LA VIDA INVENTADA DE M
CAPÍTULO II
No
duermes bien. Dejaste de hacerlo hace cinco o seis años atrás, tú, que siempre
dormías a pierna suelta aunque te acecharan graves problemas. Por eso, esta
noche, en la que el viento sopla y se mete por las rendijas, en la que el
viento es frío e inclemente, te despiertas tres o cuatro veces, te levantas a
orinar, paseas por la casa, te asomas a la ventana para comprobar que sigue
nevando y que la nieve, en la desierta calle en donde está tu casa, crece en
espesor y alumbra un poco la noche cerrada con esa luz que tiene y es propia.
Recostado
en la cama, con la vista fija en el techo de la habitación, esperas que se haga
de día. Y, para que el día tarde menos en llegar, coges de nuevo ese libro de
Paul Auster que habla, en una de sus partes, de películas que le impresionaron siendo
niño, de El increíble hombre menguante,
que tú también te acuerdas de haber visto, y de haberte impresionado tanto como
él, de Soy un fugitivo, de Mervin Le
Roy, un director artesano capaz de filmar cursiladas adorables como Mujercitas, dramas románticos como El puente de Waterloo o péplums como Quo Vadis? Te acuerdas de Quo Vadis?, del placer que sentiste
leyendo esa novela del nóbel polaco Henry de Sienkiewicz en esa pequeña
biblioteca de tu barrio en donde te dio un premio, por ser el mejor y más fiel
lector, aquella bibliotecaria que debe de haber muerto y tenía aspecto de
institutriz británica. Te acuerdas de cómo esa mujer, que entonces tendría
cuarenta años y cuyo rostro era severo, miraba con cierta ternura a ese chaval
que eras tú y te acercabas a su mesa para pedirle el libro día tras día hasta
que lo terminabas y pedías La isla del
tesoro, Quintin Duward, Los últimos días de Pompeya o Ivanhoe.
El
libro se cae de tus manos al suelo. El ruido que hace al caer de la cama al
suelo no te despierta. Tienes suerte porque no se pierde el punto de lectura.
Duermes, sí, claro, duermes y sueñas. Sueñas con esa terrible isla que
visitaste hace diez años, al cumplir los sesenta, cuando tu hermana te sedujo
para que hicieras con ella un viaje por toda la Polinesia, partiendo de Tahití,
y te embarcaste en un carguero francés que admitía pasaje. Fue, sin duda, tu
viaje más espectacular, treinta días saltando de isla en isla, de atolón en
atolón, bañándote en aguas de color azul turquesa y nadando por encima de nubes
de peces de colores. Tenías en mente, por culpa de un cromo de tu infancia que
sacaste de un paquete de detergente de lavadora, el de una bellísima polinesia
que se cubría los senos con la cáscara partida de un redondo coco, y por las
tres versiones que viste de la rebelión de la Bounty, que las isleñas eran
todas guapas, y sufriste una amarga decepción al ver una raza en cuyos cuerpos
hacía estragos la indolencia, de carnes pesadas, de cabellos en espiral, porque
aquellas mujeres no sobrevivían a su adolescencia. Te empeñaste en ir a Las
Marquesas, para visitar la tumba de Robert Louis Stevenson al que siempre
admiraste por su escritura, por sus extraordinarias novelas y libros de viajes
que dejó en su corta vida, por la pasión que puso en apurarla a pesar de su
endeble salud, y luego, porque querías escribir algo sobre ese lugar, a
Pitcairn, a esa isla que no estaba en ningún mapa y que se toparon con ella los
amotinados de la Bounty. No había modo de llegar a ella, así es que tuviste que
esperar días amodorrado en uno de esos paraísos de playas coralinas que cegaban
los ojos y cocoteros hasta la misma orilla del mar hasta que llegó un
hidroavión que te llevó allí con tu hermana. Quisiste pisar ese paraíso que los
hombres convirtieron en infierno. Intentaste hablar con los descendientes de
aquellos marineros ingleses que vivían en apartadas chozas desperdigadas por la
isla y procuraban no cruzarse el uno con el otro porque las disputas arrancaban
de antaño, de cuando se habían asesinado unos a otros en ese territorio sin ley
enclavado en la misma nada demostrando que el hombre, lejos de la civilización,
se vuelve bestia. Nadie te abrió la puerta de su casa, todos te miraron con
desconfianza cuando cogiste una modesta habitación en una de las escasas
posadas de la isla, y notaste la hostilidad creciente, la misma que notaste
cuando llegaste al valle y todo el mundo se preguntaba qué hacía un tipo como
tú en un lugar como ése del que todos deseaban huir. Buscabas la belleza del
paisaje, huyendo de la ciudad, y ellos ansiaban la fealdad de la ciudad para
abandonar la belleza.
Te
alzas de la cama alrededor de las diez de la mañana porque se ha abierto una
brecha en el cielo y, entre las nubes, se cuela un rayo de sol que te da en los
ojos; te desnudas, a pesar del frío que invade la casa, y entras en el cuarto
de baño a asearte, porque eres consciente de que cuando aparques los ritos, esa
disciplina que siempre llevas contigo, te hundirás en el caos y de él ya no
saldrás, así es que, enfrentado a la imagen decadente que se refleja en el
espejo, a esa piel arrugada y flácida de tu cara, a esos ojos hundidos bajo la
carnosidad de las bolsas y esa barba descuidada que puebla tu rostro, te
cepillas los dientes, te metes bajo el agua tibia de la ducha, te recreas más
de lo debido en ella, porque esa, el agua caliente recorriendo tu cuerpo,
llevándose hacia el sumidero las burbujas de jabón, es uno de los pocos
placeres que todavía tienes.
No
tienes televisor, no tienes dónde comprar el diario, no tienes con quien
hablar, porque parece que el vecino, el que habita la casa de al lado, está
ausente, así es que te haces un café rápido, enciendes el fuego mientras éste
sube, frotas las manos ante la llama lánguida que, aventándola, crece, tuestas
en una improvisada rejilla que actúa como parrilla una rebanada de pan, lo
untas con abundante aceite y desayunas mirando por la ventana la tregua que
parece haberte dado el tiempo.
Vives
en un pueblo solitario porque así lo quisiste, de un valle inhóspito en
invierno al que poca gente se acerca, porque la gente de aquí, de la zona, los
ganaderos, los escasos agricultores, odian el frío y la nieve como tú, a tus
setenta años, la empiezas a odiar aunque la blancura que te rodea te
proporcione una cierta paz. Quizá, piensas, la muerte no sea negra sino blanca,
como este paisaje nevado hasta el infinito de prados, montes y bosques. Quizá
por eso el blanco, su silencio, te proporciona esa paz de tumba.
Bajas
con tiento la escalera de la casa, cogiéndote a la barandilla, algo que no
hacías veinte años atrás, porque con cincuenta años estabas todavía ágil, y
porque si te partes una pierna nadie va a venir a ayudarte, y sales a la calle
solitaria pertrechado con ese gorro de cazador del Ártico que adquiriste en una
tienda de Fairbanks, Alaska, un forro polar, un grueso jersey de lana y un
acolchado anorak que convierte tu cuerpo enteco en algo más presentable. Huellas la nieve virgen con tus pesadas botas y te
hundes hasta casi la rodilla en ese manto blanco algodonoso y etéreo que ha
convertido el pueblo en un paisaje de Brueghel. Aunque no te lleves bien con el
vecino, ni mal, sencillamente no te lleves, porque es un tipo tan huraño como
tú que, de cuando en cuando, cuando caza un ciervo o un jabalí y lo descuartiza
con su motosierra en el garaje, te da un pedazo de carne ensangrentada a cambio
de algo de dinero, llamas a su puerta, con el puño cerrado, para saber si está,
y nadie te contesta, por lo que deduces que no está o no quiere abrirte, que
quizá te haya visto, escondido detrás de la gruesa cortina de la habitación en
donde duerme o te haya oído ayer llegar y no quiera saludarte, así es que te
das media vuelta y recorres ese pueblo fantasma, de apenas siete casas, un
cementerio desolado en donde reposan cinco muertos bajo palmos de nieve y
tierra y una ermita que siempre está cerrada, que nunca has visto abierta, ni
cuando, en verano, alguna de esas casas vacías se llenan de veraneantes
solitarios que buscan aquí la paz y el silencio que no tienen en sus ciudades. Oyes,
mientras caminas por la calle principal del pueblo desierto, el crujido de tus
botas prensando la nieve, abriendo camino que pisarás de nuevo al regreso,
cuando las pisadas se hayan endurecido y una ligera capa de hielo haya crecido
sobre la nieve; sales del pueblo; arribas a la explanada en donde, cuando hace
buen tiempo, sale el sol y no hace este frío espantoso que hace que te subas
las solapas del anorak, te sientas en un banco a leer un libro, porque eso
haces en esta tú vida que libremente has elegido, leer, sobre todo, como si
leyendo los muchos libros que todavía tienes pendientes y se amontonan en
desorden en la buhardilla de la casa bajo capas de polvo, fueras a prolongar la
vida, como si la vida estuviera, para ti, indisolublemente ligada a esos libros
que lees, casi todos de escritores que ya han muerto, y fuera a respetar la
duración de tus lecturas haciendo un pacto con la muerte, así es que lees, como
antes escribías, para buscar una especie de eternidad ficticia, y lees, del
mismo modo que te levantas todos los días sin obligación de hacerlo, porque
quizá fuera más cómodo no levantarte, no leer, no comer, sencillamente estar en
la cama sin hacer absolutamente nada, porque todavía te queda algún atisbo de
fuerza para ir tirando. Ese ir tirando que te lleva, hollando la nieve, fuera
del pueblo y te acerca a esa majestuosa cordillera, una infinidad de picachos
rocosos, cubiertos por la nieve y las nubes, que cierran el valle, que en
primavera, cuando se produce el deshielo, diez años atrás, has traspasado para
saborear un paisaje lacustre único que pocos habitantes de los alrededores
conocen, una especie de Escocia sin castillos ni dragones bajo sus aguas
profundas en una sucesión de prados infinitos, ligeramente ondulados, que
recompensan al excursionista que se atreve a desafiar la dureza del desfiladero
de entrada, vencer el vértigo a los abismos.
En
tu paseo, estimulado por ese rayo de sol que se resiste a desaparecer en la
inmensidad del cielo plomizo, la blancura de la nieve te ciega y lamentas no
haber cogido tus gafas de sol. En tu paseo llegas a la carretera que alguna
máquina quitanieves, desde el pueblo más cercano, a una docena de kilómetros, ha
debido limpiar a conciencia, porque casi se ve el asfalto negro debajo de la
nieve caída, cruzas el puente bajo el que corre un delgado curso de agua, que se
abre paso entre el hielo, y te acercas al cercano refugio de montaña porque
necesitas hablar con alguien, y no hay nadie, salvo el perro del guarda, un
mastín que te ladra, furioso, y te enseña los dientes, al que dejas de lado,
atado a su poste, para, hollando más nieve, aquí más que en el pueblo, llegar
hasta la puerta de la entrada, intentar, sin éxito abrirla, y llamar con la
mano enguantada. Silencio. Habrá ido a comprar el guarda, te dices, habrá
bajado al pueblo con su camioneta a hacerse con víveres, así es que vuelves
sobre tus pasos, pasas junto al perro encadenado, que tensa la cadena con intención
de saltarte y morderte, y regresas despacio por dónde has venido, siguiendo las
huellas de tus botas que, como suponías, ya se han endurecido e impiden que te
hundas en la nieve.
Ya
reina, en el ambiente, la luz del mediodía, cuando llegas a casa. El viento
sopla con fuerza, racheado, y ves cómo la nieve acumulada cae de las ramas de
los árboles vencidas por su peso. Rutinas, rutinas, para seguir vivo. La rutina
de sacudir la nieve en el descansillo. La rutina de calentarte una buena sopa
de vegetales, de cortar en dados pequeños cebollas, zanahorias, patatas, judías
verdes y dejarlas hervir con un chorro de aceite de oliva, de freír en la
sartén un par de huevos fritos cuyas yemas mojaras en hogazas de un pan que te
durará toda una semana comestible. Por suerte compraste víveres antes de subir
al pueblo. Por suerte entraste en la tienda de ese hombre que parece un actor
de cine y tiene más bebidas alcohólicas que otra cosa, y te hiciste con
verdura, huevos y botellas de vino con lo que puedes ir tirando, porque ya no
comes como antes, una semana, así es que vas a estar una semana allí,
encerrado, en silencio, leyendo y escribiendo reseñas literarias para ese par
de revistas con las que cerraste contrato cuando estuviste en la ciudad,
contentas ellas de tener en su staff a un escritor maldito como tú, y hablarás
en ese periodo contigo mismo, o con el vecino, si finalmente está en su casa,
hasta planeas suavizar tu relación con él, porque no hay más remedio, porque
sólo sois dos personas viviendo en ese pueblo aislado de la montaña, así es
que, mientras destrozas el huevo ya seco, porque te has comido la yema con la
miga del pan, ideas estrategias de acercamiento con B, el cazador solitario y
alcohólico, el que te despertó una noche disparando salvas al aire y te obligó
a salir a la calle, bajo un cielo estrellado, a preguntarle por qué disparaba,
a quien. Te dijo que había visto un oso, y te reíste de él, porque los osos no
bajaban adonde estaban los humanos, los rehuían, en diez años no habías visto
ninguno por la zona, a lo más alguna pisada en el barro, y achacaste el estado
de excitación de B a la bebida, a su aliento a ginebra, pero luego él, a la
mañana siguiente, te fue a buscar, furioso por tu incredulidad, te fue a buscar
ya sereno, peinado, duchado, él, que pocas veces veía el agua, y te obligó a
acompañarle hasta la puerta de su casa, y te enseñó la huella de la zarpa sobre
la madera, el surco de cinco uñas afiladas, y seguiste sin creerle, claro,
pensaste para tus adentros que había sido él, B, en medio de un delirium
tremens.
Sigues
leyendo a Auster, sentando en un butacón, junto al fuego, después de haber
bebido un café fuerte. Lo lees envuelto en una manta y con la pipa humeante
entre los dientes. Lo lees mientras vuelve a nevar, con menos intensidad de lo
que hizo ayer, y mientras lo haces aspiras el olor del papel y la tinta del
libro, acaricias el lomo suave, siendo consciente de que eso, los libros,
pronto serán reliquias del pasado en un futuro que, por esa razón, te niegas a conocer.
Comentarios
QUÉ mANERA DE NARRAR!!SALUDOS
QUÉ mANERA DE NARRAR!!SALUDOS