CINE / 53 FESTIVAL DE CINE DE GIJÓN
53 FESTIVAL DE
CINE DE GIJÓN.
SEGUNDA
JORNADA
Al segundo día uno ya coge
el ritmo adecuado, y para ello es importante llevar una programación previa,
informarse de las películas, escoger las que le puedan a uno interesar y
compaginar los horarios, lo que se convierte en un encaje de bolillos. Hoy, por
lo menos, hasta luce el sol aunque haya bajado la temperatura hasta los cinco
grados por la mañana, pero en otros lugares de la geografía nacional nieva, así
es que no me quejo.
En los cines Centro empieza
la jornada de trabajo a las nueve y media. Brillante
Mendoza, el director filipino autor de la terrible Kenatay, la película que más ha removido en su silla al que esto
escribe, ya es un viejo conocido del Festival de Gijón que le rindió en la
pasada edición una completa retrospectiva. Este año va a competición con Taklub, un falso documental sobre los
efectos devastadores del tifón Yolanda en su país (impresionantes las imágenes
de las casas destrozados, los árboles arrancados de raíz y los barcos varados
en tierra) que dejó seis mil víctimas mortales. De hecho, el gobierno filipino
pidió a su director más internacional un documental sobre el cambio climático y
Brillante Mendoza decidió hacer una
película de ficción, que no lo parece, sobre tres personajes que sufren la
pérdida dolorosa de familiares durante el desastre natural. No se apea el
director filipino que, a algunos, les podrá resultar aburrido, de su estilo
naturalista tan apegado a la realidad (él define muchas veces su trabajo como
periodismo cinematográfico), utilizando una cámara que no se advierte,
rehuyendo toda artificiosidad y contando siempre con un plantel de actores que
no parecen interpretar. Brillante
Mendoza captura con la cámara lo que sucede en la calle y apenas se nota la
subjetividad que conlleva siempre cualquier obra creativa. Hay en el film un
canto a la religiosidad del pueblo filipino (escenas de procesiones; ese
crucifijo que desentierra uno de los protagonistas del lodo) que acaba con una
cita del Eclesiastés muy oportuna.
Apenas hay tiempo para un
café antes de volver a entrar de nuevo en el cine para ver, dentro de la
sección Llendes, un film de título
tan largo como su ambición, The ski
trembles and the Earth is afraid and the two eyes are not brothers, del
británico Ben Rivers, cineasta de
vanguardia que adapta aquí, libérrimamente, un relato de Paul Bowles para narrarnos la odisea de un director de cine que
está rodando su película en el Atlas marroquí y su posterior secuestro por una
banda de nómadas que, tras mutilarlo, lo convierten en una saltimbanqui y lo
recubren con un traje de hoja de lata con el que le obligan a bailar mientras
lo llevan atado a sus caballos. La película de Ben Rivers fascina por sus espectaculares localizaciones, su
estilización formal, la belleza de su fotografía y esa deriva dramática y
fantástica que tiene el relato en su quiebro final.
La participación brasileña a
la competición se llama Neon Bull y
la firma Gabriel Mascaró. El joven
director de Recife proviene del campo del documental y podríamos definir su
film como una especie de Junior Bonner
a la brasileña. Su protagonista es un vaquero, Iremar (Juliano Cazarré), que trabaja en las vaquejadas, especie de rodeo de las tierras del noreste brasileño,
a las órdenes de Galega (Maeve Jinkings),
la conductora del camión que transporta el ganado para el espectáculo, la hija de
ésta, Cacá (Aline Santana) y Zé (Carlos Pessoa), el colega encargado de
abrir los toriles, pero la pasión de Iremar no son las vacas sino la confección
de vestidos femeninos. Con estilo naturalista, cámara fija y distante, hasta en
las escenas de sexo, correctas interpretaciones que, sin embargo, no consiguen
otorgar carisma a los protagonistas, Neon
Bull es un film que se ve bien y contiene algunas secuencias jocosas
(Galega depilándose el pubis en su camión antes de tener un encuentro sexual
con el joven empleado de cabello largo recién contratado; la frustrada masturbación
clandestina de un caballo semental llevada a cabo por Iremar y Zé; el tórrido
encuentro de Iremar con la vigilante embarazada de una fábrica textil que le
abre la esperanza de cambiar de oficio y dejar el mundo de las vaquejadas). Una pena que Gabriel Mascaró no sea capaz de cerrar
la película ni de conseguir que su protagonista sea más empático.
Mon
Roi se proyecta dentro de la sección Rellumes
y es una película francesa dirigida por Maïwen
Le Besco, relacionada sentimental y profesionalmente con Luc Besson. Mon Roi,
que sin duda será uno de los taquillazos del cine francés, es de esas películas
que gustan a todo el mundo sin menoscabo de su calidad indudable. Tony (Emmanuelle Bercot), una elegante y
sofisticada abogada, se reencuentra muchos años después de haberse topado con
él en un bar cuando ejercía de camarera, con Giorgio (Vincent Cassel), un empresario restaurador, y entre ambos surge un
amor enloquecido que acabará en matrimonio y dará como fruto un hijo. Durante
algo más de dos horas Maïwen Le Besco
radiografía esa locura que llamamos amor, la irracionalidad de ese sentimiento
cuyo grado de desquiciamiento no hace felices a los protagonistas de su
película. Peleas, infidelidades, drogas, borracheras y relaciones a dos bandas
es la barrera de obstáculos que se ponen por delante la pareja que interpreta
este melodrama que empieza con risas y acaba con llanto. Vincent Cassel despliega a lo largo de esas dos horas su arsenal de
persona encantadora, y lo borda con creces haciendo gala de un cierto
histrionismo que va con el personaje, y Emmanuelle
Bercot, que ganó con esta película el premio de interpretación femenina en
Cannes, estremece con su interpretación de mujer herida por sentimientos que no
puede controlar. De nuevo el cine francés da en la diana huyendo elegantemente
de lo lacrimógeno en lo que muy fácilmente podría haber caído Mon Roi. Al contrario que ocurre en la
película brasileña, aquí el espectador empatiza con los dos reyes de la
función.
Mis colegas cinéfilos se van
a cenar y más me hubiera valido acompañarles comiendo algún cachopo en una
sidrería. El día acaba mal con The Final
Girls, dentro del espacio Géneros
Mutantes, una solemne tontería para adolescentes que gira en torno al cine
friki de monstruos, esos hijos bastardos que tuvo Freddy. La pretendida gracia
de la película es que es cine dentro del cine, literalmente (un grupo de
quinceañeros ve una película de terror de culto y unos cuantos se introducen en
ella), y que se quiere reír del género, pero no consigue su objetivo.
Deleznable y para olvidar el film de Todd
Strauss-Schulson. Y de postre, lluvia nocturna.
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