RELATOS / EL GANCHO
EL GANCHO
Que The
knack no llegara a proyectase
un lunes de un lejano 1969 en un cine-club de Barcelona por problemas técnicos fue
el pistoletazo de salida de mi vida sexual.
Ya me
iba cuando alguien me llamó: Juan Alejandro, un compañero de facultad al que la
excitación que le deparaba hablar sobre Wilhelm Reich, el profeta de la moderna
sexualidad (teoría), era similar a mi hambre de carne femenina (práctica). Me
habló de él, pero yo no le presté
atención.
—¿Quién es ese ángel? —y señalé con un gesto a una
muchacha que se apoyaba contra una pared.
Me
la presentó. Había en ella una síntesis de timidez y abierta sexualidad que
resultaba tan explosiva como su cuerpo de senos afilados y caderas de guitarra.
Su pelo negro ocultaba su cara de la que apenas era visible su extraña boca
curvada sin que ello significara alegría. Era como la sonrisa de un delfín.
—¿Por
qué no venís a mi casa? Los viejos se han ido y tengo unas cervezas.
Por
el camino intenté romper el hielo con ella, interesarme por el curso que
estudiaba, su actitud hacia la dictadura franquista y la forma eficaz de
combatirla, pero no obtenía otra cosa que tímidos monosílabos. Más callada y tímida
de lo que yo era.
Ya
en casa de Juan Alejandro tomamos unas cuantas cervezas y nos sentamos en el
suelo, con la espalda contra la pared, tan próximo a ella que podía aspirar su
tibio aroma cada vez que cambiaba de postura. Hacía un calor enervante, y en un
momento determinado ella se desabrochó un par de botones de su blusa. Me sonrió
cuando sorprendió mi mirada.
Nos
iluminaba la luz temblorosa de una vela que no tardaría en apagarse. Reinaba en
el ambiente de aquella habitación destartalada algo muy sexual que se mascaba.
Yo parloteaba, saltando de un tema a otro, y notaba que ella me escudriñaba a
través del cabello negro y sedoso que le cubría los ojos como una cortinilla. Juan
Alejandro hablaba sin parar. Entonces la
vela se consumió y esperé lo que tenía que suceder.
Mientras nos palpábamos a través de la ropa con la
torpeza que es hija de la urgencia, Juan Alejandro seguía disertando sobre Wilhelm
Reich. A ciegas sólo éramos tacto. Su blusa se había abierto y los senos
sudorosos buscaron mis manos hasta encontrarlos; ella buceó en mi boca con su
lengua. Se expresaba con su cuerpo.
No
llegamos a desvestirnos por completo, pero ese revoltijo de ropa arrugada y
piel sudada era muy estimulante. Tenía los muslos muy anchos, me daba cuenta
ahora, que bregaba por deslizar sus bragas con enorme dificultad hacia los tobillos:
se correspondían con sus caderas de guitarra. No podíamos hacer ningún ruido
porque nuestras bocas estaban pegadas como ventosas. Y mientras, nuestro amigo
seguía hablando sobre la sexualidad según Wilhelm Reich que nosotros en aquel
preciso momento nos encargábamos de escenificar.
—La
salud mental de una persona se puede medir por su potencial orgásmico. ¿Qué
opináis?
Estuvo
a punto de ahogarme con su lengua por su ataque de risa. Fue entonces cuando
Juan Alejandro se extrañó de nuestra falta de respuesta y oímos que se
levantaba del suelo para encender la luz.
—Creía
que…
Nos
vio a los dos con la espalda apoyada en la pared y forzada expresión de inocencia
mientras reventábamos de hilaridad por dentro. Ella no había conseguido
cerrarse la blusa y yo tenía la camisa abierta.
—Hace
calor—dije, abanicándome.
—Voy
a comprar algo de comida para la cena. Tardaré media hora.
Vi The knack veinte años más tarde en un
cine semivacío. Creí reconocer a la chica silente de ese único encuentro de
1969 en una mujer entrada en carnes que tomó asiento dos filas delante de donde
yo estaba. No era ella. Yo tampoco era el mismo.
La historia increíble de Aribert Ferdinand Heim, el Doctor Muerte del campo de Mauthausen, uno de los asesinos más despiadados y escurridizos del nazismo cuya fuga dura cuarenta años y del que todavía no hay certeza de su muerte. Una novela apasionante y adictiva en la línea de los thrillers de John Le Carré.
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