DIARIO DE UN ESCRITOR

Granada, 29 de mayo de 2011
No tengo sensación de domingo. No la he tenido en todo el día. Tampoco me he enterado de mayo. He estado en tantos lugares en este mes que ya no recuerdo. Y miro la casa que, en horas, dejaré atrás, la ciudad que quedará a mi espalda, y pienso en cosas extrañas, como en los chinos de los que no me despedí y que, seguramente, no me echarán en falta, del carnicero silencioso que sale siempre a fumar a la calle cuando no me filetea el pollo, de esta calle peatonal y humeante en la que he vivido tres años y medio entre el ruido nocturno de la gente y las montañas de polvo que entraban por el balcón abierto. Ya no tendré que barrer, uff, ¡qué alivio! Toda mi vida está en maletas, y en bolsas, una hilera larga que parte del dormitorio, cuyo armario abierto muestra su absoluto vacío, y se prolonga casi hasta el salón comedor cuya estantería sin libros parece un esqueleto. He mirado la nevera y, aunque parece vacía, me ha dado muchas posibilidades, aunque monótonas. Una bolsa entera, de medio kilo, de guisantes congelados que he cocinado al mediodía con aceite y ajo, un huevo solitario que he frito, algo de pan del día anterior que he tostado, un limón cuya cáscara he pelado para hacer dos enormes platos de arroz con leche y con cuyo jugo me he preparado un vaso de leche merengada, y aún me queda queso, de dos clases, y más arroz, después del que he utilizado para el arroz con leche, con el que haré, si tengo hambre, un risoto. Vaciar una casa en donde uno ha vivido tiene siempre algo de mortuorio y te preguntas qué dejas allí, entre esas paredes: lamentos de dolor, gemidos de placer, pasos solitarios de oso enjaulado, palabras que uno lanza al aire y que te respondes. No creo que me echen mucho en falta los vecinos que quizá se hayan preguntado qué hacía ese tipo mayor y solitario, extranjero, que tan pronto lucía barba blanca como melena, que siempre iba con la bici arriba y abajo y tenía hábitos nocturnos. Me deben de haber oído, aunque andaba de puntillas, en mis noches de insomnio, o con el sueño cambiado, que duraron meses. Hoy no me parece domingo, aunque haya comprado El País y la revista en un Hipercor, junto con un paquete de papel, y escuchado las campanadas de las iglesias de Granada llamando a misa, por penúltima vez. No he ido a La Ermita a cumplir con mi ritual de lectura al sol saboreando una cerveza ni me he despedido de los camareros que, en cuanto me veían llegar, ya ponían en mi mesa la bebida y la tapa de patatas a lo pobre. Sí me despedí, de forma entrañable, de unos cuantos amigos, no todos, los que vinieron a la última presentación en Librería Picasso a los que nombré uno a uno. No se cree Gregorio Morales, con el que me despedí con un fuerte abrazo, que vaya a durar mucho en mi refugio de la montaña. No me conoce en la firmeza de mis resoluciones. No me conoce nadie aunque me lean y traten de interpretar los libros que escribo y encontrarme entre los párrafos de mis novelas, porque soy un impostor, humo, un fantasma, no soy nadie, y la literatura es el refugio de mi inanidad, el lugar en donde me invento. Voy, a las cinco de la tarde, por última vez, al cine que tengo a dos pasos, y veo Tokio Blues, extraña película sobre la novela de Murakami que me deja frío en su primera media hora, ajeno a todo lo que sucede en la pantalla, sin entrar en esas gélidas escenas de amor en las que los besos me parecen carentes de pasión y los abrazos sumen en la tristeza, pero me atrapa en la hora siguiente, cuando el drama cristaliza, y es una película que me hace pensar en mi adolescencia y primera juventud, esa etapa tan peligrosa en la que nada sabemos de la vida, nada absolutamente, porque hemos sido vomitados a un mundo que no entendemos y del que no nos importa marchar, como hacen algunos personajes de la película de Tran Anh Hung, el vietnamita director de El olor de la papaya verde. Me pregunto por qué no me fui entonces y me agradezco que no lo hiciera porque no estaría aquí, escribiendo, no habría tenido hijos, mujeres que me han amado y a las que he amado, ni visto paisajes maravillosos, ni visitados lugares exóticos. No sé si habría sido más adecuado Wong Kar Wai dirigiendo Tokio Blues. Mientras asciendo por la calle Gracia, una de las últimas veces que lo haga, quizá cuatro más a los sumo, trato de explicarme el silencio del director taiwanés y entro en mi desolado apartamento, que languidece según avanza la tarde y huye la luz, con hambre de comerme uno de los enormes cuencos de arroz con leche que quedó seco, aunque bueno, porque últimamente todo lo hago a ojo, sin pesar nada, y nunca acierto, nunca, nunca. Y, antes de coger el ordenador e ir a un bar con wifi a tomarme un café me doy cuenta de que mi indumentaria, pantalón de lino blanco, camisa del mismo material, muy abierta, con una botonadura de madera hindú, y sandalias, mi pelo largo, mi barba, me acercan peligrosamente al personaje de Herida de Louis Malle en su secuencia final: me falta un cesto hippie colgado del hombro y el sombrero panamá que se rompió y espero que mi amiga pueblana reponga. Me llama entonces la homónima y trastoca todos los planes. Iré a La Ermita. Pero no me despediré de los camareros. Espero tener luego hueco para meterme otro plato de arroz con leche, unas torrijas, una crepe con chocolate y un bizcocho para dejar limpia la despensa y la nevera. Lo que sobre para los revolucionarios del 15M que han tomado las ágoras de este país. ¡ISLANDIA! El mundo es de ellos, les pertenece y sé que intentarán cambiarlo.

Comentarios

M. Deveriá ha dicho que…
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
M. Deveriá ha dicho que…
Me he quedado sin palabras. Sólo puedo decirte que se me ha erizado la piel al leer tu relato de despedida.
M. Deveriá ha dicho que…
Me he quedado sin palabras. Sólo puedo decirte que se me ha erizado la piel al leer tu relato de despedida.
Blas Malo Poyatos ha dicho que…
Le deseo buena suerte y buen viaje a su nuevo destino, Jose Luis. Es usted un ejemplo de empeño y pasión por las letras, que se contagia.

Un saludo cordial.
Pilar ha dicho que…
No sé dónde te vas...
No sé nada de ti...
Sólo que las redes sociales (en las que espero nunca enredarme) me llevaron a ti
Acabo de leer este relato...
Me pasa, como tantas veces, cuando me gusta lo que leo: sensación de cercanía y de complicidad (aunque sólo sea por mi parte, claro que entonces es raro, no? ser cómplice, digo)...
Me gusta, nada más.

Buen viaje, a donde sea y a donde vaya...
MarianGardi ha dicho que…
Qué generoso eres al darte como lo haces en este diario, que pienso seguir.
Un beso Jose Luis

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