VIAJES
ALBI, LA CIUDAD ROJA
Algo
más de cincuenta kilómetros separan Tolosa de Languedoc de Albi, villa de algo
más de cincuenta mil almas. La ciudad de los cátaros, hombres puros, cruzada
por el río Tarn, que ha dejado un islote de sedimentos más allá de sus dos
puentes, uno de ellos el más antiguo de Francia, se arracima alrededor de su
imponente catedral fortaleza edificada en lo alto de una colina.
Lo
primero que asombra al visitante, ante ese monumento de ladrillo, como toda la
edificación de Albi, tan lejana a las canteras pirenaicas como próxima a las
arcillas del rio Tarn que sirvieron para construir toda la ciudad, es su altura
desproporcionada. La catedral de Albi, que más bien parece una fortaleza
inexpugnable con robustos torreones, se acerca al cielo, como los castillos de
los heréticos cátaros, aquellos hombres y mujeres que buscaron la pureza a
través de la abstinencia carnal, negaban la existencia de Cristo y fueron
pasados a cuchillo y quemados por los católicos ortodoxos.
Dos
siglos tardaron en construir el mayor edificio de ladrillo del mundo. La
primera piedra, o mejor dicho, el primer ladrillo, se colocó en 1282, en pleno
apogeo del románico, y el último en 1480, durante el esplendor del gótico. La
catedral, bien visible, ocupa el centro de una enorme plaza desde cuyos
laterales puede contemplarse en toda su grandiosidad como si se tratara del
zócalo mexicano. Su campanario culmina una imponente torre defensiva de 78
metros de altura desde la que se domina toda la región a vista de águila, como
los castillos de los cátaros que buscaban cumbres inexpugnables.
La
austeridad militar de todo el exterior del templo dedicado a Santa Cecilia, con
ventanas gigantescas situadas a una altura anormal, contrasta con el acabado de
gótico flamígero de su baldaquín de la puerta de entrada, tallado en piedra
blanca, y de las esculturas que enmarcan su pórtico.
El
interior de la catedral de Santa Cecilia nada tiene que ver con su fachada
imponente y austera. Paredes, techos, columnas y arcos aparecen profusamente
pintados a lo largo de sus treinta capillas siguiendo la moda francesa de
decorar los interiores de los edificios eclesiásticos. La bóveda está pintada
de principio a fin en color azul, el azul real, el mismo que se encuentra en
muchos marcos de puertas y ventanas de las casas de Albi, y fueron artistas
italianos de Bolonia los que se encargaron de su decoración entre 1509 y 1512.
Pintores flamencos anónimos pintaron las escenas del Apocalipsis que decoran
las gigantescas columnas que forman el impresionante arco tras el altar central
y por debajo del enorme órgano Moucherel de 16 metros de ancho por 15 de
altura. Cientos de almas desnudas, en posiciones humillantes, retorciéndose por
el pánico y el dolor, dan cuenta de sus conductas en la tierra ante ese momento
crucial del Juicio Final en tres espacios que representan tierra, cielo e infierno
y con pinturas al temple que se conservan perfectamente y nunca fueron
restauradas.
El
coro, de finales del siglo XV, y su estatuaria, 270 piezas en piedra blanca, es
otra de las joyas de esta catedral que mide 113 metros de largo por 35 de ancho
y cuya superficie pintada ocupa 18.500 metros cuadrados.
Pero
Albi es, además de epicentro del catarismo, la ciudad que vio nacer a Henry
Toulouse Lautrec. El genial pintor y cartelista, que pasaba sus tardes y noches
pintando en el Moulin Rouge, el Folies Berger o el Moulin de la Galette de
Paris, sumergido en copas de absenta, está presente en las calles de Albi, en
sus librerías, restaurantes y tiendas cuyos escaparates recogen muchas de sus
frases ingeniosas: Beberé leche cuando
las vacas coman uvas, por ejemplo.
Al
lado de la catedral el visitante encontrará el palacio de la Berbie, edifico
episcopal que tiene también un aspecto militar. En su interior se puede admirar
una extensa colección de bocetos y apuntes, muchos de ellos sobre cartón, de
Henry Toulouse Lautrec que dieron luego lugar a cuadros y carteles del pintor
de Albi, entre ellos el bailarín negro Chocolat, captado por la maestría del
pintor en el momento de iniciar su danza en el mítico Moulin Rouge.
Entre
las obras que completan este museo destacan una tabla flamenca anónima del
descendimiento, de factura exquisita, y, perdida entre obras menores de
pintores locales, un busto de Honoré de Balzac de Auguste Rodin y desnudos
pictóricos y escultóricos de Aristide Maillol.
Desde
los jardines que bordean el palacio episcopal, con setos primorosamente
recortados en dibujos geométricos, la ciudad aparece alineada a lo largo del
rio Tarn cruzado por dos puentes, el viejo, peatonal y gótico, y el nuevo,
llamado de 22 de Agosto de 1944 que se prolonga por la avenida Georges Pompidou
y la Jean Moulin que bordea el Jardín Nacional;
las aguas del ancho Tarn antiguamente movieron las muelas de un enorme
molino situado en una de sus orillas y siguen discurriendo por debajo de él
aunque ya no haya trigo que moler.
A
las seis de la tarde la ciudad roja edificada con la arcilla de los sedimentos
de su río, enciende sus luces, pero sus calles siguen igual de tranquilas y silenciosas
que cuando he desembarcado a primera hora de la mañana. Un paseo por sus vías
peatonales me lleva a la iglesia de San Salvi, románica, empezada en piedra y
terminada abruptamente en ladrillo, cuando se terminó aquella, y a admirar las
fachadas de algunas casas antiguas cruzadas por vigas exteriores. Por la Rue
des Maries paso por sombrererías, un gran mercado cerrado e inmobiliarias
cátaras establecidas en un territorio en el que siglos atrás dos fanatismos
religiosos se enfrentaron y originaron un baño de sangre auspiciado por el papa
Inocencio III y su cruzada contra los albigenses dirigida por Simone de
Monfort, noble de triste memoria porque bajo cuyas órdenes se pasó a cuchillo a
veinte mil ciudadanos en la zona.
Ceno
en un exquisito restaurante a pocos pasos de la plaza de Santa Cecilia. A la
salud de este hermosa ciudad roja me meto entre pecho y espalda un exquisito
confit de pato regado con buen vino de Gaillac y termino mi ágape privado con
una tarta tatin sencillamente deliciosa que me reconcilian, tras encuentros muy
frustrantes con fogones de Normandía, Bretaña y Alsacia, con la gastronomía
francesa.
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