CINE / 53 FESTIVAL DE CINE DE GIJÓN
53 FESTIVAL DE CINE DE GIJÓN. PRIMERA JORNADA
Aterriza
uno a deshoras después de batallar con una serie de fenómenos atmosféricos
(viento huracanado que a punto está de llevarse mi coche en el trayecto
Lleida-Bilbao; lluvia torrencial, de esa que no te deja ver la delgada línea amarilla de la carretera,
llegando al principado), así es que me pierdo la gala de apertura, como me
suele suceder en todos los festivales de cine, y el merecido premio Nacho Martínez (brillante actor
asturiano de breve vida que trabajó con los mejores) que ha recibido José Sacristán por toda su carrera.
No
tiene Gijón el glamour de San Sebastián, pero no tiene San Sebastián la calidad
cinematográfica de Gijón, y vaya eso por delante. No voy a ver estrellas por
sus calles, pero sí voy a ver artistas, dentro y fuera de las salas de
proyección. Y va a ser un festival pasado por agua, como suele suceder, algo a
lo que ya estoy más que acostumbrado, con el agravante de que la lluvia en
Gijón empieza cuando me encamino de mañana a los cines Centro, que, junto al
Teatro Jovellanos, acapara el grueso de los films a proyectar; escampa cuando
estoy dentro de la sala; arrecia cuando salgo a la calle; se detiene cuando
como en La Iglesiona contundente
fabada y bacalao a la vizcaína en compañía de mis colegas Joan Salvany y Ferrán Puig
(con el cine se hacen largas amistades), diluvia cuando salimos a la calle,
cesa cuando estamos viendo una interesantísima exposición de fotos de Luis Buñuel para localizar escenarios
de sus películas de la etapa mexicana en el Centro Cultural Jovellanos (ahí
está La joven, El ángel exterminador,
Narazín, Simeón del desierto, Los olvidados…), con lo que el día se traduce
en un continuo y molesto abrir y cerrar de paraguas que no te protege de la
lluvia porque termino mojado.
Empiezo
mis deberes a las nueve y media con Much
Loved, título irónico pues debería haberse llamado con más propiedad Much Sex, una más que correcta película marroquí
dirigida por Nabil Ayouch, un joven
cineasta con una amplia experiencia en el campo del largo y el documental.
Sorprende, por tratarse de un país musulmán, la osadía visual (desnudos
femeninos, escenas de sexo explícito), temática (prostitución, travestismo,
homosexualidad, drogas) de que hace gala esta película nada complaciente que gira
en torno a las avatares de cuatro jóvenes prostitutas (Noha, Randa, Soukaina y
Hima) en la ciudad de Marrakech, sus adinerados clientes saudíes (que salen muy
mal parados y a los que el director presenta como odiosos, arrogantes e
hipócritas) y sus frustrados amores (un joven sin posibilidades; un ciudadano
francés casado). Por un momento, dada la crudeza y el naturalismo con que está
expuesto el tema (secuencias de las orgías; ingesta de drogas; violación
policial a una de las prostitutas), le viene a la memoria a este crítico la
película Días contados de Imanol Uribe, sobre la novela homónima
de Juan Madrid, estar viendo a Candela Peña y Ruth Gabriel, y me pregunto si no la tuvo en mente Nabil Ayouch mientras rodaba esta
odisea sexual. No puede evitar el director marroquí una mirada tierna hacia ese
mundo de falsa alegría (contrapuesto al Marrakech callejero en una serie de
planos urbanos rodados desde el taxi que conduce a las prostitutas a los
hoteles en donde trabajan) y una cierta moralina. Las cuatro chicas andan tan faltas
de cariño como sobradas de sexo. Su oficio les permite vivir muy por encima de
la media de la población femenina de su país pero no les compensa. Y hablemos
de la crónica negra de esta película prohibida en Marruecos. Su actriz principal,
Loubna Abidar, fue brutalmente
golpeada en Casablanca a raíz de protagonizar Much Loved y ella y el realizador del film, más todas las actrices,
están amenazados de muerte por los integristas. La actriz ya se ha exiliado en
Francia. La hipócrita sociedad marroquí no tolera que se hable, como sucede en
este valiente film, de sus lacras sin tapujos.
Pasar
por la sala de prensa del festival me permite, además de hacerme con una
estupenda mochila, el libro del festival, un sesudo trabajo sobre cine friki, ¡Sigue grabando!, de Jesús Palacios (al que saludo después
de muchos años) y un libro sobre el director tailandés Apichatpong Weerasethakul, del que se muestra una retrospectiva que
intentaré ver, y, sobre todo, librarme de la lluvia mientras estoy dentro.
La
tarde empieza con Land of mine, un
correcto film danés basado en hechos reales. Cuando terminó la Segunda Guerra
Mundial, los aliados obligaron a los prisioneros alemanes a desenterrar y
desactivar las miles de minas que habían ocultado en las playas danesas para
evitar un supuesto desembarco. De los 2000 soldados empleados en esta peligrosa
tarea casi no sobrevivió nadie. El danés Martín
Zandvliet, con experiencia como documentalista, nos muestra en Land of mine a un brutal sargento (Roland Moller) que tiene a su cargo a
un equipo de prisioneros alemanes que casi son niños. Poco a poco la dureza
inhumana con que trata el danés a los alemanes, a los que odia profundamente
por haber invadido a su país (en la secuencia inicial le vemos golpear con saña
a los integrantes de una columna de prisioneros a modo de presentación del
personaje), se torna en compasión y hasta se solidarizará con ellos cuando las
minas empiecen a explotar y diezmar su equipo de desactivadores. Rodada en el
escenario de una soleada playa y con elementos escasos, Martin Zandvliet consigue mantener la tensión (el espectador sabe
que las minas van a explotar, pero no sabe cuándo ni a quién se llevarán por
delante) y dibuja con precisión el itinerario por el que el déspota militar
danés se humaniza. No es un film deslumbrante, pero sí extraordinariamente
correcto y bien interpretado por el que Roland
Moller, actor de físico duro, podría optar al premio a la mejor
interpretación.
Con
los colegas cinéfilos recalo en Dakar,
una sidrería, pese al nombre, con langostas y centollos vivos y coleando en una
pecera en la entrada. Mientras mis acompañantes cinéfilos se hartan de gambas
al ajillo, mejillones y chorizo a la sidra, yo opto por el pastel de cabracho.
La sidra se la escancia cada uno como puede: mal. Pero es que la sidrería Puente Romano, que descubrí gracias a
Meli y Jose, mis amables anfitriones de Gijón que me ofrecen su hotel con
encanto de cuatro estrellas con desayuno incluido y comida cuando me apetezca,
está cerrada hoy domingo.
La delgada línea amarilla, decepciona, y más por tratarse de México, país que está dando
últimamente muy notables directores (Alfonso
Cuarón, Guillermo del Toro, Carlos Reygadas, Amat Escalante, Alejandro González
Iñárritu…). Una road movie dirigida por Celso García, director de cortos que aborda el largometraje con
esta película, que va a competición, que es deudora del cine mexicano de
antaño, cursi y ternurista poblado por personajes llenos de buenos
sentimientos. Un tipo desarraigado, que es despedido como vigilante de un
cementerio de coches y sustituido por un perro guardián, se busca la vida como
empleado de gasolinera hasta que un ingeniero y antiguo patrón suyo lo reconoce
y le ofrece el trabajo de capitanear a un grupo de trabajadores para pintar las
líneas amarillas de una carretera comarcal de 200 kilómetros en quince días. El
grupo variopinto, en el que hay un joven, un artista de circo, un conductor de
camiones que se está quedando ciego y un delincuente redimido, irá congeniando
a lo largo de esa quincena de trabajo al aire libre. Empeora el poco
estimulante argumento la brevísima historia sentimental metida con calzador y
un accidente traumático. La delgada línea
amarilla es hija del culebrón mexicano pasado por el cedazo de Cantinflas.
Publicado en El Desttilador Cultural
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