CINE / ISLA PERDIDA, DE FERNANDO TRUEBA
Responsable de grandes éxitos (La niña de tus ojos,
Belle epoque, El año de las luces), grandes fracasos (Two Much,
El embrujo de Shanghái), rarezas internacionales (El sueño del mono
loco) y una de sus películas más inquietantes, y exquisiteces varias (El
artista y la modelo, Chico y Rita) es Fernando Trueba (Madrid,
1955), un director todoterreno que le gusta ir cambiando de registro, aunque en
donde mejor se desenvuelve sea en el género de la comedia.
En Isla perdida traslada su casting a una
luminosa isla griega en donde un enigmático norteamericano llamado Max (Matt
Dillon) regenta un pequeño restaurante a donde va a parar como empleada Alex
(Aida Folch), una chica que hace el viaje desde Barcelona buscando ese trabajo
de camarera. Entre la chica y el misterioso dueño nace una tensión sexual y
erótica que deriva finalmente hacia una historia negra en donde se desvela
oscuro pasado que oculta Max.
El problema de Isla perdida, que lanza guiños
evidentes a Patricia Highsmith, son los bandazos que va dando la embarcación de
Fernando Trueba en su aventura por el Egeo. Empieza como película costumbrista
y luminosa, con especial atención por la exquisita gastronomía del
establecimiento, deriva luego hacia la comedia de enredo romántico que no cuaja
por la escasa química entre Matt Dillon y Aida Folch, y termina siendo, de
forma abrupta, un film negro. Me quedo con las dos primeras terceras partes de
la película, que parecen un film de Richard Linklater porque en la última se produce el naufragio.
Mientras Aida Folch, nuestra Mónica Bellucci que ya
había brillado con creces en El artista y la modelo del mismo Trueba,
está fresca y natural en su papel de joven que se enamora de su misterioso patrón,
Matt Dillon se muestra en todo momento acartonado y poco creíble en su papel de
hombre atormentado que arrastra un turbio pasado. Tampoco ayuda mucho el
secundario Chico (Juan Pablo Urrego) en su papel de empleado díscolo del
restaurante que husmea en donde no le llaman. La película de Fernando Trueba se
frustra precisamente en el último tramo, en su último quiebro genérico, en el
que el director de Belle epoque quiere rendir, sin mucho éxito, un
homenaje al cine clásico negro que admira como buen cinéfilo que es. Una
lástima.
Y si la literatura sirve para algo, si tiene algún valor en un sentido práctico (aunque no resulte en absoluto necesario, diría que todo lo contrario), tal vez sea para ponernos frente al espejo de lo que nos define realmente, esa parte profunda y silenciosa que desearíamos no reconocer nunca, pero que, en circunstancias extremas, puede llegar a tomar el mando de nuestros actos y recordarnos que, nos guste más o menos, nunca hemos dejado de ser una especie animal más y, por tanto, poseedores de esa rabia latente que explica en buena medida toda la barbarie que a diario llena las pantallas de nuestros televisores y copa las cabeceras de los medios de comunicación. Novelas como Yakutat y escritores como José Luis Muñoz tienen la virtud de recordárnoslo
CARLOS MANZANO
Entretanto Magazine
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