CINE / 53 FESTIVAL DE CINE DE GIJÓN
53 FESTIVAL DE CINE DE GIJÓN. SEXTA JORNADA
Parece que me han leído el
pensamiento. Ayer me quejaba, injustamente, de la ausencia de cine negro en el
Festival de Gijón. Me olvidé de Black, que es negra más allá del título
y del color de la piel de parte de sus intérpretes. Y hoy me noquea Las Ardenas, que se convierte claramente
en mi favorita para el premio gordo del festival. ¿Posible ganadora del
certamen? Va a gustos del jurado del festival, pero el film del belga Robin Pront, salvo en algún detalle, es
perfecta mientras se ve y algo imperfecta una vez vista, sobre todo al final.
El buen cine es aquel cuyas trampas no se ven, o no importan, y de eso sabía
mucho el gran tramposo que era Alfred
Hitchcock. Un cineasta tiene que hipnotizar con la imagen, como un escritor,
con el texto, y no hay que llegar al extremo de Lars Von Trier en Europa.
Y desde el principio.
Dos
hermanos con aires marginales y cráneos perturbadoramente rasurados
protagonizan la película flamenca que también habla en francés en su tramo
final. Uno, el más violento y bruto, Kenneth, con cicatrices en la cara y
adoración por Jean-Claude Van Damme,
hasta el punto de imitar sus patadas en la boca en las discotecas, acaba en
prisión tras un atraco frustrado con su hermano Dave y su novia Sylvie, que se
libran de ser detenidos. Dave y Sylvie,
que trabaja como camarera en un club nocturno de copas regentado por Khaleb, un mafiosillo marroquí, se enamoran cuando es
encarcelado Kenneth. Cuando este sale en libertad, después de cuatro años, no
sabrán cómo decírselo. Y todo se complica en una vorágine de violencia
imparable que recuerda a la obra maestra de Sidney Lumet Antes de que el diablo diga que has muerto. Las
Ardenas, el paisaje mítico de la infancia de Kenneth y Dave, en donde, aunque
sólo sea por un instante, fueron felices los hermanos, es el escenario adonde
vuelven, un bosque hosco de resonancias
bélicas, para cerrar un ciclo vital. Las
Ardenas, película, cumple con todos los requisitos del mejor cine negro de
todos los tiempos: personajes duros predestinados a su destino marcado;
violencia creíble, seca y contundente que huye de los excesos hemoglobínicos
que suelen ser paródicos; soledad y desarraigo del trío de perdedores protagonista
que no sonríe en ningún momento. Kenneth es fruto de sus circunstancias (quizá
un padre maltratador y una madre que no ha sabido educarlo, como se lamenta
ella misma en la tensa cena de Navidad con sus dos hijos y su nuera) y no puede
salir del círculo infernal en el que está. Dave, lo intenta (ha dejado el
delito y la bebida atrás) y trata de redimir a su hermano ofreciéndole un
trabajo de limpiacoches. Todo es inútil. Hay quien no sabe o no puede librarse
del pasado. Las Ardenas es tensa, áspera
como la lija, bien filmada con imágenes de increíble potencia visual resaltadas
por una fotografía gélida, banda sonora de música electrónica machacante,
secundarios brillantes (atención al drag
queen de las últimas secuencias y al personaje de Stef) y un paisaje
desolado de las Ardenas, como un personaje más de la trama, al que Robin Pront lleva al espectador en ese
final catárquico, porque no hay otro posible, entre el barro y la sangre. Una
muestra, una más en el festival, de la excelente salud del cine belga y del neonoir europeo que gana por goleada al
cine yanqui de final feliz que no entiende lo que es la esencia del género y se
apartó del cine en blanco y negro de los años cincuenta y sesenta. Una lección
de buen cine negro con personajes perfilados
con maestría, brutales y ásperos, con los que no te tomarías una cerveza pero
con los que, sin embargo, empatizas, y ahí está el talento cinematográfico del
director. Jesús Palacios, en una
espléndida reseña de la película publicada en el periódico del festival, habla
de La perrera de Kim Chapiron como una de las referencias cinematográficas.
Completamente de acuerdo. Alguien ha comparado Las Ardenas con las películas de Quentin Tarantino. Por favor, no. Robin Pront se toma muy en serio el género. Las Ardenas es tragedia griega en estado puro.
Enlazo con la película anterior sin
pretenderlo. La casualidad me lleva al primer documental que veo en el festival
(algo imperdonable teniendo en cuenta que me he perdido uno de Michael Winterbottom), que se llame Brothers, porque de eso trata el film,
de dos hermanos nonagenarios polacos, deportados a Siberia, que regresan a su
patria después de muchos años de ausencia. Dirige la película el reputado
documentalista polaco Wojciech Staron
y está, para presentarlo en persona, uno de los venerables ancianos, vestido con traje regional, que se
interpreta a sí mismo en la película. Mieczyslaw
Kulakowski era cartógrafo; su hermano Alfons
Kulakowski, reputado pintor que pierde parte importante de su obra cuando
se incendia su casa. La cámara de Wojciech
Staron acompaña a los hermanos en sus forzosos lentos paseos, los muestra
absortos mientras miran viejas películas familiares en 8 y 16 mm que les llevan
a su juventud pletórica cuando nadaban, saltaban, corrían y cogían en brazos a
sus jóvenes mujeres, y espía las miserias que conlleva hacerse mayor (Alfons Kulakowski metiendo trabajosamente
el pie en un calcetín con un extraño artilugio). Diez años de rodaje cuyo fruto
es este notable y humano documental sobre la ilusión por la vida que aún
albergan los cuerpos de estos dos venerables nonagenarios que se resisten a
abandonarla. Hay buen cine polaco,
después del fiasco de ayer.
No hay suerte con las películas que
llegan de Oriente. Tras la frustración ante las de made in India, le llega el turno a Corea del Sur. Hong Sang-soo firma Right Now, Wrong Then que va a
competición. Película de amor minimalista, podríamos definirla, pero muy
minimalista, o dos variaciones sobre el mismo tema, porque en la película
de Hong
Sang-soo la misma historia se repite dos veces, con los mismos personajes en
los mismos escenarios y mínimas variaciones. Un director de cine algo dipsómano
se enrolla con una joven pintora, va a su estudio para ver uno de sus cuadros, luego
a un bar a beber más de la cuenta y a casa de unos amigos de ella en donde da
la nota, más en la segunda variación que en la primera. Rodada con larguísimos
planos secuencia a cámara fija, la película del director coreano tiene una
serie de hándicaps insalvables. Primero, que es sumamente aburrida, y además
dos veces aburrida porque cuando acaba la primera versión empieza la segunda
prácticamente idéntica a la primera, lo que viene bien si te has dormido al
principio; y segundo, y eso es letal, que los personajes, especialmente el
estúpido director de cine protagonista, no interesan. Y, además, no pasa nada. Dos
horas y un minuto para la vacuidad más absoluta.
Empezar
tan bien el día no supone acabarlo bien. En la sección Géneros Mutantes va mucha morralla. Cop Car es un buen ejemplo de ello. Una road movie comarcal con dos niños que roban un coche de policía
abandonado que esconde un secreto en su maletero. Tiene la sensación el
espectador estar viendo alguna película añeja tipo Los Goonies, o peor. Secuencias largas, sin sustancia, como la
inicial, de esos dos chicos dándose un larguísimo paseo hasta que llegan al
coche patrulla, lo apedrean y deciden, por fin, subirse a él, ponerlo en marcha
y empezar su aventura; y despropósitos diversos, como ese tirador en la
carretera, pertrechado de fusil ametrallador, que no dispara contra el sheriff
cuando lo tiene a tiro y lo hace precisamente cuando está a cubierto. Dirige Jon Watts, es un decir, y produce Kevin Bacon, imagino que para sus hijos,
si los tiene pequeños, que se reserva el papel del malvado sheriff que se marca
una maratón tipo Dustin Hoffman en
otra de las inexplicables y largas secuencias del film.
No
hay que perder la fe ni desconfiar por sistema de esa extraña sección del
festival llamada Géneros Mutantes a
pesar del fiasco de Cop Car. La invitación viene del festival de Sitges,
sorprende agradablemente y mantiene un pulso tenso con el espectador hasta los
diez minutos finales, cuando la cosa se pone muy seria y se incendia la
pantalla con explosiones de hemoglobina y cráneos reventados. Empieza mal la
historia: la pareja protagonista, formada por Will (Logan Marshall-Green) y Kira (Emayatzy
Corinealdi), atropella a un coyote cuando se dirige a una mansión de Los Ángeles,
a una fiesta en la que están los amigos de toda la vida. La agradable velada la
da la exmujer del protagonista, Eden (Tamy
Blanchard), y su nuevo marido David (Michiel
Huisman), que se han quedado con su casa. Will tiene un trauma porque en
ella perdió en un accidente a su hijo pequeño, y empieza a volverse muy paranoico
en cuanto comienza la fiesta porque sospecha del excesivo buen rollo de su ex y
su nuevo marido, comprueba que hay rejas en todas las ventanas de su antigua vivienda
y no se fía de dos extraños, hombre y mujer, a los que nadie conoce, que se unen
al numeroso grupo de amigos. Will es el único del grupo que vislumbra que su ex
ha caído en las garras de una secta, pero los acontecimientos se empeñan en
llevarle la contraria hasta el final.
La invitación
es muy entretenida, funciona bien porque el coro de actores está convincente (John Carrol Lynch entre otros) y los
diálogos bien escritos. La directora Karyn
Kusama dosifica hábilmente la tensión en las tres cuartas partes de la
película, totalmente dialogada, para preparar al espectador para el aquelarre
final, y actúa sin trampa, huyendo de esa convención habitual del género de la
sorpresa segundos antes del The End. La invitación es creíble y plausible, y
a la prensa me remito, en cuanto al funcionamiento de sectas apocalípticas. Un
estimable film de horror, que no de terror. Y llueve a mares cuando salgo del
cine, sopla el viento que hace inútil el paraguas y no hay taxis a la vista.
Booktrailer de MARERO
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