CINE / 53 FESTIVAL DE CINE DE GIJÓN
53 FESTIVAL DE CINE DE GIJÓN. CUARTA JORNADA
La
mañana enlaza con el día anterior: cine hindú, que tiene una destacada
presencia en el Festival de Gijón quizá porque una excelente película de esa
nacionalidad, Titli de Kanu Behl, ganó en la pasada edición aunque
todavía no se haya estrenado en España, lo que deja en muy mal lugar a los
distribuidores. Pero esta vez no hay suerte con las películas hindúes seleccionadas
para el certamen que tienen una calidad muy discutible. La de hoy, Umrika, América en su idioma, es una
telenovela dirigida por Prashant Nair
que gira en torno a Udai, un joven que, supuestamente, deja la aldea en donde
se ha criado para emigrar a Estados Unidos, y de su hermano pequeño Rama que lo
admira y también está fascinado por ese país que han mitificado y se siente
orgulloso del paso que ha dado el primogénito de su familia. Riéndose de los
tópicos, Umrika se sumerge de pleno
en ellos y lo hace con un guión disparatado que no cuadra, incluye una trama
negra a contrapelo, una sosa historia de amor y una simulación de la que medio
pueblo se ha hecho cómplice, pero da igual.
El
festival estrena un pequeño documental de J.A.
Bayona, que está en persona para presentarlo. Nueve días en Haití forma parte de un proyecto de Intermon Oxman
para poner de nuevo la atención sobre uno de los países más pobres del mundo
que sufrió un terrible terremoto del que no se ha superado y del que nos hemos
olvidado tras esa marea de solidaridad inicial que es caridad de escaparate. A
través del cine, concretamente del de animación, un grupo de voluntarios españoles
intenta que niños traumatizados por el desastre natural, en el que muchos de
ellos han perdido a sus familias, encuentren en la creación cinematográfica
motivo de superación e integración. Documental bien realizado y, sobre todo,
útil, una iniciativa loable en la que se ha embarcado el director de El orfanato y Lo imposible y es una invitación a que otros cineastas hagan lo
mismo en unos momentos en el que el gobierno
español ha reducido hasta límites vergonzosos las partidas destinadas a
cooperación internacional.
El
plato fuerte del día llega a primera hora de la tarde frustrando cualquier
conato de siesta y que el espectador pueda evitar dejar de mirar la hipnótica
pantalla que le atrapa sin remisión. Abdil
El Arbi y Bilall Fallah, dos
amigos desde que filmaron al alimón Image
en 2014, firman Black, un potentísimo
thriller sobre bandas urbanas que se pelean en las calles de Bruselas: los
negros del Black Bronx, capitaneados
por un líder antiguo niño soldado de Uganda que se pasea siempre con un pitbull
blanco y reina en el barrio marginal de Mathonge, y los magrebíes del 1080 cuyo feudo es Mollembeek-Sain Jean.
Cuando una chica de los Black Bronx,
Mavela (Martha Canga Antonio) se
enamore de Marwan (Aboubakr Bensaihi),
un ratero del 1080 que tiene a su hermano mayor en la cárcel, surgirá el
conflicto entre bandas. Black,
realizada con brío, muy violenta y con una banda sonora rapera atronadora, es
una versión gore de Romeo y Julieta
y, por extensión, de West Syde Story.
Palizas brutales, borracheras, tráfico de drogas y violaciones que se suceden
en un barrio marginal de la capital de Bélgica que se parece al de cualquier
ciudad norteamericana. La violencia de Black,
muy física e impactante, sólo deja respiro cuando los tiernos enamorados
adolescentes tienen sus encuentros amorosos. Los directores del film, de origen
magrebí, filman con brío las secuencias de acción y remiten con su ritmo
sincopado a algunos de esos filmes épicos de bandas americanos como The Warriors de Walter Hill o La ley de la
calle de Francis Ford Coppola,
por ejemplo, pero con mucha más sangre y testosterona de por medio. Película
oportuna que se proyecta en Gijón a pocos días de los sangrientos atentados de
París teniendo en cuenta de que los terroristas que los perpetraron salieron de
Bruselas y concretamente del gueto Mollembeek-Sain Jean, un barrio marginal de
la capital de Bélgica que es una cantera de yihadistas. Ni los negros ni los
magrebíes que protagonizan sus violentos enfrentamientos en Black se sienten flamencos, han sido
excluidos por el sistema y esa exclusión les refuerza en su sentido de grupo
tribal, algo inherente a ese tipo de bandas fuertemente jerarquizadas y regidas
por leyes implacables, en las que se entra pero es muy difícil salir. Puede que
el próximo film de este brillante tándem trate de explicar ese fenómeno del
yihadismo que es el Caballo de Troya de Europa. Una competidora clara a la
rumana Aferim! la belga Black, contundente visual y
temáticamente hablando.
En
el espacio Convergencias (un crítico, en este caso Pablo González-Taboada, elige una película insólita que haya tenido
escasa repercusión para descubrirla y que la disfrute el público) se proyecta
la película más hermosa del festival, Test,
del ruso Alexander Kott (Moscú,
1973), un poema musical repleto de ternura, belleza, humor surrealista y
emoción. En un páramo de Siberia, próximo a Mongolia, vive un padre con su hija
en una casa apartada del mundo, en la nada más absoluta, junto a un árbol seco.
De cuando en cuando un muchacho de aspecto tártaro, a caballo, los visita y
pretende a la chica; y un muchacho rubio, de pelo rizado, sale de la nada,
también para conquistarla. Con estos elementos, una fotografía extraordinaria,
actores sin una línea de diálogo, que lloran y ríen y transmiten sus emociones
con las miradas o el lenguaje corporal, y ese páramo como escenario único, el
director ruso compone su sorprendente película, magia en estado puro en el que
cada fotograma tiene una carga estética. En una escena, el padre se come el sol
cuando éste sale por el horizonte; en otra, éste se viste de traje y corbata
para ser enterrado; o pilota un avión que no despega porque no tiene alas. El
film tiene un final apocalíptico, con un sol que sale por el horizonte y,
aterrado, se esconde de nuevo, en un claro mensaje ecologista. Películas como
ésta, aunque no vayan a concurso, justifican Gijón, un festival que apuesta por
el cine.
La
dureza temática preside la última película del día que se proyecta en la sección
Rellumes, y suerte que me pilla con
un pincho de tortilla de patata y una caña en el estómago. Dora o
la neurosis sexual de sus padres es una coproducción entre Alemania y Suiza
dirigida por la directora de este último país Stina Werenfels (Basilea, 1964) que está presente durante la proyección
y advierte, previamente, que es una película incómoda. El film, de factura algo
televisiva, gira en torno al despertar de la sexualidad de una discapacitada
psíquica y cómo afrontan el asunto sus padres, una pareja formada por un
profesor (Urs Jucker) y Kristin (Jenny Schily), una repostera que se
encarga de la parte gastronómica de un club de encuentros, elaborando
pastelitos fálicos y otras exquisiteces con connotaciones sexuales, y quiere
quedarse de nuevo embarazada para tener un hijo normal. La cosa se complica
cuando Dora, la chica de 18 años interpretada con convicción por Victoria Schultz, es asaltada
sexualmente en unos lavabos por Peter (Lars
Eidinger), un desconocido; y mucho más cuando Dora repite con su ocasional
amante, se enamora de él, queda embarazada y abriga planes de futuro.
Hay
cosas que fallan en la historia. ¿Por qué los padres no prosiguen en su línea
de acusar de estupro a Peter cuando abusa de su hija por primera vez? ¿Por qué a
Peter, un tipo aparentemente normal, le satisface Dora? ¿Por qué los padres, en
un momento determinado de la película, cuando Dora más los necesita, se
desentienden de ella? Y una duda moral. ¿Tienen
derecho los discapacitados psíquicos a tener una sexualidad plena aunque abusen
de ellos?, es la pregunta que uno se hace.
Publicado en El Destilador Cultural
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