sacas
las botas, para no manchar con ellas el parqué de roble de la casa, y asciendes
por la escalera a la primera planta con un hatillo de leña seca, cortada dos
meses atrás, cuando te fuiste, y que seguramente arderá sin problemas.
Encender
la chimenea es algo que te gusta y que también has aprendido en estos diez años
de vida solitaria en el pueblo. Lo importante es fabricar un detonador que
genere la explosión de fuego y prenda toda la madera de un solo golpe. Utilizas
casi siempre papel de diario, o revista, arrugado, una docena de ellos, y
envueltos, a su vez, en otros diarios hasta formar una especie de pelota grande
que contiene a todas esas doce pelotas pequeñas. Sitúas el detonador en el
centro de la chimenea, apilas los leños más delgados a su alrededor, luego los
más grandes, en una segunda fila, y metes entre ellos nuevas bolas de papel de
diario, media docena, que serás las que prenderás con una cerilla. Cuando lo
tienes todo a punto, de rodillas, como si adoraras el fuego, te postras, rascas
el fósforo, prendes los papeles y esperas expectante a que el fuego opere el
milagro, que vaya del papel, que arde rápido y con enorme virulencia, hasta con
un rugido, a la madera, y esperas arrodillado, como seguramente hacían los
ancestros tuyos hace millones de años en sus cuevas, a que toda la leña prenda,
a que, lentamente, tras ese primer fogonazo de luz, sonido y humareda intensa
que es tragada por la chimenea, la leña se convierta en carbón incandescente y
empiece a irradiar calor por la estancia y por la casa.
Se
ha hecho de noche. Te has sentado junto al fuego, envuelto en una manta. Tu
aspecto es del de cualquier yanqui de la América profunda. Te has metamorfoseado
en un lugareño de estas frías tierras en donde has decidido aposentarte porque
las viste un día, te dio una corazonada y sentiste la llamada de la foresta que
experimentaba Jack London en Alaska cuando te adentraste en sus bosques
silenciosos en donde sólo se escucha el bramido de los ciervos. Reflexionas
sobre tu decisión mientras sigues el zigzagueó de las llamas hipnóticas. Antes,
en la cocina, te has hecho una sopa vegetal con zanahorias, cebollas, patatas y
algo de pan duro, que guardas en los cajones, aderezado con un chorro de aceite
impregnado de ajo. Luego te has frito un huevo de yema abultada y clara
consolidada y has descorchado una botella de vino para llenarte la copa. Y
ahora estás allí, junto al fuego crepitante, hipnotizado por sus llamas
mientras afuera el viento muge, la nieve baila y la temperatura cae en picado.
Estás en tu cueva, solo contigo mismo, y no tienes respuesta a porqué has
optado por ese estado solitario en un lugar frío cuando podrías estar
acompañado en un sitio más cálido, los Mares del Sur por ejemplo en dónde
estuviste hace cinco años siguiendo los pasos de Fletcher Christian y
terminaste en la pavorosa isla de Pitcairn, el infierno en el paraíso, porque
el infierno o el paraíso lo llevas en ti mismo, no te engañes, forma parte de
nosotros.
Enciendes
tu pipa con tabaco Amsterdamer y prosigues la lectura de un libro de Paul
Auster en el que el autor habla de su infancia y te lleva a ti a la tuya,
cuando eras de goma, cuando nunca ibas a crecer, cuando nunca ibas a morir,
cuando no sabías con qué chicas ibas a salir, qué ibas a ser de mayor, con qué
mujer te ibas a casar, si ibas a tener hijos y cuantos, si hasta tendrías una
nieta, cuando el deseo sexual era incansable, leías cuatro libros a la semana, veías
siete películas a la semana, corrías detrás de los autobuses que se te
escapaban y los alcanzabas, saltabas los escalones de cuatro en cuatro, comías
tres veces lo que comes ahora y no te dolía nada de lo que ahora te duele, la
pierna, sí, esa pierna que quedó maltrecha por un accidente y ahora se queja de
forma sorda despertándote por las noches y te hace cojear, las vértebras, la
cabeza cuando nota el frío.
S,
con quien compartías una cerveza hace dos años, antes de morir, te lo dijo con
una lucidez que hiela: Nos estamos desmoronando lentamente.
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Un abrazo José Luis.