LITERATURA / CORONADO, DE IGNACIO DEL VALLE
CORONADO
Ignacio del Valle
Abandona el asturiano Ignacio del Valle (Oviedo, 1971) su personaje talismán Arturo Andrade, que tantas satisfacciones
literarias le ha dado (la trilogía formada por El arte de matar dragones, El
tiempo de los emperadores extraños, llevada al cine por Gerardo Herrero como Silencio en la nieve, y Los demonios de Berlín) y se sumerge sin
complejos en la conquista de América, período histórico que daría para unos
episodios nacionales tan extensos como los de Benito Pérez Galdós. Si las películas y las novelas en torno a la
conquista del Oeste se cuentan por docenas, las historias de los conquistadores
españoles se cuentan con los dedos de las manos y eso se debe a nuestro
complejo de culpa y a la leyenda negra que tan hábilmente explotó la pérfida
Albión. La serie mexicana Cortés de la
plataforma Netflix, interpretada por Óscar
Jaenada, y el proyecto serial de Steven
Spielberg sobre el mismo personaje que interpretaría Javier Bardem, quizá sean síntomas de que estén cambiando las cosas
y veamos las luces y sombras de ese período convulso en la pantalla después de
film tan notables, aunque lejanos ya, como 1492
de Ridley Scott, El Dorado de Carlos Saura, Apocalipto
de Mel Gibson y El nuevo mundo de Terrence
Malick, aunque esta última narre una odisea británica en la salvaje América.
El autor de la espléndida Soles negros toma la figura del salmantino Francisco Vázquez de Coronado, conquistador y militar, y sigue sus
pasos por todo el sur de lo que ahora son los Estados Unidos en busca de la
mítica ciudad de Cibola, un nuevo El Dorado y, como este, inexistente: Juan Ortiz afirmó que no había palacios de
oro ni fuente de vida eterna, sino mucha tierra peligrosa de cenagales y mucho
lagarto y mucha fiebre y mucho guerrero desaforado. El desaliento y el fiasco
cundieron, solo aliviados por los rumores de cierta riqueza hacia el norte en
unas montañas llamadas Apalaches. Cuesta creer que siempre hayamos alimentado
tantos sueños, y a pesar de los reveses y desengaños, sigamos alimentando
tantos otros.
Novela
histórica, rigurosamente documentada y detallista, y, al mismo tiempo, novela
de aventuras, cuyo acierto principal es que Ignacio del Valle adopta el punto de vista del franciscano fray
Tomás de Urquiza, voluble y contradictorio notario de lo que acontece, quién
nos cuenta la historia de esa enloquecida aventura veinte años después con la
exactitud de un cronista de Indias. Se mete Ignacio del Valle en la cabeza de ese religioso sui generis, y
hasta cierto punto crítico con lo que sus pupilas ven, y cuenta, sin tapujos,
esa marcha mortífera de los españoles por tierras americanas, enfrentados a un
paisaje grandioso y salvaje— Caminábamos
sobre secretos ríos de lava, y en ocasiones era cómo hacerlo sobre la piel de
un tambor: notábamos los estremecimientos de la tierra, el crujido torturado de
sus entrañas—.y a unos nativos de
una ferocidad extrema: Por todas partes, entre
el polvo y el humo gemían los moribundos y chillaban las mujeres, y se
arrancaba la ropa a los españoles para dar tajos y más tajos en aquella extraña
carne blanca, y les arrancaban extremidades, cabezas, pies, y agarraban grandes
puñados de vísceras y la sostenían en el aire, junto con pollas y pechos
cercenados de manera que algunos chichimecas estaban absolutamente cubiertos de
cuajarones de sangre.
Indaga el ovetense en ese afán disparatado que
empujaba a parias sin tierra a un continente desconocido, a una aventura
suicida que muchas veces tenía como consecuencia una muerte atroz: …olvidaron por unas horas que no tenían
hacienda ni bienes ni posibilidad de regresar a su tierra natal y se volvían
locuaces y aventureros, y se ensoñaban con lujos venideros y prometían collares
de oro y haciendas llenas de esclavos y, por unos instantes, volvían a el
Dorado. Y hace patente el desaliento, el desengaño, de los expedicionarios
que ponen en continuo riesgo sus vidas para nada.
Existe en el libro una equidistancia ejemplar a la
hora de los reproches, muestra la crueldad de los invasores que topaba con la
crueldad de los invadidos en lo que fue una lucha titánica en la que prevaleció
la ley del más fuerte. Ignacio del Valle,
sin caer en maniqueísmos, también nos hace ser testigos de los desmanes de esa
horda armada que busca oro y evangelizar salvajes: Los soldados fueron tirando de las cuerdas para dejarles en el aire,
columpiándose hacia delante y hacia atrás; los ojos se les iban desorbitando,
los músculos se sacudían con violencia. Uno de los tepeguanes estaba desnudo y
tuvo una erección mientras agonizaba, hasta el punto de que llegó a eyacular,
lo que provocó más barullo y las risas de la tropa.
El medio natural, hermoso e inhóspito, es el testigo
de esa epopeya e Ignacio del Valle
lo recrea visualmente con acierto: Atravesaron
bosques combados por los huracanes, ríos crecidos, que no alcanzaban las
guindaleras, manglares insalubres sobrevolados por nubes de mosquitos. Fueron
diezmados por la mala fiebre, por las flechas y venablos, por la furia
desquiciada de los paganos, por la ruta incierta y el invierno riguroso, pero
no sé perdía la esperanza de hallar naciones prósperas y oro, “más allá más
allá”.
Y remarca lo ya sabido, que casi causó más mortandad
las enfermedades que trajeron al Nuevo Mundo los españoles que sus aceros
descuartizadores. A su paso iban dejando,
como siempre, un oscuro regalo de bubas sifilíticas, viruela, que no solo el
acero le servía de heraldo.
En medio de tanta sangre, violencia, suciedad y
malos instintos, que Ignacio del Valle
no rehúye en su afán de aproximarse lo máximo posible a la realidad histórica —Los
informes hablaban de pueblos incendiados, de bebés echados a los perros bravos
o destrozados contra las peñas, de indios torturados hasta sacarles los
tuétanos, de preñadas a las que metían cuchillo, de apuestas sobre quién podía
descabezar a un hombre de un solo tajo, de prisioneros a quienes les cortaban
ambas manos y se las colgaban del cuello, de ahorcamientos de trece en trece en
honor de los Santos Apóstoles, de parrillas lentas con fuego manso. —,
destaca la humanidad del cronista, sus
debilidades con la carne, que sacia del mismo modo que sus compañeros de
fatigas, y sus dudas sobre el buen fin de esa expedición que le marca de por
vida, una especie de El corazón de las
tinieblas conradiano.
Hay unas pocas novelas, aunque muy dignas todas, que
se han atrevido a indagar en ese periodo de brutal encontronazo de
civilizaciones que tuvo lugar entre los siglos XV y XVI. A vuela pluma podría
citar La aventura equinoccial de Lope de
Aguirre de Ramón J. Sender, la
serie de novelas del norteamericano Gary
Jennings sobre el imperio mexica Azteca
y Otoño azteca y, sobre todo, el
clásico del escritor húngaro László
Passuth El dios de la lluvia llora
sobre Médico. Coronado de Ignacio del Valle no desmerece de sus
ilustres predecesores.
Más
allá, más allá, el mantra enloquecido de ese viaje que
no tiene fin.
La historia del náufrago que contó a Cristóbal Colón cómo llegar a América. Una novela histórica y de aventuras, pero también una historia de amor. EL SECRETO DEL NÁUFRAGO.
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