LITERATURA / EN EL FONDO DE MIS OJOS, DE MARI CARMEN SINTI

 


No sé si ustedes van mucho a los antiguos cementerios, y si cuando van aprecian la belleza de algunas esculturas de los ángeles que velan a los muertos o la representación de los propios muertos en delicado alabastro que yacen sobre algunas tumbas. El llamado arte funerario ha dado a la humanidad obras maestras. Si Thomas de Quincey tuvo la osadía de decir que el asesinato era una de las bellas artes, Mari Carmen Sinti reivindica en esta novela la belleza escultórica de la muerte (de algunos muertos) y lo que puede provocar en los vivos (en algunos).

 


Terreno pantanoso este en el que se adentra la gaditana afincada en Barcelona en su segunda novela negra tras Sudor frío, porque existen determinadas parafilías sobre las que muy pocos se atreven a escribir, por lo que hay que reconocer valentía a su autora. No desvelamos nada si decimos que En el fondo de mis ojos, precedido de un excelente prólogo de la criminalista Paz Velasco de la Fuente, es algo así como las confesiones necrófilas que la protagonista de esta novela hace al lector en primera persona, una mujer a la que los muertos, que no los vivos, le producen una insana excitación sexual que le hace abrazar la profesión de tanatopráctica para estar más en contacto con ellos y desfogarse: Aquel muerto me hizo estremecer, un escalofrío recorrió mi espalda, naciendo en mi bajo vientre y alcanzando las terminaciones nerviosas de la totalidad de mi piel.

 


No sin cierta alarma, la protagonista de esta novela, cuyos personajes carecen de nombre, advierte su evolución: La crisálida se estaba convirtiendo en mariposa y el capullo empezaba a rajarse. Lo que en principio es un capricho sexual algo excéntrico se convierte, a medida que avanza la novela, en una adicción siniestra que la lleva a desear la muerte del prójimo o a propiciarla. ¿Qué mejor cadáver que el que uno mismo se trabaja?


 

La música, como sucediera en Sudor frío, está presente, cómo no, en al novela de Mari Carmen Sinti, desde esa cita de Alice Cooper que abre el libro y es como una declaración de intenciones: “Amo a los muertos antes de que se enfríen”, a este conejo de indias que llega a sus manos y le recuerda a uno de los Beatles: El cuerpo que descansaba frente a mí y del que solo se le veían los pies, portaba una etiqueta con el número 99 colgando del dedo gordo del pie derecho. En mi cabeza, rápidamente pasó a llamarse Lennon, quizá por la obsesión que, sabía, tenía el cantante por el número nueve.

 


A la protagonista y narradora los vivos solo le excitan por la posibilidad de que vayan a morir y se los imagina de cuerpo presente en sus retorcidas fantasías: No era mi muñeco sexual, mi trofeo, mi marioneta sin hilos, desmadejada para mi propio goce. En resumidas cuentas, no estaba muerto. Es una mujer muy particular con  algún rasgo de  vampirismo en sus costumbres: Como os decía, la sangre tiene un olor que ofende a la mayoría de la gente, pero a mí me gusta. Persigue, en sus silentes esculturas de carne, ese estadio breve de belleza que precede a la descomposición, que es la destrucción del cuerpo. La descomposición corrompe la belleza de la muerte.

 


No rehuye Mari Carmen Sinti, cuando hacen falta, las descripciones macabras que hagan poner los vellos de punta al lector: Bocas desdentadas y con olor putrefacto, cuencas casi vacías cuyos ojos hace tiempo dejaron de ver como huesos que se perfilan bajo la piel desafiando a la gravedad, sosteniendo un cuerpo desmadejado y sin fuerzas para dar un paso, pieles escamadas, con llagas y pústulas, como si el veneno que se han inoculado se les derramada por todos los poros, corroyendo todo a su paso. Cuerpos que en otra vida rebosaban salud y que ahora se corrompían, se marchitaban con los excesos.

 


La protagonista narradora se sitúa más allá del bien y del mal, y como tal actúa prescindiendo de todo principio moral. El concepto de lo que cada cual tenemos de lo bueno y lo malo es relativo. Ya ni os cuento de lo que consideramos lo mejor o peor para cada uno. Hay gente que tarda mucho tiempo en decidir qué les puede convenir o qué debe o no hacer. Yo jamás he tenido esos dilemas. Lo que he determinado hacer ha sido siempre lo que me gustaba, sin importarme si era políticamente correcto o no.

 


Se queja esta amante de los cuerpos muertos, que tienen la belleza de las esculturas de los cementerios si han llevado una vida sana, de lo maltrechos que quedan cuando las drogas hacen estragos en ellos: Además de la extrema delgadez, la piel estaba seca, sin lustre, de una lividez amarillenta con verdugones, como si la heroína, al circular por las venas, llegando a cada capilar, se hubiese dedicado a golpearla por dentro en una pelea en la que la desgraciada que tenía ante mí hubiese perdido la batalla.


 

Mari Carmen Sinti busca constantemente la complicidad del lector, lo interpela desde sus páginas, y eso, junto a algún guiño de humor, suaviza el horror que pudiera generarnos su trama, la hace digerible: Os juro que no era mi intención que acabara de aquella manera. No le necesitaba para mis experimentos ni me atraía para mis fantasías.

 


Novela negra negrísima, perturbadora, de la que no hay muchos precedentes literarios que yo conozca salvo Santa Evita de Tomás Eloy Martínez (sí en el séptimo arte desde Psicosis de Alfred Hitchcock a La novia cadáver de Tim Burton pasando por La autopsia de Jane Doe de André Ocredal), la de la autora de Sudor frío, un paseo entre los muertos, sus misterios insondables y la fascinación que ejercen sobre los vivos al no poder decirnos nada sobre el más allá a los que todavía estamos en el más acá.


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La colina del telégrafo” es, pues, una excelente novela negra, una pieza literaria de exquisita confección que combina con soltura y acierto los elementos propios del género: crimen, investigación, transgresión, maldad, depravación... Pero es al mismo tiempo una inteligente incursión en las oquedades más oscuras de la mente, en los terribles destrozos que una contienda criminal como es la guerra moderna llega a causar de uno u otro modo en quienes han participado en ella, y de cómo, tal vez, quizá, aunque esto sea más bien una interpretación mía a posteriori, las guerras son en realidad el caldo de cultivo perfecto para dejar brotar esa iniquidad ancestral, ese brutal instinto de supervivencia que anida, en mayor o menor media, dentro de cada uno de nosotros: nuestros demonios más ocultos, el animal sanguinario que fuimos y que todavía somos.
                                                                                           CARLOS MANZANO

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